"Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?, preguntaba y respondía al mismo tiempo Roy Batty, el replicante interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), iniciando un monólogo de rara belleza que daría lugar a citas incontables en la literatura, el cine y la música. Roy había descubierto que era esclavo; que había sido creado para entretenimiento y alivio de los humanos y que, a pesar de su belleza, su fuerza y su inteligencia, estaba destinado a extinguirse sin dejar huella.

En la ficción, los organismos artificiales de aspecto humano sirven para tramitar la angustia existencial que atormenta a la humanidad, para confrontar lo que hay de frágil y de grandioso en cada individuo y para recordarnos que somos menos importantes que la historia que se seguirá tejiendo después de nosotros.

Pero antes de que autómatas y robots llegaran a auxiliar nuestra imaginación con su presencia, ya teníamos para eso a los animales. Los bichos protagonistas de aventuras son tan antiguos como la literatura (y aun como la mitología), y sus historias siempre se prestaron para ofrecer en forma didáctica retratos estereotipados del carácter de las personas. También han servido para exponer la ingratitud y el talante codicioso de la especie humana, y no son pocas las buenas bestias que, como el burro, el perro, el gato y el gallo de Bremen, se ven obligadas a emprender la huida cuando sienten que, ya improductivas, están a punto de ser sacrificadas.

Así, la literatura y los mitos están llenos de animales que supieron ganarse, a fuerza de astucia, valor, lealtad o fiereza, un lugar destacado junto a héroes y dioses, pero también de bestias que han sido, ellas mismas, protagonistas de aventuras y dramas. Razonablemente, la ficción moderna se fue decantando por animales domésticos, capaces de habitar los mismos espacios que las personas y de aportar una mirada distinta sobre sus prácticas y costumbres, y da la impresión de que cada día se publican más historias que tienen a gatos y perros como estrellas.

Sobre la tendencia actual a preferir la convivencia con mascotas cada vez más “humanizadas” hay numeroso material ensayístico, y es probable que la inclinación editorial por este nuevo nicho de mercado obedezca al sentido comercial de la oportunidad; sin embargo, hay que reconocer que desde que aceptamos que una liebre y una tortuga podían jugar una carrera y dejarnos una enseñanza ya estábamos perdidos: los animales nos servirían para decir cualquier cosa que nos costara decir de nuestros semejantes.

“Quería escribir una novela policíaca, negra, canónica, tipo Elmore Leonard o Dashiell Hammett o Raymond Chandler”, nos contaba Arturo Pérez-Reverte hace unos meses, a propósito de Los perros duros no bailan. Él quería una historia que fuera “muy dura, muy escueta, muy vibrante”, pero ya que de esas novelas hay muchas y sus protagonistas se han vuelto clichés, decidió darle una vuelta al asunto y hacerla “en el mundo de los perros”. Resolvió que el héroe de la novela sería “un antiguo luchador de peleas de perros al que algunos amigos le desaparecen, y él vuelve a las peleas a buscarlos. Y eso inicia un recorrido por el mundo de los perros en el que hay perros narcotraficantes, perros policía, perros neonazis, perros inmigrantes, hay una perra argentina...”.

La perra argentina se llama Margot y es la encargada de custodiar el Abrevadero, un canalillo por el que la destilería de anís vierte sus efluentes en el río y al que los perros se acercan para lengüetear el agua anisada, entonarse un poco y ponerse al día con las novedades del mundo canino. El protagonista de esta historia contada en primera persona es Negro, un perro mestizo, “cruce de mastín español y fila brasileña”, que se entera, una de esas noches en que lame el agua ligeramente alcohólica del canalillo, de que dos parroquianos del lugar llevan días desaparecidos. Uno es Teo, un sabueso rodesiano que fue su mejor amigo hasta que los distanció el interés en una hermosa setter irlandesa, y el otro es Boris, un lebrel ruso bien alimentado, orgulloso campeón de concursos de belleza canina. La novela, entonces, es el periplo de Negro en busca de sus compinches desaparecidos, y, por supuesto, el relato de su sacrificio para rescatarlos.

No es novedad que Pérez Reverte escribe historias arquetípicas, y en esta no se ahorra ningún recurso. Tenemos a un héroe ya curtido que debe volver a la batalla para rescatar a su amigo (la lealtad entre machos es un disparador clásico de los relatos de aventuras, y si no me creen le pueden preguntar a Homero), varios “ayudantes del héroe” que le van abriendo el camino, una serie de obstáculos a superar para alcanzar su destino y un enfrentamiento final en el que no faltan la anagnórisis ni la venganza. Pero además, haber situado la acción en un universo perruno le permite dar rienda suelta a una de sus grandes pasiones: la provocación machista y el rechazo de cualquier “gilipollez” políticamente correcta. Los perros son machistas, vamos, y al que no le guste, que se aguante.

“Es una historia que oscila entre el humor y la tragedia. Yo pensaba que iba a ser sólo para los amantes de los perros, pero para mi sorpresa, en España ha salido muy bien, así que estoy muy contento”, decía el autor a la diaria, y explicaba que lo del título es un homenaje: “Se llama Los perros duros no bailan, que es un guiño a la novela de Norman Mailer [Los tipos duros no bailan, 1997]”. Y guiños hay muchos en esta historia que tiene muy poco de novedoso y mucho de reconfortante cuento ya leído. Todos los rasgos de carácter de los protagonistas de Pérez-Reverte están presentes en estos bichos que, por lo menos, tienen la excusa de ser seres más próximos al instinto básico y a la naturaleza que a las mariconadas de la razón y la cultura. Pero sobre todo abundan la lealtad y el coraje –las dos cualidades más admiradas por el autor; las que valen la vida y la muerte–, que, hay que decirlo, bien pueden ir de la mano de la violencia y el cinismo. Cuando se trata de morir o matar no hay tiempo para andar con reflexiones y moralinas: “Un perro no es más que una lealtad en busca de una causa”, y que la causa sea justa es lo de menos.

Como decíamos, guiños hay muchos. Además del homenaje a Mailer en el título, hay numerosas referencias a la literatura, el cine y la canción popular: Jack London y Los Tigres del Norte; Blade Runner y Vicente Blasco Ibáñez; western, espadas y sandalias. Y claro, mucha sabiduría de la calle, mucha testosterona y mucho músculo.

“Estoy muy contento con ella”, nos dijo el autor sobre la novela, y es comprensible.

Los perros duros no bailan. De Arturo Pérez-Reverte. Barcelona, Penguin Random House, 2018. 160 páginas.