Fruto del azar, me tocó nacer y criarme en un hogar rodeado de profesores de Historia. En casa, cada tanto, en alguna discusión coyuntural alguien citaba algún punto de vista que enriquecía la discusión, tratando de introducir una mirada de largo plazo en la que se enmarcaran los eventos, un punto de vista de “líneas de larga duración”, como las llamaba el historiador francés Fernand Braudel. Creo que en el caso de los resultados electorales actuales y en la formalización de una coalición conservadora, sin duda esta mirada ayuda a comprender los datos y lo que se viene de cara al futuro.

Cuando finalizaba la guerra de las Coreas y el país dejaba atrás una larga bonanza y se iba introduciendo en un largo período de estancamiento económico que duraría cerca de dos décadas, los partidos tradicionales, enredados en su falta de respuesta, comenzaron a perder sus primeras figuras progresistas, que se sumaron a esa alianza sui generis llamada Frente Amplio (FA). Una alianza que logró nada más y nada menos que “unir a Moscú y el Vaticano” en la construcción de una plataforma que articulara las diferentes visiones de izquierda.

Tras la noche autoritaria, la primavera democrática fue decantando con el paso de los años en una configuración más clara del eje izquierda/derecha, en el que, de un lado, se fueron aglutinando los partidos tradicionales con sectores progresistas cada vez más minoritarios y, del otro, un FA cada vez más amplio en términos del espectro progresista. Esta realidad se terminó de consolidar con el colapso del país en 2002, que no fue otra cosa que el fracaso de la coalición de blancos y colorados. Además, este eje se profundizó con las nuevas reglas electorales promovidas por los partidos tradicionales en 1996, que introdujeron el balotaje y pusieron un listón de los más altos del mundo a un solo partido para ganar en primera vuelta. Esto terminó de cristalizar la polarización entre dos grandes campos de izquierda y derecha, con sectores progresistas casi inexistentes en el Partido Colorado y cada vez más minoritarios en el Partido Nacional (PN).

Lo que está en juego es un enorme retroceso: una coalición sin visiones progresistas relevantes y que incorpora visiones antiliberales de origen militar y valores retrógrados traídos por algunos sectores evangelistas.

El año 2019 nos confirma esta tendencia de largo plazo, primero con la casi desaparición del wilsonismo dentro del PN tras el aislamiento político de su líder respecto de los jefes más populares del interior, y un líder como Jorge Larrañaga, enfrascado en un discurso represivo alejado de las preocupaciones y visiones del campo progresista. Por otra parte, Pedro Bordaberry también dio paso al ascenso de un conocido neoliberal, vinculado al pensamiento económico de derecha nacional e internacional durante décadas.

Y llegamos a octubre, cuando el resultado electoral profundiza las tendencias de larga duración de derechización de los partidos tradicionales ya marcadas en las elecciones internas de junio, descritas en una nota publicada en este medio.1 Lo que se define en la elección de noviembre de 2019 no es que gane una coalición opositora que vuelva atrás, sino que lo que está en juego es un enorme retroceso: una coalición sin visiones progresistas relevantes y que incorpora visiones antiliberales de origen militar y valores retrógrados traídos por algunos sectores evangelistas. En los últimos balotajes esto siempre ha sido comprendido por votantes de tendencias wilsonistas ligados a liderazgos locales del interior del país y de sectores batllistas todavía fieles al lema partidario, que, una vez disueltos esos vínculos, han traspasado su voto de octubre a noviembre hacia las fórmulas del FA frente a la actitud de las cúpulas de sus partidos. Este noviembre no será la excepción.

Santiago Soto es subdirector de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.