Siempre se habla de las raíces policromas del tango. De las habaneras, de los tanguillos andaluces, de la amalgama misteriosa de la pampa, y especialmente quizá, de los ritos seductores y herejes de los negros porteños con sus invocaciones paganas a Xangó, el dios del rayo y el trueno que, cuando baila, apoya sus manos en los testículos haciendo provocaciones sexuales. Quizá ese fantasma de misa negra con tambores, de claves con alma de “tres tres dos”, esa forma corporal de sentir las melancolías y los triunfos haya sido la maldición sexuada y en suspenso que hace del tango un género tan único. Con polvillos misteriosos de todo el mundo se creó la música más original en el Río de la Plata; a lo mejor, la síntesis de los dolores y los misterios habite en el tango y sus devenires en el tiempo.

Convertida desde hace tiempo en una de las referentes jóvenes del tango en el Río de la Plata, Noelia Moncada cuenta con una colección de discos que van marcando una etapa diferente en cada fragmento de su carrera. Así, cada uno de los trabajos discográficos de la cantante implica mucho tiempo de oficio, mucho cuidado entre selección, grabado, arreglos, tarea cumplida en conjunto con orquestas, arregladores, compositores y músicos en general que van proponiendo una estética. En cada disco hay un concepto, más allá de lo que luego ponga Moncada sobre el escenario, que siempre está nutrido de fuerza e impecabilidad. Las cualidades vocales de la intérprete la iluminaron en el ojo crítico y siempre filoso de los tangueros, de nuestra querida secta de la gomina con sus quejumbres y su recelo. Del mismo modo en que aparecen dulcísimos maestros transmisores del conocimiento con generosidad, también somos explosivos criticones. Pero a Noelia Moncada el San Pedro Orillero del cielo bandoneonoso le dijo: “Vos pasá”. En ese camino espinado y a la vez dulce del tango surge Encanto negra, su último disco, que aunque parece remontarse a aquel origen negro del tango, también se orienta a un más allá bastante potente: se trata de una colección de piezas latinoamericanas que devienen, en su mayoría, de una raíz afro. No se trata, tampoco, de un disco de candombes –esto para dejar tranquilos a los fundamentalistas de la lonja montevideana–, más allá de la muy acertada inclusión de “Candombe mulato”, gran tema de Víctor Lima popularizado por Los Olimareños. Como forma antojadiza del elogio, dentro de un panorama tan rígido como el de la música folclórica ciudadana, podemos decir que Encanto negra no es ni más ni menos que un disco de canciones. La calidad de cada versión se volverá tema indiscutido una vez que el disco fantasmee en el oído de cada uno: la apropiación arreglística e interpretativa hacen de cada tema una reescritura.

Para respaldar y construir la música elegida, el disco cuenta con un importante seleccionado de instrumentistas que hoy representan a lo mejor que tiene la música porteña: Juan Pablo Navarro en contrabajo, Ariel Argañaraz en guitarra, Pablo Fraguela en piano y coros, Facundo Guevara y Gaspar Tytelman en percusión, y los coros de Natalia Martínez y Cristina Zivec. Con el equipo en acción aparecen interpretaciones de temas de autores que van de Homero Manzi a Juan Carlos Cáceres (merecido homenaje a un insistente rescatista de las raíces negras del tango), pasando por el repertorio de Bola de Nieve y los casi olvidados tangos de Joaquín Mora, el compositor negro del género, creador de algunas de las melodías más hermosas que ha dado el cancionero del Río de la Plata. Así aparecen “Divina” y un paso conmovedor por el tango “Esclavo”, al que arrima sus versos José María Contursi. En el disco, el dúo íntimo y entrelazado de voz y contrabajo hacen de tres minutos toda una vida de placeres. También aparece la voz contemporánea de la trova ciudadana porteña en una versión de “Calle”, un tango fuertemente político de Alfredo Tape Rubín, o una versión muy justa de “La canción del linyera”, de Ivo Pelay y Antonio Lozzi, que fue muy popular en la voz de Antonio Tormo.

Dejando de lado el pequeño spoiler necesario, así como las valoraciones críticas del disco, se impone una consideración personal: Encanto negra es un trabajo coyunturalmente político. Me tomo la libertad de decir esto pese a que quizá no haya sido concebido bajo esa consigna, pero es una lectura que no puedo dejar de hacer. En un marco histórico como el de Argentina –donde la palabra “negro” ha sido usada invariablemente en forma denigrante (en el “negro” que suena en las voces del antiperonismo, pero también en el miedo de la generación romántica, que puede verse, por ejemplo, en la icónica novela Amalia, de José Mármol, furibundo antirrosista) y donde la segregación derivó en la casi desaparición una vez que no estuvo más Juan Manuel–, es un rescate muy valioso el que hace Moncada al mezclar el tango y su reminiscencia de espíritu africano con canciones latinoamericanas ligadas a la inquietud sensual de autores e intérpretes con “betún de farra” en la piel, parafraseando a Horacio Ferrer.

En Encanto negra Moncada muestra ductilidad como para irse del tango y volver tanto como quiera; muestra la fuerza con la que se realiza un trabajo bajo el estigma artístico de la pura sangre que luego, milagro de la música mediante, se convierte en belleza y placer en el recorrido que compone el repertorio de su disco. Quizá sea demasiado aventurarse a augurar un punto de inflexión en la carrera de la cantante, pero sí se puede hablar de un tiempo que la encuentra desplegando toda la calidad y la adrenalina del vivo, del arte en el momento, del sonido real y sin retaguardia. Se trata de imperiosos cantos paganos para el regocijo de la buena música.

Encanto negra. Noelia Moncada. 2019, independiente.