Cuentan que una de las muchas actividades que desarrolló la brigada de uruguayos en Angola, durante los años setenta, fue trabajar en la organización de un festival de cine en Luanda. El país estaba naciendo entre los metales muertos del colonialismo (los portugueses habían dejado las maquinarias de la escasa industria nacional, pero se habían llevado piezas indispensables para que funcionaran) y los metales al rojo vivo de la guerra de independencia, que sólo había terminado en los papeles (había sabotajes armados y estaba la amenaza permanente, luego concretada, de una nueva invasión sudafricana). Las proyecciones eran a cielo abierto y, como no todas las películas eran “aptas para menores”, junto con el sonido defectuoso se escuchaban las exclamaciones de los casi niños que asistían de contrabando, trepados a los muros sin techo.

El cine al aire libre siempre tuvo algo de fiesta y algo de transgresión. Lo sigue teniendo. Lejos del autocine de la playa I’Marangatú de la Punta del Este del siglo pasado, cerca del ciclo A Pedal de Cinemateca en el Parque Rodó, la Intendencia de Montevideo montó su pantalla inflable en el Jardín Botánico.

Se han colocado sillas de plástico y hay repelente de mosquitos a disposición. Algunos vecinos del Prado llevan sus propias reposeras. Otros se sientan en el pasto. El sonido es bueno. La imagen clara. Ni siquiera el ruido de los vehículos que pasan por Luis Alberto de Herrera molesta demasiado.

Es viernes 6 de diciembre. Comienza Amigo lindo del alma, de Daniel Charlone. Si no es totalmente cierto que el medio sea el mensaje, es bastante real que el entorno juega su papel. Ver El corsario proyectado en directo desde el Bolshoi en la sala del Teatro Solís es una experiencia mucho más completa que ver la filmación de esa misma pieza por medio de Youtube en un televisor coreano de 32 pulgadas. La película de Charlone sobre Eduardo Mateo parece haber sido hecha para ser vista al aire libre. Esta noche, y no otra.

Sus amigos y colegas, desde Estela Magnone hasta Fernando Cabrera, van desgranando recuerdos y conceptos en entrevistas en las que la intimidad parece atravesar la cámara. No le pidan explicaciones a un neófito, pero esas caminatas por la ciudad casi desierta de la silueta de un personaje –que luego se verá que es Maca Wojciechowski– son el hilo ideal entre los testimonios. Interpretaciones actuales ilustran las valoraciones superlativas (sobrevuela, dicha y no dicha, la palabra “genio”), aunque nada resulta más claro que ese momento en que Hugo Fattoruso, el virtuoso mayor de nuestra música urbana, dice que hay temas de Mateo que directamente él no puede (no sabe cómo) tocar.

En este punto es necesario dejar de escribir. De otra manera se caerá en la tentación de querer tender algún correlato entre la magia de Mateo y del cine al aire libre con esos bichos de luz que, de pronto, comenzaron a volar cerca de la pantalla. No debe hacerse, porque más allá de la materia no existe nada. Es sólo una enzima de cierto tipo de coleópteros polífagos.