Siempre viene bien repasar que Buceo Invisible es un grupo rara avis dentro de la música uruguaya, pero no sólo porque se trata de un colectivo "multidisciplinario", como suele repetirse hasta el hartazgo ―es una palabra que suena pintoresca pero, en última instancia, no dice nada sobre su música― sino porque es difícil ubicarlo en una góndola particular del supermercado de estilos y de género. Tiene algo de la tradición bien uruguaya de lo melancólico, triste y bajonero, a lo Eduardo Darnauchans y Dino ―de hecho, como se sabe, Diego Presa, principal compositor y cantante del grupo, en el decir desprende un aire similar al del compositor de “Milonga de pelo largo”―, pero también tiene ingredientes que pueden encontrarse en la góndola del rock alternativo anglosajón, mas no en la del rock mestizo y pachanguero de los que vieron a Mano Negra en 1992 en la Estación Central de AFE y los penetró una epifanía ineludible. De todas maneras, sea en la góndola que sea, hay algo más seguro que la muerte: cuando nos topamos con la etiqueta “Buceo Invisible”, de antemano sabemos que es un sello de calidad superior a la media.

Luz marginal, el quinto y último disco del grupo, es una prueba que rompe los ojos ―bah, los oídos, pero en el buen sentido―, a tal punto que se puede escribir sin que tiemblen los dedos en el teclado que es el mejor álbum de toda la carrera de Buceo Invisible. Ostenta un gran trabajo de arreglos en general ―sobre todo de guitarras eléctricas― y una lista de personajes peculiares ―por no decir marginales, como esa luz― que van apareciendo canción a canción y que con simples detalles nos envuelven en un mundo aparte, pero que en definitiva es el nuestro, acá, en cualquier rincón de Montevideo. Pero basta de cháchara y vayamos rápido y directo al grano, como dermatólogo apurado.

El disco abre con “La extranjera”, que, como dice su título, habla de una extranjera que extraña todo, “siempre cansada, / desconociéndose, / esperando una llamada”. El tema tiene un leitmotiv apuñado por un pegadizo arpegio de guitarra eléctrica, con inquietos arreglos de violín ―que quedan resonando fantasmales cuando hace rato que los dejamos de escuchar―, y la clásica estirada de letras melancólica de Presa. La melodía del estribillo suena nostálgica y a su vez esperanzadora, despliega rayos de esa luz marginal, ayudada por un arreglito de teclado simple pero efectivo: “Al borde de sus nervios / no podía saber / que ese viento limpiaba, / que la lluvia cerrada / iba a ceder”.

“Cowboy”, el segundo tema del disco, irrumpe con un punteo de guitarra afilada. Habla de un cuidacoches de “mirada hundida” que es un “gaucho demente”, como un “John Wayne deshecho”, al que la gente “mira de costado”. Con pocos pero contundentes detalles, Presa esboza un personaje particular pero a su vez arquetípico, y en base a ese croquis se nos puede representar el cuidacoches de nuestra esquina. El tema entra en la góndola del rock de llevada arrastrada ―con un gran colchón de teclado de sonido vintage, estilo Hammond― que viene viento en popa hasta que, de la nada, irrumpe un break seudocircense, a pulso de calesita, un tanto estrambótico, que suena como la representación sonora de la cabeza de ese “gaucho demente”.

A veces lo marginal no es el personaje sino el punto de vista con el que se lo aborda. El tema “Televisión”, solo por su título, podría llevarnos a pensar que se trata de otra canción que se queja de la estupidez de la caja boba, pero no. Versa sobre una mujer que está mirando la tele. Es un detalle por demás trivial, simple y cotidiano, pero Presa logra encontrarle la vuelta para hacerlo único y, otra vez, disparar un montón de sensaciones e imágenes, como si con un par de frases armara un test de Rorschach que podemos interpretar a gusto. “Llego y estás ahí, / acostada en el sillón, / con tu forma rara de estar / mirando televisión. / Y la imagen azul / tiñendo tu cara hermosa, / como un perfume vivo / en el filo de las cosas”. ¿Cómo será esa forma rara de mirar la tele? Imaginen. Musicalmente, la canción es un rock vivaz, un torbellino de punteos y arpegios de guitarra eléctrica que contrasta con la historia, ya que en la estrofa final nos deja sensación de desamor, aunque con esa lucecita de esperanza: “Todo está bien así, / nada más se precisa, / vos estás bien sin mí / y no es triste la sonrisa”.

Entre personajes y más personajes, tampoco faltan dos tipos de canciones a las que nos tiene acostumbrados Buceo Invisible, como “La vida violenta”, en la que la música sirve de fondo para que Marcos Bercellos, más que cantar, diga ―con interludios de aullidos guitarreros brillantes y por momentos, como en el final, melodiosos―, y “El fin del mundo”, ocho minutos de despliegue instrumental que va generando climas a placer ―como en el disco anterior del grupo, El pan de los locos, de 2015, estaba “Para que puedas irte”, también en ese plan de orgía sonora―, con la que quizás sea la letra más críptica u obvia de todo el disco ―depende de la luz con que se lea―.

“Carretera” es una canción, obviamente, rutera, con un bajo lineal que marca el camino y una melodía bien a lo Presa mientras la letra nos da pinceladas del paisaje, heridas incluidas: “Un pueblo nos mostró / dieciocho casas grises, / casi en Tacuarembó, / la crecida y cicatrices”. Al sacar la cabeza por la ventana en este viaje rutero podemos encontrar algún aire a la forma de contar de Fernando Cabrera, sobre todo por el uso de la prosopopeya ―la animación de cosas abstractas―: “Entramos a Corrales, / sintiendo su canción, / los cerros nos miraron, / el tiempo no pasó”. Al final del viaje Presa canta: “Cruzamos el país / buscando la belleza / y nos reconocimos / en la carretera”. Algo de esto tiene Luz marginal: reconocernos en la belleza de los personajes con los que nos topamos al viajar por cada canción. La belleza no sólo de lo bueno sino también de lo malo y de lo feo.

Luz marginal. Buceo Invisible. Bizarro, 2018 (disponible en Spotify)