“Una cafetería típica de Nueva York. No es hora pico, pero hay actividad y escuchamos ese ruido inconfundible de fondo. Jerry y George, su amigo de muchos años, están sentados en una mesa. George, un poco inseguro, tiene una opinión sobre todo. Vive la vida con un nivel de intensidad más alto que el de Jerry”. Así se describía en el guion la primera escena del capítulo debut de una sitcom estadounidense que se emitió originalmente en la cadena NBC un día como hoy, pero de 1989, hace exactamente 30 años. El episodio piloto se llamó “The Seinfeld Chronicles” y tenía como único nudo narrativo que ese tal Jerry daba por obvio que una mujer que lo iba a visitar tenía intenciones amorosas. Pero su amigo George le come la cabeza, lo hace dudar y ver que no, para más adelante opinar exactamente lo contrario, pero siempre basado en un sesudo análisis de nimiedades: una palabra que llama la atención y cambia la intención en una frase, la forma de saludar, etcétera. “Las señales, Jerry, las señales”, le dice, con ademanes y tono neuróticos.
En el medio del capítulo, Jerry hace su trabajo de comediante de stand up y analiza frente al público la minucia cotidiana, como las propagandas de detergentes que prometen sacar con facilidad hasta la sangre de la ropa. “Si tenés una camiseta con manchas de sangre, quizá la ropa sucia no sea tu gran problema ahora”, comenta. Acto seguido, está sentado en su apartamento 5A del Upper West Side de Manhattan, mirando la tele, y lo interrumpe su vecino para sacarle comida de la heladera. Al final, muy al final, cuando por fin la muchacha en cuestión llega a su casa, Jerry se percata no sólo de que tenía novio sino de que estaba comprometida y no quería saber nada con él. Pero el capítulo se centra más en el análisis de lo que podría pasar que en lo que verdaderamente sucede, gracias a la pérdida de tiempo dentro del intrincado laberinto de la neurosis y la ansiedad anticipatoria.
Tuvo que pasar casi un año para que la NBC transmitiera otro capítulo de la novel sitcom, porque el capítulo de prueba no había entusiasmado a un importante ejecutivo de esa cadena televisiva. “Es demasiado Nueva York y demasiado judío”, lanzó. Pero otro directivo, algo más visionario, pensó que había que darle una chance, y la cadena encargó cuatro capítulos más, con lo que logró una primera temporada de cinco episodios. Casi nada, ya que la cantidad estándar de capítulos de comedia en un año suele ser una veintena –o, como mínimo, la mitad–. El resto es historia; la de Seinfeld (1989-1998), el padre, la madre y el espíritu santo de la sitcom moderna, que se sigue viendo y retransmitiendo por canales de cable, streaming y la mar en torrents.
Qué personajes
Lawrence Larry David (1947) y Jerome Jerry Seinfeld (1954) fueron los que parieron a la criatura. Ambos comediantes, judíos, neoyorquinos y obsesivos con nula experiencia en sitcoms pero con una idea clara de cómo hacer reír. Jerry llevaba años en una prominente carrera en la movida del stand up, específicamente en la rama del humor de observación, que toma la cosa más nimia –un producto, una norma social implícita–, la analiza y la disecciona como si fuera algo nunca visto, encontrándole otra vuelta o mostrando su ridiculez con analogías hiperbólicas. Larry también había probado el stand up, aunque de forma más errática y menos exitosa, y además llegó a escribir algún guion para el legendario programa de humor Saturday Night Live, con idéntica mala suerte.
Un buen día, un pope de la NBC le tiró a Jerry la idea de hacer un programa de televisión. Se le ocurrió llamar a su amigo Larry para que le diera una mano, y al principio pensaron producir un especial de una hora centrado en cómo un comediante de stand up reúne su material. Pero después, charlas sobre menudencias que van y que vienen, se dieron cuenta de que no había ese tipo de conversaciones en la televisión, y se mandaron el piloto.
Jerry, que nunca fue un actor en el sentido más profesional del término, agarró para la fácil y encarnó el rol de sí mismo: un comediante de stand up egocéntrico, quisquilloso, obsesivo, por momentos superado y soberbio, pero también algo paranoico, y siempre con un comentario sarcástico bajo la lengua para alguno de sus amigos, adornado con una amplia sonrisa. La línea que divide la persona del personaje es, claro está, muy fina. Con ver un par de entrevistas a Jerry basta para darse cuenta de que algunas de estas características –sobre todo las tres primeras– no son tan así... en el personaje.
Mucho más que cuatro
Seinfeld contó con un reparto de roles secundarios que no tiene nada que envidiarles a los cuatro protagonistas, incluso cuando algunos hayan aparecido en tan sólo un capítulo. Está Newman, el enemigo acérrimo de Jerry, un gordito que trabaja de cartero, vive en el mismo piso y suele hacer de las suyas junto a Kramer. Frank y Estelle Costanza, los padres de George, dos gritones que le hacen la vida imposible a su hijo y nos demuestran por qué salió así. Jackie Chiles, el abogado que suele defender a Kramer de causas insólitas y cuando parece que va a ganar, pierde. The Soup Nazi: un vendedor de sopa que emplea estrictos métodos para que la gente compre su delicioso producto. Y muchos más.
Larry tenía aun menos dotes actorales, por lo que ni se le ocurrió pasar al frente de las cámaras. Pero tuvieron su personalidad en mente cuando junto con Jerry eligieron a Jason Alexander, un petiso joven pero ya pelado, con experiencia teatral, para el rol de George Costanza –el verdadero protagonista de la serie, aunque no lleve su nombre–; un tipo muy paranoico, siempre tacaño, a veces miserable, ventajero, mentiroso y perdedor hasta cuando gana. El alto Michael Richards, especialista en humor físico, dueño de un cuerpo que parece que tuviera personalidad propia, encarnó a Kramer, el vecino excéntrico. Es un optimista perdido, con una inocencia casi infantil y, por otro lado, sabiduría de muchos mundos, que vive frente al 5A y entra a lo de Jerry sin avisar, deslizándose con ritmo y oportunidad teatrales. Siempre está listo para dar una mano en lo que sea o lanzar una explicación o idea totalmente descolgada de la realidad, no se sabe de qué trabaja y tiene amigos igual de excéntricos que nunca se ven.
Aquel capítulo piloto tenía una mujer como seudo protagonista: la mesera de la cafetería. Pero a la NBC no le cuadró y les pidió a los creadores que integraran un personaje femenino estable. Ellos aceptaron y crearon a Elaine Benes, pero con el detalle de que es una ex novia de Jerry –el personaje– devenida amiga, así no se dan las idas y vueltas amorosas con desarrollo telenovelesco típicas de sitcom, que terminan con que la pareja protagonista se casa, vive feliz y todo eso. También neurótica, egoísta y atenta al más mínimo detalle irritable de un hombre –faltaba más–, es interpretada por la brillante Julia Louis-Dreyfus, dueña de un histrionismo que le permite decir todo con apenas una expresión facial.
El ser y la nada
No fue extraño que Seinfeld tardara en despegar. Primero, porque Larry y Jerry fueron aprendiendo sobre la marcha el arte de la sitcom de 22 minutos, armando el tono tanto de los personajes como de la serie –el núcleo fundamental de Seinfeld va de la tercera a la séptima temporada–. Y luego, algo externo y más importante: hace 30 años en la televisión yanqui predominaba la comedia basada en las desventuras de familias disfuncionales –las familias funcionales nunca tuvieron gracia–, quintaesencia de la sitcom, como The Cosby Show (1984-1992) y Married... with Children (1987-1997). Seinfeld apareció como una comedia clásica en el aspecto formal, es decir, filmada en una escenografía, con varias cámaras y con público presente que hace lo suyo (reírse) –pese a lo que se suele pensar, no son risas grabadas– y un guion seguido al pie de la letra, pero era rupturista en el contenido, guiado por la regla de oro de Larry y Jerry: “Sin abrazos, sin aprendizajes”.
El capítulo “The Chinese Restaurant”, de la segunda temporada, es una demostración extrema de cómo romper moldes. Todo el episodio transcurre a la espera de una mesa en un restaurante, por lo que técnicamente es una sola escena de 22 minutos en “tiempo real”. Así fue que Seinfeld se ganó el mote de ser una serie “sobre nada”. Pero la gracia es que no pasa nada importante y al mismo tiempo pasa de todo: un collage de conversaciones sobre lo que pinte. Jerry se pregunta por qué los policías que están ociosos parados en una esquina no aprovechan para barrer la calle y así terminar de una vez con el tema de la basura; George le cuenta que en pleno acto sexual con una muchacha le vinieron ganas irrefrenables de movilizar el intestino, pero el baño estaba demasiado cerca del cuarto como para poder hacerlo con la privacidad que necesita –neurosis, obvio–, entonces, se fue para su casa en medio del acto, y quedó pegado. Elaine dice que les deberían dar la mesa a los que tienen más hambre y no a los que llegaron primero. Y así.
Cuando la gracia no radica en el laberinto del prolegómeno, está en cómo cuentan lo que pasó, generalmente de una forma más entretenida que el hecho en sí. Es ahí que juega la química entre los cuatro personajes y las aptitudes de los guionistas, que fueron varios, aunque el principal en el núcleo duro de temporadas fue Larry, que además era cabeza creativa y productor ejecutivo de la serie. Sentados en la mesa de la cafetería, los cuatro, pero sobre todo Jerry y George, desparraman semiótica y filosofía de la vida cotidiana, siempre partiendo de los detalles superfluos, a priori irrelevantes. Por ejemplo, analizar qué tanto le interesa a George su novia de turno en base a cómo limpia el baño cuando ella lo visita. Es decir, lo grande –el amor– se explica por lo chico –el nivel de limpieza–, el todo, por la nada. “¿Limpiás la bañera? ¿De rodillas, con detergente?”, pregunta Jerry. “Sí”, contesta George. “Creo que estás enamorado”.
Pero a veces, el detalle, la minucia, sirve ya no para explicar algo más profundo sino para algo mucho peor: es la excusa absurda para terminar con la pareja de turno. Seinfeld debe de ser la sitcom con más parejas por personaje: en internet se puede encontrar el ranking detallado –que alguien se tomó el trabajo de hacer– de las más de 50 “novias” que tiene Jerry a lo largo de la serie. Como casi nunca importa el devenir romántico, el cómo se conocieron y el rollo de telenovela, en un capítulo sí y en otro también, elipsis mediante, nos topamos con George o Jerry sentados, en plena cita, con la muchacha de turno, listos para ver el detalle extraño que les dispare la neurosis: tiene manos de hombre, come las arvejas de a una con tenedor, guarda fungicida en el botiquín, se lavó los dientes con un cepillo que cayó en el wáter, le gusta una publicidad horrible de pantalones, y un largo y neurótico etcétera. Por supuesto, cada uno de estos detalles luego es puesto en discusión en la mesa de la cafetería. En un capítulo, Jerry se obsesiona porque la muchacha con la que sale siempre lleva el mismo vestido, y eso dispara la elaboración de teorías sobre... los ciclos de lavado.
Ni moral ni moralina
“Sin abrazos, sin aprendizajes” fue una regla cumplida a rajatabla en los 180 capítulos de la serie, que hizo que los personajes, durante las nueve temporadas, nunca crecieran ni evolucionaran en el sentido moral, burgués y capitalista –mejorar de posición en el trabajo, casarse, tener hijos, comprar una casa en la playa y tener un perro–. Por eso la sitcom no deja enseñanzas explícitas ni esos momentos esperanzadores que tienen hasta las series más filosas e irreverentes, como Los Simpson, con musiquita tierna de fondo. Seinfeld no queda bien ni con Dios ni con el Diablo, y por eso su irreverencia es atemporal e incluso hoy está más fuerte que antes. En uno de los capítulos más famosos, The Outing, de 1993, Jerry y George son confundidos con una pareja gay. Las alarmas de la neurosis se encienden y ellos buscan aclararle a todo el mundo por todos los medios que no son homosexuales. Es una descarada exacerbación de la homofobia. Sin embargo, después de cada aclaración repiten como un mantra: “Not that there’s anything wrong with that” (“no es que haya nada de malo con eso”) e insisten en que está bien ser como uno es y bla bla bla. Así, es una descarada exacerbación, también, de la corrección política. ¿El resultado? Se enojan todos o ninguno.
Yada yada
La sitcom de Jerry y compañía parió, más que ninguna otra, varios latiguillos o eufemismos para describir situaciones comunes de la vida cotidiana. A saber:
Double-dipping: cuando se moja una papita dos veces en una salsa, en medio de un mordiscón, que es como poner toda la boca en el condimento.
Close talker: persona que habla muy cerca de los demás, sin respetar el espacio personal.
Shrinkage: encogimiento considerable del pene, producto de estar mucho tiempo en la piscina.
Master of my domain (amo de mi dominio): eufemismo para explicar que uno sigue ganando la apuesta de quién aguanta más tiempo sin masturbarse.
Yada yada: expresión para ahorrar explicaciones. Ejemplo: “Ayer vino mi ex novio, yada yada y ahora estoy muy cansada”.
Es por esto que muchas veces, además de resultarnos gracioso, Seinfeld nos puede incomodar; porque, a menos que seamos perfectos, es muy fácil que algunas de las actitudes de los personajes, egoístas muchas veces, miserables todas las demás, que cabalgan sobre la indomable neurosis, nos reflejen o nos tiren una verdad sobre la cara. La duda siempre está ahí, arriba de la mesa de Monk’s, la cafetería donde los cuatro protagonistas pasan las horas, charlando y comiendo mal. “¿Qué sentido tiene? Cuando me gustan, yo no les gusto. Y cuando les gusto, no me gustan. ¿Por qué no actúo con las que me gustan como con las que no me gustan?”, se pregunta George, de la nada, apenas arranca un capítulo (“The Old Man”), sin contexto alguno. Jerry no le da mucha cabida, hojea el diario, con aires de superado, siempre listo para pinchar, y contesta: “Bueno, dentro de 50 años ya todo habrá terminado”.
Seinfeld también tiene otra característica que la hace única: la autorreferencia y el chiste interno. Aprovechando que Seinfeld hace de sí mismo, para la cuarta temporada (1992-1993) Larry escribió un arco narrativo en el que Jerry y George idean un programa piloto para presentar a la NBC. Están sentados, como siempre, en una mesa de Monk’s. George le dice que eso que están haciendo, hablar, sin una historia, podría ser una serie. “¿De qué se trata?”, pregunta Jerry. “De nada”, contesta George, y agrega: “¿Te acordás de cuando fuimos a aquel restaurante chino una vez? Eso puede ser un programa de televisión”.
Pero al final, Seinfeld no era –no es– un show sobre nada. Tampoco sobre todo. Como cualquier producto artístico o cultural relevante e irreverente, es sólo una forma de ver el mundo. Este mundo, que parece ser el único que hay, así que mejor, reír.