Es posible visualizar dos núcleos de posicionamientos respecto de la erotización y exposición de nuestro cuerpo como medio de sobrevivencia. En primer lugar, un sentido que postula que cualquier actividad que implica nuestra sexualidad, mediada por la monetarización, es directamente proporcional a una operación de cosificación, y otra postura digna de la moral judeocristiana, que define el cuerpo como un espacio sagrado. Un templo casto a cuidar y a resguardar.

Por momentos, siento que existe por sobre nosotras un manto que nos infantiliza, nos paternaliza y nos vigila, como también lo hacen con otros grupos de conductas disidentes. Este manto nos posiciona como seres que no “pueden razonar” ni construir libremente su consentimiento, a pesar de ser conscientes de la influencia de los mandatos sociales. Esta posición hoy se encuentra rozando la retórica de la sacralización cristiana de nuestros cuerpos.

No obstante, hay posiciones dentro del feminismo teórico y militante que reivindican el poder de la erotización como medio de sobrevivencia, o de obtención de un rédito económico.

En este sentido, Catherine Hakim recupera los términos bourdieanos de campo y de capital. Sobre ellos introduce su propio concepto de “capital erótico”. Veamos. El capital erótico está compuesto por diversos elementos, entre los cuales es posible identificar: la belleza, la actitud, la vitalidad, el don del encanto y, por último, la sexualidad en sí misma. Siguiendo a Hakim, este capital es el único que no está monopolizado por una élite y que puede ser ejercido indistintamente por las diferentes identidades de género.

Entonces, ¿por qué esta serie de artilugios están a priori condenados a la hora de alcanzar determinados objetivos o simplemente para sobrevivir en este sistema? ¿Por qué una persona no puede jugar al juego de la seducción pública o íntimamente para su beneficio propio? Acaso quienes viven de sacarse fotos con escasa ropa, ¿siempre se están cosificando? ¿O están sobreviviendo en este mundo haciendo uso de su capital erótico? ¿Esa persona no está decidiendo sobre su cuerpo? Tengamos claro que cuando decimos que en mi cuerpo mando yo, también debemos aceptar necesariamente estas consideraciones. En caso contrario, estaríamos dando lugar a un campo de excepciones respecto de una regla que no termina de afirmarse.

Es cierto que la mayoría de las veces no elegimos libremente. Los verbos “decidir” o “elegir” muchas veces terminan siendo una falacia. Está claro, no todas decidimos dónde y cómo trabajar. Sabemos que no todas las cajeras de los supermercados eligen trabajar con una sonrisa dibujada en sus rostros durante ocho horas, mientras corren con la presión de que al final de su jornada, la caja debe dar en ganancia.

Sabemos que no todas las trabajadoras domésticas eligen pasar la mitad de su día limpiando casas ajenas y cuidando a los hijos que otras personas decidieron tener, y así, a su vez, ejercer el trabajo afectivo gratuito de escuchar y ser benevolente con los patrones. Entonces hay quienes, con absoluta conciencia y sin estar mediadas por otras variables como lo son la violencia, el abuso, la manipulación afectiva, deciden hacer uso de ese capital erótico para sobrevivir en este mundo, y dentro de ello, ejercer el trabajo sexual.

Es posible que muchas voces enuncien: “Si una trabajadora sexual pudiera no trabajar de ello, lo haría”. Bueno, estamos quizás de acuerdo. Creo que la mayoría de las personas elegirían no trabajar de lo que trabajan.

Virginie Despentes ha problematizado la resistencia de la aceptación del trabajo sexual y ha concluido que la mayoría de las personas cree que “no se debería pedir dinero por lo que debería ser gratuito”, ¿será acaso esto lo que nos impide poner sobre el tapete este tema?

Si quienes ejercen el trabajo sexual pueden elegir sus clientes, los escenarios donde ejercer su tarea y contar con un cuerpo de normas y garantías laborales, entonces, ¿por qué no hablar de trabajo sexual autónomo?

Dejando de lado algunas posturas inocentes sobre el tema, es claro que para que exista un verdadero trabajo sexual autónomo primero debemos cambiar nuestro paradigma de pensamiento y por sobre todo pensar una nueva ley de trabajo sexual. Si bien no podemos ignorar que la ley promulgada en 2002 fue un hito en nuestra sociedad, ya que por primera vez habla de trabajo e incluye algunos reclamos que la Asociación de Meretrices Profesionales del Uruguay (Amepu) y la Asociación Trans del Uruguay (Atru) han realizado a lo largo de los años 90, no podemos dejar de resaltar algunos puntos que merecen urgente consideración.

Por ejemplo, la lectura panorámica de la Ley 17.515 permite identificar con claridad un fuerte componente estigmatizante. Como mencionaba, es la primera vez que se habla de trabajo sexual, pero en los efectos se puede visualizar la existencia de algunos elementos que confrontan con este estatus de trabajadoras y trabajadores.

Sólo veamos dos o tres ejemplos que impactan. En primer lugar, la ley plantea un registro nacional de quienes ejercen el trabajo sexual; en este sentido, lo apropiado sería que el organismo competente para esta tarea sea el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, pero para nuestra sorpresa quienes se encargan de ello son el Ministerio del Interior y el Ministerio de Salud Pública. Evidentemente, esto nos hace pensar que, pese a existir cierta regularización de esta práctica, aún se criminaliza y funciona como vehículo de discriminación de quienes ejercen este trabajo. Asimismo, la expedición del carné de trabajadora sexual depende directamente de la Dirección Nacional de Policía Científica. Ninguna de nosotras, trabajadoras, debemos pasar por la institucionalidad del aparato coercitivo del Estado para poder desarrollar nuestro trabajo.

Ningún artículo de la ley refiere a la aplicabilidad del derecho laboral ni a la seguridad social. Si bien actualmente quienes ejercen el trabajo sexual pueden registrarse como monotributistas, también sabemos que las exigencias impositivas son lo suficientemente desestimulantes como para descartar esta posibilidad.

En otro sentido, aún no queda completamente claro el rol de la Comisión Nacional Honoraria de Protección al Trabajo Sexual, ni su funcionamiento, ni sus objetivos.

No olvidemos otros aspectos de imprescindible revisión, que no se puntualizarán aquí, y que por su complejidad merecen una ardua discusión. Por ejemplo, la inscripción en el Registro Nacional del Trabajo Sexual efectuada de oficio, la definición en las prácticas institucionales de los espacios designados como prostíbulos y whiskerías y la mirada masculina que suscribe la escritura de esta ley.

Estos son apenas algunos de los puntos a reflexionar, pero lo imprescindible es comenzar a visualizar el tema, escuchar las vivencias de quienes hablan en primera persona y, fundamentalmente, no olvidar su autonomía.

Hoy hay un grupo organizado de trabajadoras sexuales que demanda un nuevo punto en la agenda de derechos. Querer censurar a quienes ejercen el trabajo sexual y reivindican su derecho a trabajar en condiciones dignas es mirar la realidad con un solo ojo o, peor aun, hacer uso de las herramientas de la dominación que tanto queremos derribar.

Eugenia Fontes es estudiante avanzada de Trabajo Social de la Universidad de la República.