Hace siete años, el 26 de febrero de 2012, Trayvon Martin, un adolescente negro de 17 años, moría a manos de George Zimmerman, un vigilante vecinal voluntario que lo había estado siguiendo durante un rato por la urbanización de Stanford (Florida, Estados Unidos) en la que el chico estaba de visita. Aparentemente preocupado por la presencia de un joven negro desconocido, Zimmerman intentó sin éxito llamar la atención de la Policía. Llamó dos veces al servicio de patrullas para decir que un joven “sospechoso” y con aspecto de estar “tramando algo malo” andaba por la zona, pero los agentes le dijeron que lo dejara en paz. El joven estaba simplemente haciendo un mandado. Ya muerto, tirado boca abajo con un balazo en el pecho, se descubriría que acababa de comprar una bolsa de dulces y un té helado.

El caso, que dio lugar a una verdadera escalada de protestas de la comunidad afroamericana en Florida, que no demoró en extenderse a otros estados, se encuadró en el debate en torno a la ley Stand Your Ground (Defiende tu territorio), que extiende el concepto de defensa personal hasta el punto de justificar el uso de armas de fuego contra cualquiera que se perciba como una amenaza, incluso cuando la sensación de peligro tenga lugar en plena calle y se limite a una percepción subjetiva. Precisamente, amparado en esa ley, Zimmerman justificó el ataque a Trayvon (que estaba desarmado y en ningún momento representó un peligro real para el vigilante ni para el barrio), y terminó siendo absuelto por la Justicia.

La idea detrás de la ley vigente en Florida desde 2005 es que la sensación de estar en peligro es suficiente para que cualquier persona actúe en defensa de su propia vida, su propiedad o hasta de otras personas que eventualmente podrían estar siendo amenazadas. Por eso, no requiere que haya habido acciones efectivas que pusieran en peligro a la persona que se defiende: se asume que, por defecto, el que se defiende tuvo motivos para sentirse inseguro.

En estos días, el asesinato de Felipe Cabral, el joven artista callejero muerto de un tiro en la cabeza, disparó la discusión en torno a la tenencia de armas, la percepción de inseguridad y el alcance de la defensa de la propiedad privada. El hombre que fue detenido como principal sospechoso de haber disparado contra Felipe quedó en libertad porque, a pesar de que tenía armas en situación de irregularidad y de que la bala que mató al joven parece haber sido disparada desde su casa, no se encontraron pruebas de que él haya sido el asesino. Tampoco se encontró, hasta el momento, el arma homicida. Muchos se quejan de que el hombre esté libre, pero es bueno saber que la Justicia no cobra al grito y que para formalizar a alguien por homicidio se exige que la conducta esté debidamente probada.

Por otro lado, un comerciante que en octubre pasado disparó contra dos hombres que acababan de robar en su estación de servicio –con el resultado de que uno terminó muerto de un balazo que lo alcanzó por la espalda– fue condenado como “autor responsable de un delito de homicidio a título de dolo eventual en reiteración real con un delito de porte y tenencia de armas”. Cumplirá una pena de un año y un mes de prisión efectiva y tres años y cinco meses de libertad vigilada, y no faltan quienes se quejan de la severidad de la decisión judicial, a tal punto que la Fiscalía General de la Nación debió sacar un comunicado a la opinión pública en el que explica que la investigación contó “con pericias técnicas, la declaración de testigos y del propio imputado”, y quedó claramente establecido que no se reunieron los requisitos para configurar legítima defensa.

Pero la idea de que estamos en manos de la delincuencia y de que las autoridades no hacen nada para protegernos ha sido instalada y fogoneada desde varias tribunas y ha conformado una máquina siniestra con lo peor de nosotros: con el miedo y con la mezquindad.

Mientras todo esto ocurre, el Sindicato de Funcionarios Policiales de Montevideo (Sifpom) reclama que se apruebe una ley de “legítima defensa presunta”. Conviene tener en cuenta que en lo que va del año hubo al menos siete personas “abatidas” por la Policía en el contexto de acciones delictivas. Todos los casos están a estudio de la Fiscalía, y lo que el Sifpom reclama es que la legítima defensa sea considerada siempre la primera hipótesis, que es lo mismo que decir que cada vez que un policía mate a alguien se asumirá, en primer lugar, que lo hizo para defenderse.

No sé si estamos teniendo conciencia de hacia dónde nos llevaría aceptar como buena esa situación. Significaría aceptar, ni más ni menos, que cada muerto a manos de la Policía era, por definición, un delincuente peligroso. Y, lo más extraño de todo, nos llevaría a aceptar que sobre el propio muerto debe recaer la tarea de probar su inocencia.

A Felipe Cabral lo mató alguien que ni siquiera dio la cara. Alguien que le disparó desde atrás, escondido en algún lugar no visible para las cámaras, y sin tener ninguna razón para pensar que Felipe constituía un peligro. A montones de jóvenes en barrios pobres los han matado también, sin que nunca más hayamos sabido qué fue lo que pasó, si alguien quiso robarlos, si fue para disciplinarlos, si les disparó un vecino asustado o si fueron víctimas de un malentendido. Y no lo sabemos porque en el fondo a nadie le importa mucho lo que pasa en los barrios pobres, pero también porque los que matan por miedo son cobardes. Son capaces de sostener un discurso que dice que hay que hacer algo porque ya no se puede más en esta inseguridad, pero no son capaces de asumir las consecuencias de su comportamiento de viejos pistoleros del Oeste. Porque le tienen miedo a la Justicia. Porque se quejan de que es blanda, pero por las dudas no la enfrentan. Porque primero reclaman el derecho a estar armados, después quieren usar el arma por las dudas y, finalmente, aspiran a salir impunes. Y pretenden, desde la discreta paz de sus hogares, seguir sosteniendo el discurso de la impostergable necesidad de mano dura contra esta delincuencia que ya no tiene códigos.