“Hace un buen rato ya que doy trabajo y vengo acostumbrándome al desuso de mi alma, a la razón del enemigo...”

Alfredo Zitarrosa, “Guitarra negra”

El año electoral se desenvuelve con toda su fuerza en Uruguay, y en principio lo que se puede observar es mucha plata destinada a instalar candidatos, jingles pegadizos, promesas de todo calibre y color, papelitos y serpentinas, pero casi nada de cuál es el proyecto de país que se quiere construir hacia el futuro.

Los frenteamplistas tenemos el desafío de renovar la confianza de los uruguayos para seguir gobernando. ¿Porque estamos enamorados del poder? No, porque estamos convencidos de que somos el mejor proyecto de país para que los ciudadanos del Uruguay vivan mejor. La pregunta que me parece pertinente es qué debemos hacer para alcanzar este objetivo.

Lo programático es central, ya que estoy convencido de que la elección se dilucida hablando del presente y del futuro. Pero me permito agregar una dimensión que me parece central para desarrollar ese debate: la perspectiva ideológica.

Derecha e izquierda no representamos los mismos valores, no buscamos alumbrar el mismo tipo de sociedad. Y los proyectos de izquierda y derecha siguen existiendo, por más que se busque invisibilizar esto, negarlo a la luz de discursos gerencialistas o de la caducidad de las ideologías.

Por tanto, para poder alcanzar los objetivos electorales de la etapa, pero sobre todo para promover transformaciones profundas en la sociedad, hay una tarea que no se puede soslayar y es la lucha por la hegemonía.

Antonio Gramsci definía la hegemonía como un sistema o conjunto de significados, de cosmovisiones que se dilucidan en el plano cultural. En su época señalaba que los principales instrumentos que utilizaban las clases dominantes para imponer su hegemonía eran tres: la educación, la religión y los medios de comunicación. Hoy posiblemente deberíamos agregar otros. En todo caso, el objetivo de esas clases es instalar como natural un sistema de dominación que neutralice las capacidades transformadoras de los sectores dominados.

Por tanto, las luchas por los resultados electorales no nos deberían hacer abandonar el debate que coloque en el centro qué tipo de sociedad buscamos construir con nuestro programa.

A la luz de esta mirada, y ante la meta de alcanzar una victoria electoral, propongo algunos desafíos complementarios que se desenvuelven en el plano de la lucha por la hegemonía.

La defensa de la política

La política esencialmente tiene que ver con las formas de gobierno de un Estado, de cómo se construye convivencia de calidad o buena convivencia; en definitiva, con la búsqueda del bien común.

En estos tiempos hay dos cosas que le hacen mucho daño a la política: la primera es convertirla en un espectáculo, en un show mediático, reducirla a estrategias de marketing, a discursos vacíos, a sonrisas impostadas. Esto consolida un descreimiento creciente en la política y en los partidos políticos.

La segunda conducta dañina es la mezcla de política y negocios: campañas cada vez más costosas para poder desplegar un buen show terminan generando lazos totalmente inconvenientes entre los partidos y aquellos que financian las campañas. Este lobby coloca en una situación de privilegio a aquellos que se relacionan con el sistema político poniendo mucho dinero para hacer posible este formato de campaña electoral.

Esta realidad termina de reforzar otras tendencias que se vienen consolidando en la sociedad de la mano de las nuevas formas de comunicación que promueven, por ejemplo, las redes sociales.

“La transparencia que hoy se exige a los políticos es todo menos una reivindicación política. No se exige transparencia frente a los procesos políticos de decisión, por los que no se interesa ningún consumidor. El imperativo de transparencia sirve sobre todo para desnudar a los políticos, para desenmascararlos, para convertirlos en objeto de escándalo”, sostiene Byung-Chul Han en su libro Psicopolítica, neoliberalismo y nuevas técnicas de poder.

Es así que el neoliberalismo convierte a los ciudadanos en consumidores. El votante, en cuanto consumidor, no tiene un interés real por la política, por la configuración activa de la comunidad. El consumidor termina siendo un sujeto pasivo que reacciona ante la política refunfuñando o quejándose, como ante los productos que le desagradan.

¿Cómo defendemos la política, entonces? No la defendemos si terminamos asumiendo como naturales estos procesos, ni tampoco con propuestas para la tribuna que sólo terminan reforzando estas dinámicas. No la defendemos pensando que esto se soluciona bajando el salario o los beneficios laborales de los políticos; esto se podrá hacer, pero por ahí no pasa la cosa. Es más, con este tipo de medidas la política podría convertirse rápidamente en un lugar de personas muy bien intencionadas pero muy poco preparadas para cumplir una función tan relevante para la sociedad, o –como fue durante mucho tiempo– un lugar para los patrones, para personas acaudaladas que no dependen de un salario para vivir.

La defendemos, entre otras cosas, si nos proponemos reducir radicalmente el costo de las campañas, avanzando en un financiamiento cien por ciento público de las campañas electorales.

La defendemos si antes que nada instalamos prácticas cuyo centro sea el debate de ideas, el debate programático; no la descalificación, las promesas livianas, las mentiras y las noticias falsas.

La defensa de la democracia

La democracia no es cualquier cosa, no es sólo votar cada cinco años. Pierre Rosanvallon sostiene que la democracia, para ser tal, debe construir una sociedad de iguales.

El desequilibrio entre ciudadanía política y ciudadanía social es cada vez mayor de la mano del crecimiento de las desigualdades. El retroceso del Estado de bienestar (que fue el que generó las sociedades más igualitarias) como consecuencia de la consolidación de la hegemonía neoliberal profundiza cada vez más la brecha entre la progresión de la “democracia-régimen” y la regresión de la “democracia-sociedad”.

A la luz de este enfoque, uno debe concluir que si un programa político no tiene el foco en generar cada vez más condiciones de igualdad en la sociedad, ese programa conspirará contra la calidad de la democracia.

El aumento de la masa salarial, producto de la negociación colectiva y de contar con sindicatos fuertes, la seguridad social, las transferencias monetarias focalizadas en los sectores más vulnerables, la consolidación de bienes públicos de calidad, sistemas tributarios progresivos, entre otras políticas, contribuyen a una redistribución más igualitaria de la riqueza.

Por tanto, cuando se discute sobre estos tópicos en una campaña electoral, se está discutiendo mucho más que sobre una medida puntal de política económica, o de política social: se está discutiendo sobre el corazón de la democracia.

Para aquellos que tenemos un pensamiento de izquierda, debería ser una preocupación de primer orden confrontar en el plano de las ideas a aquellos que quieren instalar como principios que las transferencias monetarias “consolidan vagos”, que los sindicatos conspiran contra el crecimiento de la economía, que los que más tienen deben pagar menos impuestos, que los problemas de seguridad se resuelven con mano dura y plomo, o que los militares que defienden a violadores y torturadores son gente de honor.

Si no damos estos debates a cabalidad, los impactos de las transformaciones que se procesen en la sociedad serán bastante más profundos que eventuales resultados electorales.

Si abandonamos nuestros postulados más esenciales, estaremos entonces abonando las razones de nuestros oponentes, como decía Zitarrosa.

Marcos Otheguy es senador de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.