A fines de 1917, los estudiantes de medicina de la Universidad de Córdoba, Argentina, iniciaron protestas por diversos aspectos de la enseñanza que recibían. Las autoridades desatendieron sus quejas y en marzo de 1918, cuando el “comité pro-reforma” decretó una huelga estudiantil, decidieron clausurar la universidad. A partir de abril, con la fundación de la Federación Universitaria Argentina, el conflicto se hizo sentir en todo el país. Los estudiantes de Córdoba, por su parte, avanzaron aun más en sus reclamos y solicitaron al gobierno nacional que interviniera su casa de estudios y propusiera la reelección del rector. El 21 de junio de 1918, en medio del enfrentamiento, hicieron público su manifiesto “a los hombres libres de Sudamérica” donde sintetizaban con palabras encendidas las ideas de cambio que venían ganando adeptos en las universidades latinoamericanas desde por lo menos una década atrás (como afirman Rodrigo Arocena y Judith Sutz en La universidad latinoamericana del futuro: tendencias, escenarios, alternativas, y Natalia Milanesio en “Gender and generation: the University Reform Movement in Argentina, 1918”).

En algún sentido, no era sorprendente que el movimiento de reforma estallara en esa institución, una de las más antiguas y tradicionales de América del Sur. Fundada a comienzos del siglo XVII, esta universidad educaba a las clases altas argentinas desde una perspectiva católica y conservadora. El movimiento estudiantil latinoamericano había comenzado a demandar en diferentes congresos, como los realizados en Montevideo en 1908, Buenos Aires en 1910 y Lima en 1912, un cambio en este modelo de universidad como formadora de la elite gobernante para convertirla en un motor de la modernización de la sociedad en su conjunto.

Los viejos reclamos de participación estudiantil en el gobierno universitario y mayor flexibilidad de las opciones de enseñanza resonaban diferente en un contexto internacional marcado por las revoluciones rusa y mexicana, la finalización de la Primera Guerra Mundial, la fundación de partidos comunistas en diferentes partes del mundo y el fortalecimiento del movimiento obrero. Por otra parte, la Unión Cívica Radical había alcanzado el gobierno en Argentina en 1916 y bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen promovía un programa antioligárquico, modernizador y democratizador que estaba en sintonía con el enfrentamiento de los estudiantes con una de las instituciones educativas más conservadoras del país.

La articulación de una perspectiva crítica sobre las funciones y cometidos de la universidad latinoamericana acusó la influencia del pensamiento social del argentino José Ingenieros, así como de la prédica del filósofo español José Ortega y Gasset y del escritor uruguayo José Enrique Rodó. A partir de estas referencias y de modo ecléctico, el movimiento reformista defendió la independencia económica y cultural, así como la reafirmación nacional y latinoamericana en un contexto de paz y confraternidad internacional. Los estudiantes de Córdoba dieron un tono radical a sus reclamos y proclamaron que los caminos para terminar con la explotación y suprimir la propiedad privada pasaban por la acción directa y la revolución. Rompieron de esta forma con la idea de evolución individual o social que había predominado anteriormente en el ambiente intelectual. Las “tácticas extremistas” y los repetidos episodios de violencia callejera también diferenciaron a la generación de 1918 con respecto al período anterior de conformación de un programa crítico del movimiento estudiantil del continente. 83 estudiantes fueron detenidos y procesados por sedición mientras la huelga se generalizaba y se incorporaban varios sindicatos obreros.

Este acercamiento a los sectores populares tenía su correlato en lo académico, especialmente en la propuesta de una universidad inserta en la sociedad que desempeñara labores de extensión y promoviera la discusión de las relaciones entre estudiantes y trabajadores, las reformas tecnológicas, el desarrollo industrial y la situación sanitaria de los países latinoamericanos. Otros reclamos del movimiento reformista de Córdoba incluían la implementación de “cátedras libres” que terminaran con el monopolio de ciertas orientaciones y métodos de enseñanza, la exigencia de concursos periódicos para garantizar la competencia y actualización del cuerpo docente y la defensa de la gratuidad de la enseñanza. Sin embargo, otros temas importantes de la época, como el acceso de las mujeres a la educación y su formación profesional, no integraron la plataforma de reivindicaciones.

En lo referente a la política universitaria, uno de los principales postulados era que los estudiantes participaran en los cuerpos directivos de la universidad y que esta tuviera autonomía política y administrativa respecto del gobierno central. Paradójicamente, el triunfo del movimiento de Córdoba en estos aspectos se debió en gran medida al apoyo del Poder Ejecutivo, que reaccionó pronta y decididamente en su favor. En respuesta a las bases proclamadas por los estudiantes, el presidente Yrigoyen impulsó la reforma de los estatutos de la Universidad de Córdoba en 1918, de Buenos Aires y Santa Fe en 1919 y de La Plata en 1920.

Al mismo tiempo, los postulados reformistas lanzados desde Córdoba lograban una inmensa repercusión en todo el continente americano. En 1919 se inició un movimiento similar en la Universidad de San Marcos, Lima. En el siguiente lustro la ola reformista alcanzó los ambientes universitarios de Santiago de Chile, México, Medellín, Bogotá y La Habana. En 1921 se llevó a cabo un Congreso Internacional de Estudiantes en México en el que se internacionalizaron muchos de los planteos formulados en Córdoba tres años antes.

El otro impacto

También en Uruguay se sintieron con fuerza los ecos de esos reclamos. Blanca París y Juan Oddone señalan, sin embargo, que su influencia estuvo condicionada por las singulares características históricas de la Universidad de Montevideo. En La universidad uruguaya del militarismo a la crisis, 1885-1958 (1971), los historiadores destacan que los principios reformistas fueron incorporados a los programas estudiantiles desde “la tradición liberal que caracterizaba a nuestra Universidad desde el siglo anterior”. Es de suponer, por ejemplo, que las diatribas anticlericales de los cordobeses podían sonar algo extemporáneas en un ambiente proclive a las medidas secularizadoras y pronto a aceptar la separación de la iglesia y el Estado. Por otra parte, como se dijo anteriormente, el manifiesto de Córdoba recogía las discusiones del movimiento estudiantil latinoamericano en diversas instancias en que los uruguayos habían tenido una participación destacada. Cabe señalar, por último, que algunos de sus postulados ya se habían puesto en práctica en Uruguay: la Ley Orgánica de 1908 había incorporado la representación de los estudiantes en el gobierno universitario; en 1914 el entonces ministro de Instrucción Pública y ex dirigente estudiantil Baltasar Brum había elevado al Parlamento un proyecto de “cátedras libres”; y en 1915, con el establecimiento de la exoneración de matrícula en secundaria, se había dado un paso importante hacia la gratuidad de la enseñanza.

Pero también debe recordarse que en los años inmediatamente anteriores al estallido de Córdoba la militancia estudiantil había decaído notablemente en el país. La desaparición de la Federación de Estudiantes del Uruguay en 1917 derivó en la dispersión de los centros estudiantiles. En general, sus reivindicaciones no iban más allá de asuntos puntuales como la publicación de apuntes de clase, el acceso a las bibliotecas, el esparcimiento y los deportes.

Recién en 1919 el movimiento estudiantil uruguayo acusó el impacto de Córdoba y retomó los temas centrales de la reforma universitaria por medio de la renovada actividad del Centro de Estudiantes Ariel y la intensa actuación de la Asociación de Estudiantes de Medicina (AEM). Ambas agrupaciones jugaron un papel medular en la revitalización del activismo y la promoción de las ideas de cambio. El ejemplo de la revuelta cordobesa, con su carga de dramatismo y violencia, tuvo efectos duraderos entre sus integrantes.

Alrededor de Ariel

El Centro de Estudiantes Ariel había surgido en 1917 como consecuencia directa de la huelga protagonizada ese año por los estudiantes secundarios. Su fundación coincidió con la muerte del escritor modernista José Enrique Rodó, lo que llevó a los jóvenes universitarios a adoptar el título de su famoso ensayo como nombre del grupo. El nuevo centro tuvo una profusa actividad y logró cierto prestigio en círculos estudiantiles e intelectuales sin representar a ninguna facultad en particular ni oficiar de “entidad coordinadora central” de los universitarios. Funcionaba más bien como un “cenáculo ateneísta” congregando a jóvenes que habían tenido una actuación destacada en la huelga de 1917 y compartían similares preocupaciones intelectuales y un interés por los problemas sociales y educativos del país.

En 1919 el centro adquirió una visibilidad mucho mayor con la publicación de la revista Ariel bajo la dirección de Carlos Quijano, una de las figuras más prominentes del grupo y su presidente hasta 1923. La nueva publicación se dirigía a la “juventud universitaria del país” y hacía explícita su profesión de fe: “sostener el programa de idealismos que José E Rodó legara a la juventud de América”. Los “arielistas”, entre los que se contaban Justino Zavala Muniz y Carlos Benvenuto, adherían a la noción de la identidad latinoamericana y compartían la idea, presente también en el movimiento reformista, del sentido de misión de la juventud del continente para “lanzar a los cielos la nueva esperanza” y combatir el escepticismo imperante. En comparación con sus pares argentinos, sin embargo, todo esto se predicaba de un modo más mesurado.

La revista no perdió sus “tendencias culturalistas, eticistas e intimistas” en los años siguientes. Pero a medida que sus principales figuras terminaban el ciclo secundario e iniciaban su educación terciaria, comenzó a prestar mayor atención al papel de la Universidad en la transformación del país. En 1919, considerando que “toda preocupación por los problemas sociales es necesaria y útil”, realizó una encuesta sobre esos temas entre destacados profesores de la institución, como Dardo Regules, Emilio Frugoni y Pedro Escuder Núñez. La respuesta del líder socialista Frugoni pasaba revista a los “problemas históricos, económicos y vitales del momento” y señalaba que la Universidad debía “preparar a las generaciones para esa obra [...] desplegando una acción práctica de constante e inmediata utilidad colectiva”. Los “arielistas”, por su parte, propusieron implementar servicios de extensión en base al modelo de la Universidad de Oviedo. El plan ponía énfasis en la misión social de la universidad y la necesidad de estrechar lazos con los sectores obreros, tal como se había hecho en Córdoba y, aun antes, en el congreso de Montevideo de 1908.

El Centro Ariel se definía como “idealista, cultural, solidarista y a consecuencia de todo ello ampliamente renovador”. En términos generales, sus objetivos coincidían con las aspiraciones planteadas por el movimiento reformista en 1918 e incluían la autonomía “económica, didáctica y administrativa” de la universidad, la docencia libre, la libertad de aprender, la total gratuidad de la enseñanza, el “enaltecimiento moral y mejoramiento económico del profesorado”, la eliminación de las cátedras vitalicias y la adopción del “sistema democrático y representativo” para el gobierno de la institución. Sin embargo, había un grado de moderación en las ideas y la prédica de Ariel que lo alejaban del radicalismo emanado de Córdoba. Pese a la fuerte reflexión crítica frente a los problemas sociales que aquejaban al país y al continente, los “arielistas” no adoptaron en esta etapa un discurso anticapitalista ni promovieron la acción revolucionaria. Como afirma Mark van Aken en Los militantes (1990), su programa de 1920 “carecía del dinamismo del famoso Manifiesto de Córdoba de 1918 y tenía muy poco de la militancia izquierdista de las organizaciones estudiantiles chilenas y peruanas de aquel entonces”. Este movimiento hacia la izquierda se produjo en Ariel casi un lustro más tarde, con la entrada de una nueva generación de dirigentes, entre los que se destacó Héctor González Areosa. Hasta entonces, el centro incorporó el eco de Córdoba sin perder una relativa moderación que le era característica.

El estudiante libre

El florecimiento de la actividad estudiantil en esos años estuvo jalonado de conflictos puntuales, como la huelga del alumnado de la Facultad de Ingeniería en 1919 contra la asistencia obligatoria a clase, a la que pronto se plegaron otros centros. La rápida extensión de las protestas y su pronta integración a reclamos más amplios de cambio reflejaban la influencia del movimiento continental de reforma en toda la institución. Los estudiantes de Medicina, por ejemplo, no sólo proclamaron entusiastas su “franca simpatía a la actuación independiente de los compañeros de las otras facultades”, sino que rechazaron la pasividad de las autoridades universitarias y nacionales amparadas en la independencia de los consejos de las facultades que había consagrado la Ley Orgánica de 1908. Según ellos, la solución radicaba en su participación directa en las instancias de gobierno universitario como “se ha obtenido por ejemplo en la Argentina”.

Esas opiniones fueron expresadas con gran elocuencia por El Estudiante Libre, órgano de la activa AEM que, bajo el influjo directo del reformismo latinoamericano, se convirtió en la agrupación estudiantil más enérgica de la época. Su programa apuntaba al sentido de misión de la juventud universitaria cuya “actitud en la hora presente debe ser de actividad y de lucha. [...] La rebelión debe ser nuestro gesto habitual ante los que pretendan oponerse al avance de las nuevas ideas”. La defensa de la autonomía frente a los poderes políticos y la exigencia de participación estudiantil en el gobierno universitario estaban en el centro de su plataforma. El objetivo era hacer de la Universidad un agente de cambio social y combatir el modelo profesionalista entonces vigente.

En base a esos principios, dirigentes de la AEM, como José María Fosalba, Ricardo Yanicelli y José Pedro Cardozo, dieron nueva fuerza a las aspiraciones del alumnado de Medicina. Los delegados estudiantiles, elegidos por sus pares mediante plebiscito, tuvieron oportunidad de presentar sus propuestas en la primera Reunión de Profesores y Estudiantes, celebrada el 25 de setiembre de 1919. La celebración de esta asamblea, verdadero órgano deliberativo de la facultad, era una piedra angular de la reorganización impulsada por el decano Américo Ricaldoni con la finalidad de potenciar a la institución como un centro de investigación y difusión del conocimiento. Muchos resistieron ese impulso y refutaron con ardor la participación estudiantil y la liberalización de la enseñanza. Elías Regules, uno de los principales portavoces de estas posiciones, argumentaba que los docentes tenían la función de enseñar y no de dirigir, y que los estudiantes debían “curarse” de la pretensión de “enseñarnos a los hombres de la facultad”. Estas tendencias condenaron al fracaso la segunda reunión de profesores, realizada en 1921.

La AEM fue un puntal fundamental del proceso de reforma en todos sus aspectos, incluyendo la implementación de cursos extraordinarios, conferencias libres, becas estudiantiles, regulaciones para los cargos docentes y cambios en el régimen de exámenes. Como resultado de esas deliberaciones, el Consejo aprobó algunas viejas aspiraciones estudiantiles, como la asistencia libre a clase, la docencia libre y la celebración de sesiones públicas de ese órgano de gobierno. También sancionó, aunque no llegaron a implementarse, mecanismos de control del profesorado. Pero, sin duda, el logro más importante de las asambleas impulsadas por Ricaldoni fue la consagración de la participación estudiantil en los asuntos universitarios.

En 1921, con motivo del alejamiento de su cargo, El Estudiante Libre dedicó al decano saliente un “homenaje de admiración y un cálido sentimiento de gratitud”, en el que destacó los aspectos innovadores de una gestión “al unísono con su tiempo”, que había sabido recoger “devotamente las enseñanzas de la época” y expresado, “con un sello peculiar y propio, el latido de las ideas nuevas”. Esta afinidad llevó a que los estudiantes respaldaran la candidatura de Ricaldoni en la elección de rector de 1922, en la que finalmente triunfó Regules, representante del pensamiento conservador y caluroso oponente del movimiento de reforma universitaria.

Para ese entonces, el sentimiento reformista estaba firmemente afianzado en el alumnado de la Universidad y seguía siendo motivo de acalorados debates públicos. En 1921, por ejemplo, estalló una combativa huelga en secundaria en reclamo de participación estudiantil y “reforma integral” de esa rama de la educación. A su vez, los estudiantes de derecho eligieron a Dardo Regules como su representante en el Consejo de la Facultad de Derecho y este presentó un claro proyecto reformista que incluía la autonomía universitaria y la defensa del papel de la institución como creadora de cultura y promotora del cambio social. Por otra parte, el Consejo de Gobierno pretendió delimitar el alcance del artículo 100 de la Constitución, que establecía el principio de autonomía universitaria, y el senador Atilio Narancio planteó en el Parlamento una modificación a la Ley Orgánica de 1908 para dar representación directa a los estudiantes.

Mediante su participación en todos esos debates y movilizaciones, los estudiantes fueron dando forma a un programa de reforma universitaria y social que llevó a muchos a alentar la idea de unificarse tras objetivos comunes. Esos intentos fructificaron recién en 1929 con la fundación de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU). De alguna manera, la FEUU vino a sintetizar la rica historia del movimiento estudiantil uruguayo que en los años 20 había hecho suyos los postulados de Córdoba, muchos de los cuales tenían una tradición local y habían estado presentes en el congreso de Montevideo en 1908. Durante las dos primeras décadas del siglo, sin embargo, los estudiantes uruguayos mantuvieron un tono moderado que los distanció del impulso reformista en Argentina, Perú y Chile. La radicalización de los enfrentamientos fue posterior. Se fue preparando en los 20 pero adquirió fuerza en los 30, con la FEUU como protagonista clave de las luchas contra la dictadura de Gabriel Terra.