Con Zama (2017), una obra surrealista y criolla, cargada de pliegues y perspectiva histórica, Lucrecia Martel consolidó una potencia metafísica, incendiaria y conmovedora que inauguró con La ciénaga (su debut de 2001, con Graciela Borges y Mercedes Morán), y que luego siguió con La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008). Su esperada versión de Zama, la novela homónima que su compatriota mendocino Antonio Di Benedetto publicó en 1956, y su viaje narrativo y visual también contó con un libro, poco difundido por este lado del río. El mono en el remolino (Penguin Random House) recoge una serie de notas sobre el rodaje a cargo de la escritora entrerriana Selva Almada. Hace unos años, cuando Almada vino a Montevideo para participar en el FILBA (Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires), adelantó a la diaria que se trataba de textos muy breves y en tercera persona, que surgieron a partir de la invitación de los productores de Zama. “Ellos me invitaron a ir al rodaje para que después escribiera lo que quisiera. No es un diario de rodaje, porque no estuve en todo el proceso, y me ha costado bastante”. No le interesaba hacer un libro de entrevistas ni contar cómo vivió el rodaje, y “así surgió esta idea de textos breves, como si fuesen postales de algunas cosas que me llamaron la atención del rodaje y de los lugares donde se filmó la película”.

El conjunto de estos relatos trazan el ritmo de ese mundo en fuga: entre el mormazo, los pastizales y el sudor, Almada nos sumerge en un recorrido formoseño impensado. Por un lado, los tobas –o qom–, que son mayoría, y prefieren no reunirse con los actores profesionales (“[...]son chúcaros. Comen con la vista clavada en el plato y apenas si hablan entre ellos, de vez en cuando”), tal vez motivados por su mala experiencia con “el blanco”, que les enseñó a “dividir a la gente”, y, por el otro, un barrial imprevisible y chirle. En ese poético y primitivo paisaje en movimiento, “Lucrecia Martel viste ropas claras. Una camisa blanca de mangas largas con los puños enrollados hasta el codo, que deja ver las manos huesudas, las muñecas finas, los brazos pecosos. Un pantalón cargo todo embarrado y botas de caucho, de caña alta. Un sombrero de paja le echa un poco de sombra en la cara, sobre los anteojos, sobre el pelo suelto, ondulado, rubión y largo. Nunca levanta la voz, pero cuando habla todos la escuchan. De a ratos prende un cigarro y fuma, soltando un humo espeso que tarda en terminar de salir de la boca y perderse en el aire. Los qom la respetan. El equipo técnico y los actores la aman. Ella se mueve en ese arco de amor y respeto con delicadez y cuidado. Parece una exploradora del siglo XIX. O un ave rara del siglo XXI”.

El viernes, Almada volverá a Montevideo invitada por Todos somos raros, el ciclo de intercambio entre artistas del Río de la Plata organizado por La máquina de pensar en el Centro Cultural de España, y presentado por Pablo Silva Olazábal. Titulado “La piel de Zama”, este encuentro –que comenzará a las 19.30, con música de Dany López– reunirá a Almada con la escritora uruguaya Mercedes Estramil para conversar sobre este diario de filmación.

Su recorrido

De la mano de El viento que arrasa y personajes a los que les gustan los chamamés tristones que “hablan de aparecidos y amores trágicos”, esos que no dan ganas de bailar, “sino de quedarse quieto, mirando hacia la ruta”, Almada sacudió el panorama literario con un escenario copado por personajes pueblerinos o camperos, que sobreviven como pueden a sus pasos cansinos, a las calles polvorientas y al sol calcinante de la siesta. Con Ladrilleros (2013), una novela en la que sus protagonistas agonizan desde el comienzo tras herirse en una pelea a cuchillo, la autora construyó un mundo obrero a partir de un lenguaje austero y preciso, que apela a la violencia como disparador central del conflicto. Y, al año siguiente, publicó su primer libro de no ficción, Chicas muertas, en el que alterna recuerdos personales de su infancia y una investigación sobre tres femicidios ocurridos durante los años 80 en el interior argentino. Así, a lo largo de su obra, Almada recupera intimidades perdidas y despliega profundas historias signadas por un viento que arrasa: “Trae el viento el clamor de las cañadas, el campo, el desierto. / Trae el viento el grito de las mujeres y los hombres hartos de las / sobras de los patrones. / Viene el viento con la fuerza de los nuevos tiempos”.