Querida amiga, querido amigo que estás masticando la bronca:

Ya lo sabés. La historia es conocida. A uno le gustaba aquella chica. Tanto, que no se animaba a decírselo. Sólo la miraba y pensaba en todo lo bueno que quería para ella, cómo la cuidaría, mimaría, abrazaría. Ella intuyó algo de su interés, pero la cosa no pasó de ahí. Entonces, apareció el carilindo. Bien empilchado, buen aroma. Uno hubiera querido advertirle que ese sorete lo único que quería era aprovecharse de ella, pasar un buen rato y después largarla. Él no sabía de ninguno de esos sentimientos tan auténticos que uno tenía hacia ella. Pero es tarde. Ella cae en su brazos. Y a llorar al cuartito.

Claro. Después, con el tiempo, se aprende que fue ella quien eligió y que uno perdió sin jugar las cartas que tenía en la mano.

Algo de esto se me ocurre que puede servir para entender lo que pasó el domingo. Por un lado ahí estamos nosotros, con nuestro amor puro y cristalino por el pueblo, queriendo lo mejor para él, aunque no siempre se lo digamos o demostremos. Queremos lo mejor para él, aunque a muchos nos cuesta estar con él. Nuestro amor es cada vez más profundo y también cada vez más distante. Queremos todo para el pueblo, pero rehuimos su intimidad.

No debería extrañarnos entonces que aparezcan los carilindos. Son encaradores y van directo al grano. Y ese pueblo, que sabe que en nuestros despachos, oficinas y comisiones estamos soñando con él y su mejora, no puede menos que rendirse a la cercanía. Seductora cercanía. Cercanía seductora del templo evangélico que te propone salvarte ya mismo; del liceo “público de gestión privada” que desde tu mismo barrio te dice que, para algunos, puede haber salvación a través de la educación; del candidato de billetera generosa; del que te promete que vas a poder estar tranquilo y seguro en tu casa, sin ideologías.

Para conquistar o recuperar el amor, no queda otra que ir al encuentro. No nos olvidemos de que así fue cómo empezamos, enamorando.

Al igual que aquel muchacho que fuimos, nos quedamos quejando de nuestra mala suerte. Y, sobre todo, nos quedamos pensando en lo inconscientes y desagradecidos que son aquellos que optan por el más seductor. Sin bajar del despacho, analizamos la situación y no damos crédito a cómo la gente puede estar tan equivocada. ¿Cómo es que no pueden valorar todo lo que hemos hecho por ellos? ¿Cómo es que pueden exponerse a perder todo lo que les hemos dado? Mientras tanto, el pueblo, como aquella muchacha, quizás esté pasando algunos buenos momentos lejos de nosotros. Nadie sabe cuánto podrá durar eso, pero así es el amor, impredecible.

PD: Por supuesto que nada está perdido. Seguro que si aquel pibe que fuimos hubiera sido capaz de declarar su amor, la historia podría haber sido distinta. Para conquistar o recuperar el amor, no queda otra que ir al encuentro. No nos olvidemos de que así fue cómo empezamos, enamorando.

Un abrazo.

Pablo Martinis es educador y docente en la Universidad de la República.