Balance y perspectivas de los progresismos

Avances sociales, reformas estructurales, cambios culturales. Fin de ciclo, derrotas, parates, fracasos puntuales, continuidades. Se puede caracterizar de muchas maneras la suerte de los progresismos de la región en el siglo XXI. El propio término “progresismo” no tiene una definición unívoca, como tampoco es clara su relación con las izquierdas. Este mes, en Dínamo, nos abocaremos a realizar balances del período que sirvan de base a nuevas concepciones y propuestas de transformación social.

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Los gobiernos progresistas del siglo XXI en América Latina surgen de la derrota de los neoliberalismos en los años 90. Pero también traen en su mochila la debacle de la URSS, la disolución del mundo bipolar y la conversión de la socialdemocracia europea en derecha neoliberal. Surgen cuando el pensamiento crítico y emancipador retrocede en el mundo, sin lograr saldar la pesada herencia de los socialismos del siglo XX. Y más atrás todavía, los procesos latinoamericanos tienen las marcas de las derrotas de los movimientos revolucionarios de los 60 y 70 y el arrasamiento de las libertades democráticas que significó el terrorismo de Estado.

El neoliberalismo de los 90 fracasó en su soberbia de constituir el fin de la historia, pero logró una penetración profunda en nuestras sociedades en el plano económico, social e ideológico.

Las izquierdas latinoamericanas lograron triunfos electorales por virtudes de sus formaciones políticas y sus liderazgos carismáticos, pero también, y fundamentalmente, porque se apoyaron en grandes y polifacéticas movilizaciones sociales. Estos gobiernos vienen de la resistencia social a las privatizaciones, al desmantelamiento de la protección social y al incremento de las fracturas. Frente a las teorías del Estado mínimo, los progresismos latinoamericanos levantaron la concepción de un Estado preocupado por la cuestión social, por la pobreza y la indigencia. Y sus logros en esta materia son relevantes, en el continente más desigual del planeta.

Con una mirada regional vemos surgir elementos originales. En algunos de sus procesos,América Latina incorpora las identidades y luchas de los pueblos originarios y levanta la idea de la plurinacionalidad dentro de los estados. Las asambleas constituyentes fueron en varios países una forma de debate sobre los fundamentos de la sociedad, y alcanzaron textos constitucionales muy avanzados en materia de derechos. En otros procesos, como el uruguayo, una nueva agenda de derechos generó logros importantes en la legalización del aborto, el matrimonio igualitario y la regulación de la marihuana.

Necesitamos estudios más amplios sobre lo ocurrido en América Latina en este período. No pueden dejar de valorarse los avances sociales alcanzados, ni tampoco sus límites y contradicciones. Cabe preguntarse cuáles son los cambios estructurales que se produjeron y hasta dónde llegaron. No son pocos. En Uruguay destacan por ejemplo la reforma laboral, la reforma tributaria y la reforma de la salud. Al mismo tiempo, ninguna de ellas es algo concluido, y todas enfrentan los dilemas de cómo y con quiénes generar mayores pasos de profundización.

No se trata sólo de medir los resultados en cada campo de la acción gubernamental, sino también de considerar en qué medida se generaron nuevas relaciones de poder que sostengan los cambios y los impulsen hacia adelante. En los vínculos con los movimientos sociales está uno de los anudamientos principales de los progresismos. Recordemos que movilización no es sinónimo de izquierda. La derecha como ideología y las clases o fuerzas sociales dominantes retuvieron un poder muy significativo en las estructuras económicas, en los medios de comunicación, en las Fuerzas Armadas, en el Poder Judicial. En determinado momento y en algunos países se rearmaron políticamente y reasumieron el gobierno, por vía electoral o por “golpes de Estado” parlamentarios o judiciales.

En el plano de los valores se desarrolló una lucha por la hegemonía, con resultados diversos. Mientras que las percepciones sobre la pobreza en Uruguay mostraron un incremento de los enfoques conservadores, en otros campos, como el matrimonio igualitario, los valores homofóbicos retrocedieron. En temas como la violencia patriarcal crecen la movilización y el rechazo, pero también existe una gran campaña orquestada internacionalmente contra la “ideología de género”.

El debate cultural e ideológico es un tema trascendente. Hace un tiempo Hugo Burel, en la página editorial de El País, alertaba a los partidos tradicionales sobre la necesidad de derrotar a Antonio Gramsci para poder vencer a la izquierda. “Los que quieran encarar en serio la disputa tienen que enfrentar la hegemonía cultural y proponer algo distinto... Por si muchos todavía no se dieron cuenta, este es el verdadero escenario en el que se juega”.

Desde la izquierda, Juan Carlos Monedero afirmaba en Montevideo, en el Congreso Latinoamericano de Sociología, que “el neoliberalismo es una manera de estar en el mundo, donde todos nos sentimos empresarios de nosotros mismos, compitiendo en un mundo mercantilizado como en ningún otro momento de la historia. Todo es mercancía: el ocio, la enseñanza, el deporte, el hábitat, el sexo; todas nuestras acciones cotidianas. Tenemos que ser rentables en todo y hemos interiorizado que si nos va mal, es pura y exclusivamente por nuestra culpa”. También autocriticaba: “La izquierda falló al crear consumidores y no ciudadanos”.

Cuando las formas de hacer política quedaron absorbidas por la gestión del Estado se debilitó esa batalla ideológica, perdieron protagonismo los partidos y los movimientos sociales. Si el mensaje y las prácticas de los progresismos apuntan a que la política la hace el gobierno y la participación ciudadana se limita a elegirlo cada cinco años, una parte de esa contienda se perdió.

La democratización de la sociedad y del Estado es el nudo crítico más importante de los procesos progresistas. La transparencia, el control ciudadano en el Estado y la lucha contra la corrupción son aspectos relevantes, pero la democratización va más allá. Romper las estructuras de poder tradicionales, excluyentes y elitistas, para construir mecanismos más democráticos y participativos, es la única forma de dar sustentabilidad a los procesos de cambio. Estos sólo son posibles con actores sociales vigorosos en el campo popular, sin subordinación al Estado o el gobierno, sino participando en la construcción de políticas públicas hacia mayor igualdad. En esas luchas múltiples hay que reconocer a distintos actores sociales, institucionales y políticos, y procurar su fortalecimiento y su unidad. Las clases sociales y las fuerzas sociales relacionadas con el género, las generaciones, la diversidad sexual, las etnias, los temas ambientales y socioterritoriales, son protagonistas y no mera base de apoyo político o electoral. El empoderamiento requiere estructuras más democráticas y actores con disposición y condiciones para llenarlas de prácticas removedoras. La forja de “relatos”, es decir, una explicación sentipensante que les dé sentido para la gente, es parte ineludible de estos procesos. Cuando Ernesto Laclau hablaba de cadena de equivalencias se refería a esa articulación entre demandas distintas y acción política para desplegar la lucha por hegemonía.

Las dificultades para promover la política como acción colectiva sobre los problemas que sigue teniendo la población es el gran talón de Aquiles de los progresismos. No hay mejor manera de defenderlos que bregar por la profundización de los cambios y construir soportes sólidos desde la participación social y política.

Pablo Anzalone es licenciado en Ciencias de la Educación; fue director de la División Salud de la Intendencia de Montevideo entre 2005 y 2015.