No hay dudas de que desde la desaparición de la Unión Soviética, que aplicaba un marxismo extremadamente esquemático, Karl Marx ha perdido vigencia, incluso en el lenguaje académico corriente. Y esto, desde luego, es influyente. Pero hay, además, otras razones por las que la noción de lucha de clases suele ser eludida como concepto importante para comprender el sistema capitalista.

Propietarios y no propietarios de los medios de producción: esa es la idea fundamental sobre la que reposa este concepto. Los propietarios son los que se benefician con la plusvalía, y los proletarios, para tratar de mejorar sus remuneraciones –que por las “leyes de mercado” son lo más bajas que sea posible, puesto que siempre habrá un desocupado dispuesto a aceptar un salario menor con tal de obtener un empleo– deben combatir (y esto les conviene hacerlo asociados con sus compañeros de clase) para obtener alguna mejora en sus salarios. De ahí la “lucha de clases”.

Desde que se acuñó este concepto, a mediados del siglo XIX, plenamente vigente ahora entre capitalistas y proletarios, las sociedades más recientes se fueron transformando y aparecieron distintos grupos sociales que no son propietarios de los medios de producción (y que, por consiguiente, son también asalariados). Muchos sociólogos los clasifican como diferentes clases sociales. Por ejemplo, los empleados del Estado, que, en general, son inamovibles. Estos funcionarios son retribuidos de modo muy diverso, al punto de que hay entre ellos muchos proletarios y otros que ocupan un lugar más alto en la escala de las retribuciones. Todos estos funcionarios suelen apreciar en gran medida la estabilidad en los cargos que ocupan, y esto influye, sin duda, en una actitud generalmente menos combativa para tratar de mejorar su salario.

Otros casos, que pueden ser extraídos de lo que los sociólogos consideran clases medias –intelectuales, docentes, periodistas, etcétera, quienes, en virtud de su mejor formación, disfrutan, en general, de cierto prestigio o respeto social, que aparece como compensatorio–, muestran también cierta pasividad frente a sus condiciones salariales y de esta manera se distancian de los proletarios.

Sin duda, estas peculiaridades influyen para perturbar el sentido primario y global de este concepto: oposición y, por tanto, conflicto entre propietarios y no propietarios de los medios de producción. Un desocupado no es visto como alguien en oposición a otro. Un jubilado con una pensión insuficiente, tampoco. Y así sucesivamente.

Pero, además, la constante difusión de una imagen armónica de la sociedad democrática que reposa sobre la igualdad del sufragio (la única igualdad real en el escenario político) también opera desvalorizando la idea de lucha de clases. Son los fundamentos del liberalismo político los que contribuyen a reforzar este rechazo: “todos los hombres son iguales”, “la democracia es el gobierno del pueblo”. Aunque, en la realidad actual, parece posible que un millonario como Juan Sartori “compre” un cargo de senador. La legislación le permite invertir sin límites. Las estructuras del partido que eligió –a veces con cierto desagrado– parecen preferir aceptar los votos que estaría aportando. Un gran propietario de medios de producción puede intervenir en el escenario electoral (donde también se desarrolla la lucha de clases) con ventajas especiales, notorias.

En el estado actual del conocimiento científico, considero que el concepto de lucha de clases, sin duda abstracto, es esencial no sólo en economía, sino en todas las ciencias sociales.

Roque Faraone es escritor y docente