A partir de la década del 2000, en la narrativa del Cono Sur se perfila una línea de obras relacionadas con la memoria de la historia reciente, y particularmente con una mirada sobre ella. Esta mirada se aleja un tanto de las construcciones hechas sobre los oscuros 70 y tempranos 80 por quienes lo vivieron en su madurez o juventud y tomaron parte activa en los devenires políticos y sociales del período, y generalmente es cultivada por quienes lo experimentaron en su infancia o primera adolescencia.

Lo que caracteriza a esta mirada es un situarse “desde fuera”, de quienes vivieron los aconteceres políticos de este período primero a través de sus padres o hermanos mayores, por lo que el foco se pone en un nivel mucho más micro: lo que estos devenires históricos implicaron en los vínculos interpersonales, las relaciones familiares y la vida cotidiana, muchas veces desde recuerdos infantiles y adolescentes. Particularmente, este rasgo es muy notorio en la nueva narrativa chilena, con nombres como los de Alejandra Costamagna y Nona Fernández, pero siendo el terrorismo de Estado una experiencia común a toda la región, y siendo, quizás, esta mirada más distante y menos idealista desde un punto de vista histórico, pueden encontrarse exploraciones de estas zonas de nuestra memoria colectiva en varios lados.

Una tumba para Alfi nos sitúa en un pequeño pueblo costero llamado Mardala, donde el apenas adolescente Hernán Bauer, narrador protagonista, observa cómo Alfi, su hermano mayor, comienza a verse seducido por los ideales revolucionarios. Ya desde el título sabemos que Alfi va a morir. Pero contrariamente a las expectativas que podrían generarse, no será en una situación heroica.

No sabemos en qué causa se habrá involucrado, qué fue lo que determinó su prisión y su posterior exilio en un indeterminado país escandinavo que lo acoge (probablemente Suecia o Noruega), al parecer, por medio de algún acuerdo de amnistía. Pero Alfi no es ni el guerrillero heroico que hubiera querido mostrarnos la épica sesentista, ni el peligroso terrorista que puebla los relatos de los cultores de la teoría de los dos demonios. Su personaje evoluciona de ser un joven idealista seducido por un anarquismo de tertulia, con la mala suerte de vivir en un pequeño pueblo donde esas afinidades son demasiado visibles en el orden social provinciano, a terminar consumido por la desesperanza, la soledad y el alcoholismo en esas lejanas y frías tierras vikingas, ante la desesperación de una joven y cándida asistente social que, enamorada de su protegido latinoamericano, jamás pensó en lo difícil que podría ser salvarlo.

Su hermano Hernán y el resto de la familia, en el principio de la historia, sufrirán las consecuencias del disciplinamiento de los ensueños revolucionarios de Alfi. Serán hostigados y señalados por el resto del pueblo, y el joven Hernán sufrirá detenciones arbitrarias, lo que le genera un resentimiento hacia su hermano por exponerlo a esas humillaciones. Su madre, luego de la desaparición de su marido y el posterior encarcelamiento de Alfi, irá cayendo en el alcohol y la promiscuidad sexual, con lo que contribuye a la estigmatización general de la familia, ya sobrecargada por volverse monoparental y por la discapacidad intelectual del hermano mayor, Popo. Más tarde, la entrada de Hernán en la vida adulta estará marcada por un viaje hacia donde se exiliará Alfi, para encargarse de los trámites relacionados con el destino final de sus restos. Pese a que su madre insiste en repatriarlos, el panorama indica que deberán ser inhumados en el extranjero.

Asistencialismo nórdico

Contrastando con otras líneas más intimistas y confesionales de narraciones similares, estas insignificantes derivas cotidianas guardan entre líneas un particular énfasis en cuanto al análisis sociológico. A la especificidad de la experiencia del terrorismo de Estado en un pueblo pequeño, con una moral conservadora, donde todos saben todo de todos, se agrega un detallado y conciso retrato de las contradicciones del tan idealizado progresismo nórdico, sus afanes redentores hacia el Tercer Mundo, su burocracia asistencialista, sus enfermos imaginarios en seguro de paro y, sobre todo, ese poco menos que enternecedor esfuerzo por aplicar la eficiencia y el orden de su sistema social y, por tanto, su esquema de pensamiento, a la caótica idiosincrasia latinoamericana.

Aparte de un agudo nivel de penetración psicológica, Juan de Dios Caballero hace gala de un sutil humor situacional, de ese que saca apenas una pequeña sonrisa agridulce más que una franca carcajada, donde la ironía y el desencanto no son obstáculo para una mirada indudablemente empática y profundamente humana. Los personajes principales son seres descolocados, atrapados en el desarraigo, o, como en el caso de la asistente social asignada a Alfi, profundamente arraigados pero enfrentándose a un otro que los descoloca. Los Bauer, puede decirse, ya estaban exiliados en su propio pueblo antes de que cayera Alfi, lo cual es, evidentemente, un sino trágico, pero la narración ofrece esos pequeños respiros, esos guiños al absurdo, en el extrañamiento que provocan esos gestos o miradas que los personajes traen de un universo ajeno al lugar donde se mueven.

Al igual que su protagonista, Una tumba para Alfi es una historia que apunta a sanar heridas, y no sólo las provocadas directamente por la represión militar. También, en tiempos tan definitorios como fueron aquellos, en los que un par de acciones osadas de un individuo podían arrastrar a un calvario a sus familias o su entorno cercano, también existieron esas pequeñas heridas, las de quienes no se hallaban en posición de decidir hasta dónde había que jugarse el destino. Por más que se trate de vidas comunes, pueblerinas, el motor de la Historia, así, con mayúscula, es el que finalmente marca la ruta. Pero, dentro de todo, Una tumba para Alfi, sin caer en ingenuidades ni banalizaciones, tiene unos atisbos de luminosidad difíciles de encontrar en las narrativas relacionadas con el período en cuestión. En la medida en que Hernán sigue su periplo geográfico y vital, va entendiendo cosas, madurándolas y curándolas. Nadie le devolverá lo perdido, y en realidad casi que no hay a quién reclamárselo. Pero la vida le ofrece, al menos, el pequeño pero significativo alivio de comprender cabalmente a ese otro cuyas acciones, en un momento, fueron tan inexplicables como la forma en que lo afectaron. Y esas trayectorias individuales, de alguna manera, ofrecen un atisbo, si no de redención, al menos de sanación, de cierre, para esos pequeños dolores que siguen afectando a toda nuestra sociedad, pese a los años transcurridos.

Una tumba para Alfi. De Juan de Dios Caballero. Montevideo, Fin de Siglo, 2019. 252 páginas.