De los pobres de este país lo conocemos todo. Sabemos dónde viven, cuántos hijos tienen, cuán hacinados están en sus viviendas, dónde trabajan, si hicieron alguna changa en el último tiempo y si en sus hogares tienen lugar situaciones de violencia o consumo problemático de drogas. La academia los investiga; el Estado, por intermedio de sus programas de proximidad, ingresa a diario en sus hogares mediante operadores o técnicos; los medios de comunicación hacen de la pobreza noticia a partir de las múltiples formas que asume la desigualdad y de las consecuencias derivadas de esta.

Por el contrario, en la era de la información existe un gran agujero negro en lo que refiere a datos sobre los que más tienen. No disponemos de instrumentos robustos para medir la riqueza, en tanto la mayor parte de los gravámenes son referidos a ingresos. En ese sentido, sabemos que el Impuesto a las Rentas de las Actividades Económicas (IRAE) aumentó 75% su recaudación en pesos corrientes1 entre 2014 y 2017, pero esos datos generales no asumen rostros particulares, como sí sucede con las situaciones de pobreza y vulneración. Es que, como sostiene Michel Foucault, poder y saber se encuentran profundamente imbricados entre sí: “No existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber”.2 Advertimos también que una estrategia del poder es actuar desde las sombras mediante la normalización o la invisibilización, por lo que no saber, no conocer quiénes son los ricos ni cómo se comportan no es ni casual ni inocuo.

La relación con lo otro es siempre conflictiva, y en Uruguay asistimos a un proceso de incremento creciente de la violencia en las relaciones sociales, que asume múltiples expresiones: violencia contra la vida en general y la de las mujeres en particular, violencia en el deporte, en el tránsito, empobrecimiento de las discusiones políticas tanto en sus contenidos como en sus formas, con el binarismo como modelo privilegiado de un debate en el que se busca más vencer que convencer. Impera la lógica de hacer de lo propio lo único, y en un esquema de tales características la exclusión es una condición sine qua non.

¿Podemos sorprendernos de esta violencia en las relaciones sociales si vivimos en un sistema económico, social y cultural que privilegia la acumulación de capital por encima de la vida misma? Primero fue la sociedad de los dos tercios, en la que se pregonaba que el progreso económico necesariamente debía conducir a la exclusión a un tercio de su población. La dramática serie brasileña 3% exhibe un mundo en el que sólo ese porcentaje de los habitantes escapa a condiciones de vida indignas, pero la caprichosa realidad supera a la ficción, y como el capital tiende a su concentración, hoy sabemos que el 1% más rico del mundo, durante 2017, se apoderó del 82% de la riqueza producida a nivel global.3

Vivimos en una sociedad abortiva, que condena a muerte a los pobres que produce pero esconde a quienes engendran la pobreza. Si los datos sobre riqueza y acumulación de capital formaran parte de la agenda pública, probablemente las narrativas dominantes sobre el “enemigo interno”, que colocan siempre de chivo expiatorio a los pobres, caerían por su propio peso.

El “otro” pobre y excluido, construido como identidad distinta de un nosotros “incluido” que se asume como “estándar”, es para la izquierda “problema” en tanto expresión de un orden social injusto y desigual que explicita las relaciones de asimetría y opresión que se producen en el seno de la sociedad.

Con información adecuada y sed de justicia, resulta ineludible batallar contra el sentido común dominante sostenido por los sectores del poder en su articulación económica-política-jurídica-mediática, que nos propone como “enemigo interno” a los pobres de este país o, en su versión 2018, a los inmigrantes pobres. La distorsión es tan grande que tenemos instalado un escenario en el que asistimos al enfrentamiento de los penúltimos contra los últimos. Extendida la ley de la selva, incluso quienes tienen menos visualizan una amenaza en quienes sufren el exilio. Este desplazamiento perverso del problema resulta beneficioso para los dueños de todo, quienes legitiman y consagran así la expulsión de la órbita de la humanidad a miles que ya no tienen derecho siquiera a tener derechos. El imperio del principio de “realismo capitalista” hace que discutamos sobre hechos y problemas compartimentados, pero el sistema, naturalizado, sale siempre inmune.

No se trata de un problema personal con los ricos, sino con la lógica de la acumulación que impide un mundo para todas y todos haciéndolo insostenible desde el punto de vista humano y ambiental. La esperanza alumbra en miles de uruguayas y uruguayos capaces de concebir a los “otros” como parte de un colectivo social que debe componerse a partir de lógicas de integración, reconocimiento y solidaridad, puesto que la emancipación de los sujetos oprimidos será la de todos y todas. Nos merecemos un Uruguay hospitalario con el “otro”, que convierta el límite en posibilidad de mutua transformación.

Nicolás Lasa es psicólogo, secretario de Interior y diputado suplente del Partido Socialista.


  1. Durante los últimos años se introdujeron cambios en la metodología de cálculo del IRAE, que implicaron un aumento de la recaudación por encima de la renta. 

  2. Foucault, Michel (2009). Vigilar y castigar. México: Siglo XXI. p. 37. 

  3. http://www.bbc.com/mundo/noticias-42776299