En 1939, cuando Amos Oz nació y fue llamado Amos Klausner, la ciudad de Jerusalén era apenas un montón de barrios sueltos entre los que se desplegaban los terrenos baldíos. “Había barrios árabes, barrios judíos, barrios armenios, barrios alemanes, una colonia americana y una colonia griega: era una de las pequeñas ciudades más cosmopolitas del mundo”, dice el protagonista de Una historia de amor y oscuridad, la autobiografía novelada que Oz publicó en 2002. Y había, claro está, funcionarios de la reina de Inglaterra. Eran los días del Mandato Británico de Palestina, una ocupación territorial que regía de hecho desde 1917 y que adquirió un estatuto “legal” cuando la Sociedad de Naciones se lo otorgó, en 1922, con la finalidad de cuidar los intereses de Occidente y mantener a raya a los turcos.

Oz fue el hijo único del matrimonio compuesto por Yehuda Arie Klausner, nacido en Lituania, y Fania Mussman, nativa de Rivne, una ciudad que pertenecía entonces a Polonia pero que luego quedó dentro de los límites territoriales de Ucrania. “En las noches de invierno charlábamos los tres alrededor de la mesa de la cocina después de cenar. Hablábamos en voz baja, porque la cocina era estrecha y baja como una celda, y sin interrumpir nunca al otro (mi padre lo consideraba una condición necesaria para cualquier conversación)”. El pequeño Amos cargó el enorme peso de ser el único retoño de esa familia hipereducada y agobiante; el único camino hacia la salvación, la única promesa de que habría un futuro y de que sería civilizado. “Los dos llegaron a Jerusalén directamente desde los paisajes del siglo XIX: mi padre creció con una dieta concentrada de romanticismo nacionalista –teatral, un romanticismo sanguíneo y batallador: la primavera de los pueblos, el Sturm und Drang, sobre cuyas colinas de mazapán se derramó, como un chorro de champán, algo de la locura viril de Nietzsche–, mientras que mi madre vivió siguiendo un canon romántico diferente, un menú introvertido, melancólico, infecundo, menor, sazonado con el dolor de solitarios con el corazón roto y sentimientos desgarrados, llenos de opacos aromas otoñales de decadencia y de ‘el ocaso del siglo’”. La casa de los Klausner estaba repleta de libros en varios idiomas. Además de las lenguas eslavas con las que habían crecido, Yehuda y Fania leían perfectamente el inglés, el francés y el alemán y hablaban, por supuesto, el yidis. Pero al niño sólo se le permitía el hebreo. Sus padres habían sido expulsados de Europa, como cientos de miles de judíos, y debían asegurar el futuro en Palestina. No podían permitirse el romance con otras lenguas: el hebreo, una nueva lengua para un nuevo país, tendría que proporcionar las raíces, el tronco y las ramas que darían sombra a los nuevos ciudadanos. Cuando el niño tenía 12 años, Fania, que era depresiva, se suicidó. En los relatos de Amos la madre es una mujer delicada y culta, casi siempre ensimismada, demasiado frágil y etérea para las exigencias de esa vida nueva en un territorio áspero y desangelado en el que ni siquiera tenían sentido palabras como arroyo, cabaña o nieve.

Es sabido que un país no existe mientras no tiene literatura. Un estado nacional necesita, según Benedict Anderson, un mapa, un censo y un museo. Esos son los registros materiales sobre los que puede luego desplegarse la avanzada burocrática de gobernantes y funcionarios. Pero para que un pueblo entienda lo que es su país, para que se sienta parte del relato colectivo que le da alma y carácter, tiene que haber una literatura escrita en el lenguaje común, ese que los escolares aprenden en la escuela aunque en casa nadie lo hable. Amos Oz le dio a Israel la literatura que necesitaba para resolver, en el corto tiempo desde su creación en el siglo XX, una identidad nacional más allá de las particularidades de sus habitantes y de las distintas formas en que convivían con la religión judía.

A los 14 años, Amos ingresó al kibutz Hulda y cambió el apellido Klausner por Oz, que significa coraje. La novela Un descanso verdadero (1982) repasa la vida en los kibutz durante los años 60, con sus asambleas y debates, su estricto reparto de tareas y su ritmo marcado por las siembras y las cosechas. “El kibutz fue un gran intento de cambiar la naturaleza humana, pero es imposible porque no puede cambiarse”, diría años después. “Era naíf pensar que si todos visten y trabajan lo mismo, saldrán personas mejores sin egoísmo, celos, etcétera. Era un sueño”. La novela muestra ese sueño como un esfuerzo genuino hacia la construcción de un hombre nuevo, más fuerte y más apto para la supervivencia, y con la resolución necesaria para cumplir con la tarea de hacer florecer el desierto. El clima general, sin embargo, no deja de tener algo de experimento futurista en un ambiente de claustrofobia.

En 1995 salió Una pantera en el sótano, la novela en la que Oz vuelve al paisaje de la infancia para contar la historia de la amistad entre un niño judío y un sargento de Policía a las órdenes de su majestad durante el mandato británico. El conflicto se produce cuando el niño, que mantiene reuniones secretas con el funcionario con la esperanza de sonsacarle información (y, al mismo tiempo, se va encariñando con él), es sometido a un consejo de guerra por sus camaradas de la Libertad o Muerte, una célula rebelde integrada por tres escolares que resisten, heroica aunque discretamente, la ocupación. La traición es siempre un asunto interesante para la literatura, pero para Amos Oz también era un asunto de interés filosófico y político. Él mismo fue llamado traidor por los suyos cuando se opuso a la instalación de colonias israelíes en territorio palestino, pero tenía la idea de que la ocupación corrompe tanto al ocupante como al ocupado, y pensaba que una ocupación larga sólo podría traer más corrupción, más vergüenza y más tragedia. En la traición hay, muchas veces, un gran acto de amor. Judas traicionó a Jesús para liberar a su pueblo, y luego traicionó a Dios al quitarse la vida, agobiado por la culpa. En el viejo testamento Jael ofrece a Sísara una manta y leche fresca, y luego le clava una estaca en la cabeza y lo entrega a Barac, facilitando así la derrota de Canaán y la libertad de los judíos.

Amos Oz, que contribuyó desde todos los frentes a la construcción de su patria, no vaciló nunca a la hora de levantar la voz contra las políticas que atentaban tanto contra la paz como contra la dignidad de todos los habitantes de Palestina.

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