Un paseo en elefante en Tailandia o un templo dedicado a los tigres en India: estas son algunas de las actividades que incluyen las empresas de turismo para atraer clientes. Ante la posibilidad de una experiencia original y salvaje, muchos pican el anzuelo y se dejan seducir por la idea de conseguir una fotografía o un video único. En cambio, lo que se esconde detrás de estos momentos especiales es un sistema de explotación sistemática de los animales en el que la fauna es torturada para diversión del ser humano.

Era febrero de 2017 en Santa Teresita, un balneario situado unos 300 kilómetros al sur de Buenos Aires, Argentina. Al terminar la jornada del día 5, decenas de bañistas partieron de la playa con una selfie al lado de un delfín. Todo un acontecimiento para la localidad argentina y un bonito recuerdo que compartir con los conocidos más cercanos, así como en las redes sociales.

Sin embargo, uno de los bañistas captó la realidad que se escondía detrás de este hecho. Un hombre sacó del mar por la fuerza no uno, sino dos delfines, y los acercó a la muchedumbre, que empezó a congregarse en torno a los recién llegados. Los teléfonos móviles y las cámaras no tardaron en aparecer. El momento quedó inmortalizado en decenas de selfies que se encontraron de nuevo más tarde en las redes sociales. Como prueba de ello queda el video, filmado por un observador anónimo, que recorrió los medios de comunicación.

La fundación argentina para la protección de los animales Vida Silvestre no tardó en denunciar lo ocurrido. Los animales, estresados y fuera de su hábitat natural, sufrieron las consecuencias del acto. Uno consiguió sobrevivir, maltrecho; el otro no tuvo tanta suerte y terminó muerto por deshidratación en la orilla. Más tarde se supo que los delfines eran de la subespecie conocida como franciscana, que habita en las costas de Brasil, Argentina y Uruguay, y está en peligro de extinción. Amenazados por la sobrepesca y la basura marina, los delfines franciscana deben ahora también temer los objetivos de las cámaras y el turismo.

Este suceso no es una excepción, sino una muestra de la tortura que sufren a diario miles de animales a lo largo y a lo ancho del planeta. Aquello que un día es una anécdota curiosa o una aventura extraordinaria para un turista puede significar una vida de esclavitud para numerosas especies consideradas exóticas. Alrededor de 550.000 animales salvajes son mantenidos en cautiverio con fines lucrativos para el sector turístico, para el cual el contacto con la fauna reporta más de 1.300 millones de dólares, es decir, entre 20% y 40% de la facturación anual del turismo a nivel global. La oportunidad de vivir una experiencia única ejerce de imán para viajeros con el objetivo de causar sensación entre su círculo de seguidores en Instagram o sus amigos de Facebook. El delfín muerto en Santa Teresita es la muestra de cómo los turistas no son conscientes del impacto que sus acciones pueden generar a las especies endémicas de los lugares que visitan.

El turismo salvaje, en un principio, permite a los viajeros observar e interactuar con la fauna autóctona de una zona del mundo, sobre todo en países emergentes en América del Sur, Asia y África. Este concepto de negocio turístico, pese a autoproclamarse ecológico, conlleva en muchos casos atrapar a los animales en su hábitat natural para luego utilizarlos como producto de entretenimiento. Entre las técnicas existentes para amaestrarlos se incluyen la administración de sedantes y el confinamiento en jaulas. En otras ocasiones se recurre, incluso, a procesos más extremos como la desungulación –extracción de las garras del animal–, con el fin de volverlo lo más inofensivo posible.

La gran diferencia que separa este tipo de turismo de los tradicionales safaris africanos, en los que también es posible avistar fauna autóctona, es la forma de interactuar con las especies. Un safari es un parque o un recinto en el que se recorre un circuito ya preparado por una empresa especializada. Los animales –que también pueden no ser autóctonos– han sido elegidos para mostrar una variedad atractiva para el consumidor, cuyo objetivo suele ser el de fotografiarlos. En algunos de estos lugares es posible incluso cazar ciertos ejemplares como trofeo para el visitante a cambio de una importante suma de dinero. Los safaris, popularizados gracias a la película África mía (Sydney Pollack, 1985), se han llegado a establecer como una subcultura con el estilo de vestimenta de camuflaje o la decoración de interiores.

Dispuestos a huir de este tipo de vacaciones mainstream para descubrir la naturaleza en su estado más salvaje, los viajeros que se decantan por un producto a priori más auténtico terminan por favorecer una actividad local ilegal a causa de su desinformación. Como resultado, los animales terminan por convertirse en una exhibición, a pesar de no vivir estrictamente en cautividad, y el contacto humano irresponsable modifica su ecosistema natural.

Los santuarios de la esclavitud en el sur de Asia

El mahout (vocablo hindi que designa al entrenador de elefantes) conoce a su compañero animal desde una temprana edad y desarrolla una relación íntima con él durante sus años de crecimiento. Sin embargo, una de sus herramientas de enseñanza es la violencia. Para eso fue diseñado el ankus, un instrumento compuesto por un palo de madera y unos ganchos metálicos que sirve para atizar un golpe a las orejas del paquidermo cuando comete un error en el entrenamiento. Los elefantes son adiestrados para que aprendan a realizar diferentes espectáculos para turistas.

Esta práctica se puede encontrar en India, Laos, Vietnam, Malasia, Myanmar y Tailandia, donde el entretenimiento con elefantes es una de las actividades más populares entre los turistas. Sólo en Tailandia se ha censado unos 3.800 elefantes salvajes –de un total de 5.000– que son forzados a formar parte del negocio turístico del país. Una de las razones es el declive de la industria maderera en la región, puesto que esos animales eran utilizados para transportar pesados troncos. Tras la prohibición de la tala de árboles en el país a finales de la década de 1980, estos quedaron desempleados y sus propietarios tuvieron que ingeniárselas para sacar provecho de ellos. El fuerte aumento del turismo en el sur de Asia fue visto como una oportunidad económica para los lugareños.

Las formas más comunes de exponer a los paquidermos a los ojos de los turistas son los santuarios, lugares de apariencia altruista en los que los turistas pueden observar e interactuar con ejemplares huérfanos o rescatados. Un santuario real, en cambio, no permitiría que un humano tocase al animal ni modificase sus hábitos de vida para alimentarlo o bañarlo, ni mucho menos ofrecería paseos sobre su lomo. El elefante asiático, más pequeño que su homólogo africano, es, de hecho, un animal en peligro de extinción y muy susceptible a condiciones de estrés psicológico y físico. Muchos elefantes ni siquiera necesitan ser rescatados, sino que son arrebatados a sus familias al poco tiempo de nacer y crecen ya en condiciones de semicautividad.

La escena se repite con otro tanto de especies: falsos templos dedicados a tigres encadenados obligados a posar para las selfies, granjas de reptiles o de extracción de bilis de oso camufladas como centros de rescate, monos actores, y un largo etcétera. Y, como una fórmula mágica, el maltrato animal se une a la pobreza en los países del sur de Asia, donde vive el mayor número de millonarios del mundo, pero también dos terceras partes de la mano de obra del planeta. Los lugareños se aferran entonces a todo lo que puedan utilizar para ganarse el pan. En las calles de India, Vietnam y Tailandia es incluso normal ver a elefantes u otros animales pidiendo limosna junto a sus amos, esperando a que un turista muerda el anzuelo.

Alrededor de 550.000 animales salvajes son mantenidos en cautiverio con fines lucrativos para el sector turístico, para el cual el contacto con la fauna reporta más de 1.300 millones de dólares, es decir, entre 20% y 40% de la facturación anual del turismo a nivel global.

Los efectos a corto y largo plazo del trabajo de los animales en la industria turística resultan brutales desde el punto de vista físico y psicológico. Pueden desembocar en aumento de la agresividad, cambios en el comportamiento, contagio de enfermedades, problemas crónicos de salud, riesgo de extinción... La lista sigue, pero las previsiones de futuro para el negocio parecen estar cambiando.

La compañía TUI, gigante del turismo familiar, anunció en 2010 que ya no ofrecería actividades con elefantes en sus paquetes vacacionales. Unos años más tarde, en 2016, TripAdvisor dejó de anunciar refugios o santuarios de paquidermos. Las organizaciones como World Animal Protection llaman a una mejor información y educación de los turistas para evitar que contribuyan a prácticas deshonestas que conlleven maltrato animal.

La selva amazónica, biodiversidad en peligro

De un suave color rosa pastel, el delfín rosado del Amazonas es objeto de numerosas leyendas amerindias. De él se dice que era un joven guerrero indígena al que un dios castigó transformándolo en delfín, pues se sentía celoso de sus características masculinas. Con la llegada de la luna llena este se transforma de nuevo en hombre y acude vestido de blanco a los poblados a seducir a las jóvenes.

Este animal habita en los cauces fluviales que serpentean en la vasta selva ecuatorial que cubre los territorios de Perú, Colombia, Guyana, Venezuela, Ecuador y Brasil, principalmente en el Amazonas, pero también en el río Orinoco. No obstante, el delfín rosado que acuden a ver los turistas en los afluentes amazónicos cerca de Manaos, en Brasil, dista en gran manera del vistoso galán de las leyendas. Obesos a causa de la mala alimentación o repletos de cicatrices y llagas a causa del acoso de los turistas deseosos de tomarse tantas fotografías con ellos como puedan, los ejemplares luchan encarnizadamente para engullir los puñados de gambas descongeladas que les lanzan turistas y captores por igual.

Así se observan desde la plataforma donde se los alimenta. Y es que el gran riesgo del turismo salvaje es precisamente su característica invasiva. Pese a que parezca una manera más ecológica o respetuosa de ver a estos animales que comprar una entrada para un zoológico o un circo –recintos de fama triste y cruel–, termina causando un impacto casi irreparable en la vida de los animales.

En Puerto Alegría, ciudad peruana fronteriza con sus vecinos Colombia y Brasil, el negocio del turismo salvaje aprovecha su estratégica posición para lucrar ofreciendo fotografías con animales insólitos como perezosos o loros multicolores. El ritmo de vida de una anaconda o de un caimán no está hecho para el turismo en masa. Las especies amazónicas viven escondidas en lo más profundo de la selva, tienen un carácter evasivo y huyen del contacto humano. Una gran parte son nocturnos, agresivos e incluso venenosos, pero esto sólo supone que deban ser drogados o mutilados para posar frente a la cámara. Los turistas son engañados con historias o leyendas que justifican el supuesto comportamiento simpático de un perezoso o la hiperactividad de un macaco.

Este fenómeno ya ha sido bautizado como los “safaris de selfies”. En la zona rural cercana a Porto Velho, en el estado de Rondonia, fueron incautados en noviembre de 2017 alrededor de 22 animales retenidos de manera ilegal para satisfacer a los turistas y su necesidad de mostrar al mundo sus “aventuras”. Los lugareños, coordinados por operadores turísticos locales, capturaban a los animales en la selva y los mantenían en jaulas en sus casas durante la noche. Se presume que muchos murieron previamente al rescate y otros presentaban signos de estrés o heridas.

La pregunta que queda en el aire es cómo proporcionar a los habitantes de la zona una opción viable de dinamizar su economía sin incurrir en el maltrato de las especies endémicas, evitando que el turismo descontrolado destruya la fauna y la flora amazónica. El gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil y sus políticas antimedioambientales dificultan la actuación en un lugar tan vasto e inhóspito como es la selva, donde las malas prácticas con los animales quedan impunes debido a la dificultad que comporta establecer controles y redadas en el terreno.

El estado brasileño de Amazonas representa tan sólo 1% del Producto Interno Bruto del país, pero sus fronteras reúnen 10% de la biodiversidad a nivel mundial. Pese a que las leyes de Colombia, Brasil y Perú no aprueban utilizar animales salvajes en cautividad con fines lucrativos, el aumento del turismo de aventura alienta a los locales a lanzarse a este negocio con la esperanza de ganar dinero y salir de la pobreza.

Mientras que los indígenas se mantienen al margen de estas prácticas y prefieren apostar por basar su oferta turística en sus costumbres y tradiciones, los caboclos (descendientes de indígenas y europeos) se ven obligados a optar por el turismo salvaje para sobrevivir. Sus amplios conocimientos del terreno les permiten mimetizarse con la selva y atrapar a animales desprevenidos que utilizan como reclamo para los viajeros.

Hacia un futuro más sostenible

La ética del turismo salvaje queda en tela de juicio, pero, con el auge de las redes sociales, es difícil dilucidar su final. Instagram se comprometió en 2017 a luchar contra el boom de las selfies con animales exóticos y colocó advertencias que saltaban al cliquear en hashtags que pusiesen en peligro la integridad de la fauna, aunque no optó por prohibir o censurar dichas fotografías. Este tipo de imágenes había aumentado hasta 300% ese año, 40% de las cuales están consideradas fotografías peligrosas para los animales.

Pese a la aparente calma y tranquilidad de los refugios o las tiernas anécdotas, un verdadero centro de conservación nunca permitiría el contacto de un humano con un espécimen. Es lo que proponen las organizaciones en contra del turismo salvaje y del maltrato animal: que la observación de las especies sea controlada y respetuosa, nunca invasiva. Pero, ¿cómo es posible ejercer un turismo responsable sin dañar a ninguna especie, de manera consciente y responsable?

Además de contar con una correcta información durante la preparación del viaje, se recomienda al turista respetar las “cinco libertades”, una serie de reglas que surgieron a raíz de un documento elaborado por el gobierno de Reino Unido en 1965. En él se exponen los estándares considerados necesarios para garantizar el bienestar de los animales, que no deberían sufrir hambre o sed, miedo, dolor o incomodidad, y ser libres para actuar como lo harían si estuvieran en libertad. Para esto es crucial la educación de los viajeros, quienes, sedientos de una experiencia en plena naturaleza lejos de la urbe, pueden no saber distinguir entre un negocio basado en el maltrato animal y otro que sí se tenga en cuenta la individualidad y la dignidad de la fauna.

Sin embargo, la pasividad de los gobiernos de los países más afectados por este fenómeno dificulta el camino hacia un futuro más respetuoso de los animales. En Tailandia, por ejemplo, es legal utilizar elefantes para actividades turísticas. En Nueva Zelanda, la prohibición de nadar con delfines en la zona norte por ser un riesgo para la supervivencia de la especie sólo cosechó críticas negativas de las agencias de viaje, que temen una importante reducción de sus beneficios.

Costa Rica, en cambio, ha decidido tomar cartas en el asunto mediante la campaña “Stop selfies con animales”, en la que se anima a los viajeros a colgar fotografías en Instagram con peluches de perezosos, tortugas u otros animales, además del hashtag #stopanimalselfies. Con esta iniciativa, el país centroamericano espera reducir el impacto humano en la fauna silvestre y concientizar a los instagramers, puesto que entre sus fronteras reúne 5% de la biodiversidad total del planeta.

La medida costarricense se sitúa como una inspiración para otros países cuyo turismo se apoya fuertemente en lo que ofrece su ecosistema natural. Pero en otros lugares, la responsabilidad final recae sobre el turista, que habitualmente decide dar más valor a los “me gusta” que al bienestar del animal que lo acompaña en la imagen. Sólo el esfuerzo combinado de gobiernos y turistas será capaz de paliar la lacra de un turismo que, lejos de ser simpático, se ha convertido en una amenaza directa para la fauna salvaje en todo el mundo.