En las últimas tres décadas, la población de las cárceles ha aumentado en la mayoría de los países del mundo. Sin embargo, las cifras muestran que este incremento de las personas privadas de libertad no tiene correlación con la evolución de la criminalidad. Vivimos lo que el antropólogo, sociólogo y médico francés Didier Fassin define como un “momento punitivo”, que se traduce en un aumento del castigo. Y tiene varias aristas: socioeconómicas, culturales, políticas e incluso morales. Fassin habló sobre todas ellas con la diaria en su paso por Montevideo, donde presentó los temas centrales de su último libro, Castigar, una pasión contemporánea (2017).

Vino a Uruguay para brindar la conferencia “Crítica de la razón punitiva”. ¿Qué es la “razón punitiva”?

El punto de partida de mi reflexión es lo que se puede llamar “un momento punitivo”, es decir un momento de crecimiento del castigo y, en particular, de la población carcelaria. En Uruguay, el aumento del número de los presos desde el año 2000 ha sido de alrededor de 300%, y esto es un fenómeno que se encuentra en la casi totalidad de los países del mundo. Se trata de un momento punitivo porque el aumento de los presos no se corresponde con el aumento de la criminalidad y de la delincuencia. No hay correlación entre los dos fenómenos. Lo que pasa no es que hay más crímenes, sino que, por un lado, hay más intolerancia por parte de la sociedad y más sensibilidad a los desórdenes y a las desviaciones. Por otro lado, hay una manipulación de los políticos de esa inquietud de la población alrededor del crimen –con propuestas de más castigos, más sentencias de prisión y la construcción de más cárceles–, que es lo que se llama “populismo penal”. La combinación de la intolerancia y el populismo penal hace que pueda haber una desconexión entre el aumento de los presos y la realidad de la criminalidad. Eso caracteriza al momento punitivo y es el punto de partida de mi reflexión. En realidad mi trabajo no es explicar eso en detalle, sino tomarlo como un pretexto para reflexionar de manera más general sobre el castigo, tratando de plantear tres preguntas que pueden caracterizar la razón punitiva: ¿qué es el castigo?, ¿por qué se castiga? y ¿quién es castigado? Esos son los tres elementos que he tratado de pensar a partir de una investigación de 15 meses que realicé con la Policía, patrullando con ellos en las periferias de París, y de un trabajo de cuatro años en una cárcel francesa para entender lo que pasaba y lo que era la vida allí adentro. Entre los dos, hubo un trabajo un poco más limitado sobre la Justicia. Entonces Policía, Justicia y cárcel son los tres aspectos sobre los cuales he trabajado empíricamente. Por otro lado, me he basado en los trabajos históricos y etnológicos que han hecho otros profesionales. Todo esto me permite responder esas tres preguntas.

¿Cómo responde esas tres preguntas?

Mi respuesta es una conversación crítica con la filosofía y el derecho, que tienen definiciones y justificaciones del castigo que son de tipo normativo. Es decir, dicen “lo que debería ser” el castigo. Yo lo que trato de hacer es entender lo que es el castigo, no lo que debería ser. Es un trabajo descriptivo. Por ejemplo, intento entender cómo se comporta la Policía, qué es lo que pasa en una cárcel, cómo los jueces deciden sobre casos en juicios, y no cómo deberían actuar los policías, funcionar una cárcel o tomar las decisiones los jueces. Esa discrepancia y esa diferencia que hay entre lo normativo y lo descriptivo es muy importante para comprender lo que es el castigo y por qué se castiga. Por ejemplo, de manera normativa, se piensa que el castigo debe ser infligido por una autoridad legal apropiada contra un responsable de una infracción a la ley. Lo que demostró la realidad es que la Policía castiga, a pesar de que no es su deber castigar sino arrestar para que luego ese individuo sea juzgado. Entonces, esta autoridad que no es la apropiada muchas veces castiga a personas que son inocentes pero que pertenecen a grupos que están caracterizados como potenciales delincuentes, como los inmigrantes o los pobres. En muchos casos –lo he visto– se atrapa a alguien y no se sabe si es el culpable o simplemente el que corrió menos rápido.

¿Qué relación hay entre el castigo penal y las clases sociales?

Es la cuestión de la distribución social del castigo. Para filósofos y juristas, cada persona tiene la misma posición frente al castigo, es decir que los que castigan no deberían hacer diferencias entre grupos. Ahora, la cuestión de quién es castigado tiene mucho que ver con qué se castiga. En el simple hecho de elegir lo que se va a castigar de manera más severa, se elige a quién se va a castigar. Por ejemplo, si se castiga de forma más severa el hurto de un teléfono que la evasión fiscal, que es de millones de dólares, se ve que no es la gravedad de la infracción lo que se castiga sino el tipo de infracción y el tipo de persona que hace esa infracción. El robo es típicamente una actividad de los pobres, pero la evasión fiscal no. Entonces, la elección de qué se va a castigar de manera más severa es, al final, una elección de a quién se va a castigar. Eso, últimamente, define poblaciones que son castigables y poblaciones que se deben proteger del castigo. Allí hay una división social por el nivel socioeconómico, pero también por la pertenencia a minorías, dependiendo de los países. En Francia, por ejemplo, en la cárcel donde trabajé, dos tercios de los presos eran árabes y negros, y por supuesto que no representan dos tercios de la población criminal. Uno de los presos me decía que el ex presidente francés Nicolas Sarkozy o el ex ministro de Presupuesto Jerôme Cahuzac han cometido crímenes financieros y no están en la cárcel. Y este tipo había sido condenado a tres años de prisión por tener tres kilos de cannabis para vender. Entonces la pregunta no es si está bien o mal castigar a determinada persona, sino por qué se castiga a unos y no a otros.

¿Identifica este momento punitivo en regiones particulares o es algo que percibe de manera general en el mundo?

Hay diferencias en el mundo. Hay países que son extremadamente punitivos. Estados Unidos es el peor en este sentido, pero China y Rusia también, e incluso tienen muchos castigos por razones políticas. En América Latina, países como Brasil o México tienen una severidad y una brutalidad importantes. Porque no es solamente la cuestión de la severidad de la pena, es también la brutalidad de la prisión, y son dos cosas diferentes. Está el sistema penal que castiga y el sistema penitenciario, que es la forma en que se da ese castigo. Hay países que son excepciones en esta evolución, como son los países escandinavos. Hay también países que han conocido un crecimiento y que en los últimos diez años han empezado a revertir la evolución y a disminuir su población carcelaria. En Europa, los tres países que han tenido esta evolución son Alemania, Austria y Holanda, todos con gobiernos de derecha. Es interesante porque la política de considerar que la sociedad tiene una responsabilidad hacia los crímenes y que la cárcel no puede ser la única solución es típica de la izquierda.

¿Cuál es el modelo que aplican estos tres países?

Es un modelo que se basa en varios argumentos. Uno es un argumento moral, según el cual no se puede encerrar a más personas porque eso conduce a una deshumanización y a una división social más importante. Otro es económico: cuesta mucho. Este argumento lo sostienen varios republicanos estadounidenses. La prisión es el primer presupuesto en muchos estados, cuesta más que la educación y que la Justicia. Y, por último, creo que hay un argumento que es más de racionalidad social y que es el que yo trato de poner adelante: encerrar a más gente en la cárcel genera una sociedad con más desigualdad e inseguridad. Esto se entiende fácilmente porque, en la mayoría de los casos, la población de la prisión aumenta porque se encierra a más gente. Y esta gente entra por pequeñas infracciones, algo que corresponde a la intolerancia que decía antes. Entonces, se puede entender que la población carcelaria podría disminuir si, por ejemplo, un día se decide que todas las sentencias de menos de seis meses, que corresponden a pequeñas infracciones, van a tener una pena alternativa, como trabajo comunitario. Esto haría que saliera 20% o 25% de las personas presas. También se evitaría la desocialización del individuo y la desestructuración de su familia.

Pareciera que las personas privadas de libertad, además de cumplir con el castigo penal, muchas veces tienen que enfrentar otros castigos, como vivir en las pésimas condiciones que tienen algunas cárceles, soportar abusos por parte de los funcionarios penitenciarios o no tener garantizados algunos de los derechos básicos. ¿Puede alguien rehabilitarse en este contexto?

Es muy difícil y es lo que muchos presos me dijeron durante el trabajo que hice: “¿Cómo quieren que mejoremos en un ambiente en el que hay violencia e insultos y no podemos expresarnos?”. Lo que la gente debe comprender es que la prisión no es sólo la privación de libertad, es una privación de muchas otras cosas que no tienen nada que ver con la pena. La pena es una privación de libertad, pero además es la privación de la intimidad, por ejemplo. Es también una privación de las decisiones más cotidianas, como tomar una ducha cuando hace mucho calor. Finalmente, hay una privación del sentido mismo de la prisión. Porque si la prisión es una privación de libertad para una reinserción, eso significa que habría posibilidad de trabajar y de tener educación en la cárcel para poder prepararte para la salida. Pero cuando todo eso es casi imposible, no hay reinserción y el sentido mismo de estar en una cárcel se pierde. Es solamente un castigo, es hacer sufrir pero sin apertura a un futuro del individuo, y también de la sociedad.

Lo que usted describe en su obra como “la pasión contemporánea por el castigo”, ¿abarca también otras cuestiones fuera de las cárceles, como la represión de las fuerzas de seguridad en las calles o los malos tratos y las torturas que tienen lugar en otras instituciones, como los centros de salud mental o los geriátricos?

El castigo tiene un espectro mucho más amplio que simplemente el castigo del juez que te manda a la cárcel o de otras autoridades públicas como la Policía. Se puede pensar también en el castigo en la escuela o en las empresas. Pero algo que he notado y que me parece interesante es que si se consideraran las últimas tres o cuatro décadas, ha habido por un lado –como he descrito antes– un aumento considerable del castigo y de la población carcelaria, pero por otro lado la familia dejó de ser una institución típicamente de castigo. Antes los padres castigaban más a sus hijos cuando hacían algo que no debían, por ejemplo. Ahora el padre y la madre no tienen derecho a castigar a sus hijos. O lo hacen, pero si lo hacen de manera violenta el juez puede intervenir. Entonces, estamos frente a un mayor control sobre el castigo dentro de la institución familiar, es decir en el mundo privado, pero hay un incremento del castigo en el ámbito público. Eso es como si el Estado, para parafrasear la expresión de Max Weber, tuviera el monopolio de la violencia legítima. Se podría decir que el Estado tiene el monopolio del castigo legítimo: no deja a la familia castigar, pero como Estado se da todo el poder para hacerlo. Esto, además de preocupante, me parece una de las evoluciones más importantes de las últimas décadas en el ámbito del castigo.