Cuando, en 1981 y ya siendo popular en Oriente y Occidente, el líder espiritual indio Osho resolvió crear una ciudad en el Lejano Oeste de Estados Unidos para instalar allí su comunidad, miles de personas lo acompañaron. Perseguidos por los vecinos del estado de Oregon, por el FBI y por el gobierno, Osho y sus fieles lograron transgredir todo lo que hasta entonces había sido conocido como norma, hasta que el grupo se disolvió.

Wild Wild Country cuenta el inicio, ascenso y caída de una comunidad que quiso jugar a otra cosa, bajo el liderazgo espiritual de Osho, antes conocido como Bhagwan. Son diez horas de documental, en entregas por episodios de montaje finísimo. Hay respeto por las versiones en los testimonios, un archivo de imagen elocuente que complementa lo referido por los testigos, y una intriga que se instala desde el primer capítulo e incluye personajes que ascienden y caen, drama, tragedia y comedia. La construcción de expectativa no se agota en la resolución anecdótica ni en los giros efectistas: el documental reclama la reflexión del espectador.

Bhagwan, el maestro

Bhagwan era el líder espiritual que necesitaban los 80, signados por la guerra de dos ideologías e India como el nodo espiritual del mundo; el escape hacia algo en qué creer.

Un día Bhagwan, que ya tiene adeptos a su filosofía (quizá el único reproche al documental sea que no profundiza en la cosmovisión de esa comunidad que no se considera culto, ni secta, ni religión), conoce a Shila, el personaje más importante de esta historia: una discípula que se convertiría en su secretaria y mano derecha en el avance del nuevo proyecto.

Para empezar de cero, la dupla de espiritualidad imbatible viaja, con miles de adeptos, a Estados Unidos, en donde compran una porción de terreno suficientemente grande como para construir una nueva ciudad, en el rocoso y polvoriento estado de Oregon. Pero no previeron que los escasos vecinos de Antelope, la ciudad lindera, les mostrarían una de las peores caras de un país salvaje. Porque esa América de las armas en la mesa de luz y de la escopeta de caño recortado colgada en la pared, al lado de una cabeza de ciervo, no comienza con los tiroteos televisados en las escuelas, sino con el agujero que deja la Constitución más constitucional de la historia.

Dentro de lo salvaje

Los Rajneesh –el grupo liderado por Bhagwan– no se consideran a sí mismos una secta, y les costó posicionarse en la opinión pública como lo que decían ser: una comunidad. La memoria del país todavía tenía demasiado fresca la masacre de Jonestown, ocurrida en 1978: el mayor suicidio colectivo de la historia, con más de 900 muertes.

En la comunidad de los Rajneesh todos hacen todo y cada uno ocupa el rol para el que es más idóneo. Así, el vocero de la comunidad es el mejor abogado. Quizá una de las falencias de Wild Wild Country sea no explicar de qué manera se sustentan los habitantes de la nueva ciudad, cómo es el sistema de trabajo, quién paga los sueldos y por qué nadie cuestiona la colección de Rolls Royce del maestro espiritual que, para ese entonces, ya vive en la mansión construida a escala de su grandeza.

A mediados de los 80 en Estados Unidos, en plena Guerra Fría, el rojo era menos un color que la representación del enemigo. Una comunidad que había elegido ese color para su vestimenta sólo podía acarrear una escalada de violencia. Los habitantes de Antelope se referían a los nuevos vecinos como “los rojos” y de esa manera los equiparaban al comunismo, el gran enemigo.

Entre lo más destacable del planteo documental está la paradójica construcción del otro como anomalía, en el país de las oportunidades y del volver a empezar. Alcanza con decodificar los férreos testimonios de los habitantes de Antelope, con sus gorros estilo sheriff, sus camisas leñadoras, la pared de lambriz decorada con cabezas de alces. Esa cara de Estados Unidos muestra, de forma más elocuente que la filtración de datos de Facebook, por qué Donald Trump se presentó a elecciones presidenciales y ganó.

El hecho social que tuvo lugar entre 1981 y 1985 en aquel recorte de terreno olvidado no tenía precedentes en la historia del mundo contemporáneo: miles y miles de personas siguiendo al líder indio que crea una ciudad de la nada, con fondos que provienen de los aportes de los propios fieles. Un líder que colecciona Rolls Royce y se sienta en un trono, y una comunidad que las filmaciones de archivo muestran como la escena de un videoclip lisérgico: brazos extendidos al cielo, cuerpos como en descarga eléctrica y sonrisas extasiadas. Una comunidad que quiere un nuevo modo de vivir pero adopta espontáneamente el uso de uniforme.

Los Rajneesh no demoran en percibir que para poder ser autónomos deben participar en el juego institucional. Trazan entonces el plan que les permitirá presentarse a las elecciones a gobernador, cuya reconstrucción es una de las partes más importantes del documental: para tener una masa suficiente de voluntades, incorporan a sus filas a indigentes reclutados por todo el país. Claro que no es un gesto altruista, sino un paso necesario para lograr un cometido. Sin embargo, para el orden establecido esa comunidad de rojos perdida en el Lejano Oeste estaba reinsertando en un ámbito social de convivencia a aquellos que el sistema había relegado a ser ejemplo de lo que les ocurre a los inadaptados. Se hizo necesario frenar el avance de Osho y sus seguidores.

Yo soy Shila

Aunque hay varios testimonios –de agentes del FBI, vecinos, un periodista y abogados–, Wild Wild Country tiene cuatro narradores: tres mujeres y un hombre. Todos fueron integrantes principales de la comunidad, y sus relatos se intercalan de tal manera que permiten el crescendo adictivo de toda historia bien contada.

Uno de esos narradores es Shila, una gladiadora ochentera, empoderada antes de que existiera el término. La mujer que dominaba a la comunidad, la que planeó atentados contra los cada vez menos amigables vecinos de Antelope, la que puso sedantes en la cerveza que convidó a los indigentes que necesitaba para ganar las elecciones. La que envenenó con salmonella generada en el laboratorio de la ciudad a gran parte de la población enemiga. La que consiguió las armas y armó a los seguidores que de un día para otro pasaron de cultivar la tierra a practicar tiro entre las sierras. La que montó una red de escuchas inédita a su propio maestro. La que estaba dispuesta a todo.

A pesar de su raid delictivo, Shila está viva y libre. Ya no viste de rojo ni parece escapada de las orillas del Ganges: ahora es una occidental más. Por momentos villana y por momentos líder, cuesta no sentir cierta empatía con ella, algo que interpela la conciencia del espectador. Se lo invita a pensar, y eso alivia en estos tiempos de historias efectistas y vertiginosas.

Wild Wild Country. Estados Unidos, 2018. Dirigida por Maclain y Chapman Way. Distribuida por Netflix.