Con una obra que se mueve con facilidad entre la poesía y la narrativa, entre los libros para niños y la literatura sin etiquetas, Horacio Cavallo (Montevideo, 1977) se ha instalado como una voz genuina e interesante en el ámbito de la literatura infantil y juvenil (LIJ), con un puñado de libros a veces difíciles de clasificar, distintos entre sí pero hermanados en la tenacidad de la búsqueda y del trabajo de orfebre con las palabras. Ese camino comenzó con Aventuras de Tercelius, que sólo fue publicado en formato digital y que el autor reconoce como “un acercamiento”, inicio que se concretó en papel con El jorobado de las alas enormes (Trilce, 2012). En los siete años transcurridos a continuación se sucedieron títulos diversos, siempre personales, siempre invadidos por una mirada poética: desde Clementina y Godofredo. Relato en verso con 37 animales (Topito, 2012; ilustrado por Daniela Beracochea) hasta la novela El diario ínfimo de Nicolás (Montena, 2017; ilustrada por Leo Silva); desde el bestiario maravilloso Figurichos, en coautoría con Sebastián Santana (Banda Oriental, 2014) hasta el bellísimo Hojas de otoño (Pez Tirolés, 2016), junto con Denisse Torena. Sus últimos títulos, El pequeño vecino del señor Trecho (Edelvives, 2018) y El marinero del canal de Suez (Pípala, 2018), que se publicaron en México y Argentina, respectivamente, fueron la excusa para conversar con Cavallo sobre su trabajo.

Empecemos por los dos últimos libros, que publicaste afuera. ¿Cómo surgió esa posibilidad?

El de Edelvives tuvo que ver un poco con las casualidades. Fui en 2016 a Guadalajara, invitado a la feria por haber ganado el Premio Nacional de Literatura por El silencio de los pájaros [2013]. Fui a la firma de ejemplares que hacía Laura Santullo y me presentó al editor, Marte Topete, a quien al llegar a Montevideo le mandé dos o tres libros. En el medio hubo cambios y llegó una nueva editora, Roxanna Erdman, a quien le gustó el trabajo y estuvimos como un año para que se consolidara, a principios de 2018, la decisión de publicarlo. Hice lo posible para estar en la Feria Infantil y Juvenil del DF, que está buenísima, es gigantesca. Lo presenté ahí y en Guadalajara firmamos ejemplares con la ilustradora, Isabel Go Guizar, a quien eligió Roxanna, una decisión acertadísima porque tiene una estética muy cercana al relato. Por otro lado, el texto de El marinero en el canal de Suez tiene muchos años, no recuerdo si lo había movido cuando se lo di a Matías Acosta; le gustó mucho, lo ilustró y ya lo teníamos pronto cuando lo empezamos a mostrar y en Pípala nos dijeron que sí. La dificultad con El pequeño... es que acá no se distribuye Edelvives México; para que llegue a Uruguay, debería comprarlo la filial de Argentina y sacarlo en Buenos Aires, pero Argentina está en un momento bastante complicado: la industria editorial está en su peor momento.

Por otra parte, no es precisamente un libro fácil desde el punto de vista comercial.

Es un libro difícil en la medida en que es en verso y es larguito; es una experiencia similar a la que hicimos con Matías con Los dorados diminutos [Alter, 2017]. La poesía siempre es complicada, más allá de que en este caso eso parece atenuarse porque se cuenta una historia. Esa dificultad abarca a los dos: aunque es más breve, El marinero... es un poema con toques narrativos. Sin embargo, la poesía para niños tiene chances de ser publicada; en este momento hay cierta apertura. Eso también hace que haya mucha cosa que no es poesía, aunque esté escrita en verso, del tipo rimamos “perrito” con “chanchito”, y eso le hace mal a otro tipo de poesía, que intenta ir por otro lado.

Entraña una posibilidad de juego con la palabra.

La contrapartida es que a veces te exige palabras que los niños no conocen o que complejizan el texto. Los versos rimados a veces te obligan a salirte de una paleta determinada con la que querías manejarte. Este libro tiene la complejidad adicional de que hay algunas palabritas mexicanas y fue necesario hacer algunas modificaciones. Había unos árboles que allá no conocían, los palos borrachos, y no se entendía de qué se estaba hablando; la rima me obligaba a reestructurar la estrofa al sacar esa palabra. Como sabía que esa edición iba a ser publicada en México, aparecen cosas como los tamales, cosas que le agregué y que si saliera una versión argentina sería distinta, volvería a la versión original, más rioplatense. Por suerte no tuve que modificar mucha cosa. Ahora, con las declaraciones de Alfonso Cuarón [acerca de la subtitulación al español peninsular de la película Roma] estuvo en boga la discusión acerca de en qué lengua escribir. Uno tiende a escribir en lo que habla, por lo menos yo siempre tengo un corte más cercano al Río de la Plata, me siento más cercano al “tenés” que al “tienes”. Uno tiene que escribir en ese idioma que tiene latiendo.

Tenés un particular vínculo estético con Matías. No son tantos los libros publicados en los que trabajaron juntos, pero hay algo que resuena en la estética de uno y de otro.

También influye la onda, que hace que uno disfrute de trabajar con el otro. El trabajo de escribir es bastante solitario, pero la literatura para niños te abre esa puerta que no tiene la de adultos. No es que me proponga cortar ni pinchar en las ilustraciones, me parece que lo interesante es que el ilustrador haga su trabajo, pero cuando escribís para niños estás al tanto de lo que hace el otro y podés ir conversando, hay un vínculo. Lo primero que hicimos con Matías fue una participación con un poema en la antología de Topito El libro uruguayo de los colores [2015], en la que hicimos el azul. Yo elegí esa ilustración porque me gustaba mucho, además de que, en general, me gustaba la estética de Matías. A partir de ahí nos quedaron ganas de trabajar juntos y le mandé estos trabajos; a él le interesó El marinero... y además nos presentamos a los Fondos Concursables con Los dorados diminutos, que no era para niños y cuya estética tomamos prestada de El gran surubí [Pedro Mairal, Orsai, 2013]. Hay un vínculo artístico y humano que ha hecho que después tengamos otros trabajos juntos. Nos viene bien apoyarnos uno en el otro e ir transformando el trabajo mutuo.

Tu primer trabajo para niños publicado en papel fue El jorobado..., que aunque es una novela tiene mucho de poesía.

Me acuerdo de que me había dejado muy contento porque a la editora de Trilce, que era Rosario Peyrou, le encantó y quiso publicarlo. Sin embargo, a los niños no les pareció lo mismo. A veces se da ese tipo de cosas: por ahí ese libro les gustó más a algunos adultos que a algunos niños que conocía. Pero tampoco por eso creo que vayas a sacrificar... No sé tampoco qué es lo que quieren los niños. Me parece que lo que hay que hacer es buscar hacia adentro, en ese niño que fui alguna vez. En El diario ínfimo de Nicolás, la escuela era la mía y el niño era yo cuando era chico. Claro, después aparecen referencias al mundo de mi hijo en ese momento, que era el que yo conocía, y es cierto que eso funciona: vas a la escuela y decís que hay un creepy pasta y ellos enseguida se enganchan, te escuchan de otra manera que si les decís que es el diario de un niño.

Una cosa interesante de la LIJ es pensar en con qué niño dialogás.

Lo que pasa es que no sé si hay un niño, ese es el tema. Hay una variedad tan grande y tan maravillosa... A alguno le gustará y a otro no, porque eso depende de dónde le toque a cada uno. Creo que lo que pasa es que se lee menos, se lee poco, y si los chiquilines no tuvieron un libro que los haya encantado –en el sentido más Disney, más de hada madrina–, es difícil que lean. A leer se aprende, y uno va ganando experiencia a medida que va leyendo y que va teniendo más idea. Hace falta incentivo a la lectura desde las casas y desde el Estado, políticas que hagan que conozcan más, porque cuanto más conozcan, más posibilidades van a tener de encontrarse con ese libro con el que se sientan tocados y que los convierta en lectores: ese libro que haga que después no quieran desprenderse de esa sensación y los lleve a seguir buscando acá o allá.

Hay un vínculo particular entre la poesía y los niños. Pensaba en la reflexión que hace Mercedes Calvo al respecto. Cuando hacés poesía para niños, ¿te instalás en ese lugar del juego, del asombro?

Busco, aunque no sé si lo consigo. Por un lado, escribo en verso, que no necesariamente es poesía: busco llegar a la poesía escribiendo en verso. A veces no sé si va por un lado de transformación, introspectivo, o si se acerca más al lado del juego con el mismo lenguaje. Me gusta que haya cierta profundidad, que algo quede. Me parece maravilloso ese libro que te pincha de alguna manera, que hace que el acto de la lectura sea trascendental, porque es lo que permite darse cuenta de lo que es un libro, de los poderes que tiene. Un libro de poesía, y uno de narrativa también, tiene que reunir distintos elementos: debe ser entretenido, tener profundidad y buscar, de alguna manera, que haya un mecanismo hacia el deslumbramiento, algo que modifique el entorno y lo transforme. Me gusta trabajar en talleres en escuelas porque eso me permite ver que hay una variedad enorme de intereses. Los niños son un montón, y se encuentran en esa cosa de los youtubers, de internet; es algo que todos conocen y que los deslumbra. Entonces uno piensa en cómo está estipulado todo para que se vaya para ese lado, y qué bueno sería que funcionara de la misma manera para otras cosas, y que el de la lectura no fuera un interés secundario o terciario.

Volviendo a El pequeño..., es interesante cómo se aborda ese duelo por la muerte del vecino de una manera muy sutil, muy tirada a la fantasía. Todavía hay temas, como el de la muerte, que son tabú en la literatura para niños.

Pensaba, en ese sentido, en un libro de Paloma Valdivia, Es así, que sólo con ilustraciones te va mostrando que la vida es así, que vienen unos y otros se van, y es algo natural. El libro está buenísimo, pero te preguntás qué padres lo considerarían apropiado. Porque también, en ese sentido, están los libros utilitarios: ¿para qué sirve? ¿Cómo para qué? No es lo que me planteo al escribir. En ese caso la idea del duelo surgió porque me venía bien que se tratara de un hombre que hubiera seducido a todo un barrio contando historias y que cuando él no estaba más quedaran sus personajes. No era que quisiera trabajar el tema de la muerte; era algo que se agregaba a la historia, pero no era el eje. Hoy en día es frecuente la tendencia a una perspectiva utilitaria, y es terrible, porque parecería que todos tuvieran que ser manuales de autoayuda para niños y padres. Y vos decís: ¿y todo lo otro que tiene la literatura, que es lo más rico, dónde queda?

Hace unos días, se produjo cierto revuelo a raíz del retiro de libros, entre ellos Caperucita roja, porque no eran políticamente correctos.

Me llamó mucho la atención. Es increíble. Además, se plantea un doble discurso monstruoso, porque por un lado les das una tablet que les permite entrar a Youtube y a Google, donde encuentran un montón de cosas monstruosas, o te sentás a ver con ellos el informativo, lleno de violencia, pero después para comprar un libro te planteás que no vaya a ser que hable de la muerte, por ejemplo. No se entiende, porque no hay una lógica, una coherencia en cuanto a la pretensión de cuidarlos. En este ámbito te parece que los cuidás dándoles esto, pero en el otro no ocurre lo mismo. No termino de entender por dónde va. Me parece horrible ponerse en ese lugar, porque, en primer lugar, surge la pregunta de quién va a hacerlo y en base a qué criterios, y qué va a quedar.