Los resultados de las elecciones parlamentarias del martes en Israel muestran un empate entre los principales aspirantes a dirigir el país y una prolongación de la crisis política desatada tras los comicios anteriores, que se celebraron en abril, y debido al lentísimo pero continuo avance de las causas judiciales por corrupción contra el aún primer ministro Benjamin Netanyahu. Como en las elecciones anteriores, el principal tema a dirimir era la continuidad o la remoción de Netanyahu. Su coalición, que incluye a su partido, Likud, y a una serie de partidos de derecha nacionalistas y religiosos, se vio reducida por un conflicto con el ex ministro de Defensa Avigdor Lieberman, que representa a un partido de base social de inmigrantes de la ex Unión Soviética, con un perfil muy nacionalista y antiárabe, pero a la vez laico. Habiendo obtenido el Likud 31 lugares en el Parlamento (Knéset) –sobre un total de 120 escaños– y 32 el novel partido Azul y Blanco, liderado por el general retirado Benny Gantz, Lieberman –líder del partido Israel Beitenu–, que fortaleció su representación parlamentaria, que aumentó de cinco a nueve diputados, se ha convertido en el posible fiel de balanza. Sin embargo, Lieberman pone condiciones aparentemente inaceptables para ambos contendientes.

El principal referente de Israel Beitenu exige a Netanyahu y a Gantz que se comprometan a formar un gobierno de “unidad nacional” que excluya a los partidos religiosos judíos y a la Lista Común que unificó a la población árabe de Israel. Para Netanyahu, esa condición implicaría romper su muy aceitada alianza con los partidos religiosos y con algunos sectores de extrema derecha. Esa por ahora fiel alianza de Netanyahu le provee de 55 votos en la Knéset, seis menos de los necesarios para obtener la mayoría parlamentaria que le permitiría ser primer ministro y –no menos importante– obtener la ansiada inmunidad judicial. Toda la campaña y la razón de ser de Azul y Blanco, sector que incluye gente de centro, de centroizquierda y de derecha –estos últimos otrora allegados a Netanyahu–, tuvo que ver con vetar la continuidad de Netanyahu, denunciando no sólo su corrupción, sino su irresponsable comportamiento como líder, sus cotidianos zigzags y bandazos, todos destinados a asegurar su supervivencia política. Por lo tanto, Azul y Blanco aceptaría la propuesta de un gobierno de “unidad nacional” de centroderecha, pero con la condición de que el Likud descabece a Netanyahu. Por ahora, nadie dentro del Likud se atreve a proponer esta alternativa en voz alta, ya que temen por la reacción de la base social del Likud, absolutamente alineada con su líder.

Gantz, por su parte, no tiene más que 43 votos asegurados en la Knéset si suma los suyos a la muy reducida centroizquierda sionista, el Laborismo, que obtuvo seis diputados, y Meretz, que consiguió cinco escaños. Los 13 votos de la Lista Común de los partidos que representan a la población árabe –al unirse aumentaron la participación electoral sumando otros tres a los diez que habían obtenido en abril– no son considerados potenciales aliados por Gantz, sino parte de un bloque que frena a Netanyahu. Los dos candidatos al cargo de primer ministro desprecian a la lista que representa indudablemente a la clara mayoría de la población árabe que vive en Israel por no ser “sionista”. Este solo hecho es un muy claro índice de que no estamos frente a un cambio significativo de políticas de Estado, aun si Gantz logra ser el sucesor de Netanyahu.

Hay una crisis política, agudizada tanto por la corrupción como por el impasse de las políticas israelíes frente al gobierno de Hamas en Gaza y las dificultades que tiene la ultraderecha israelí, aun cuando gobierna, de poner en práctica en su totalidad las consignas bélicas y racistas que lanza casi cotidianamente. Esa incapacidad produce constantes pugnas y escisiones, determinando la pérdida de votos de pequeños partidos que compiten a la derecha de la derecha y no superan la valla parlamentaria equivalente a cuatro diputados. Pero aún entre los políticos en muchos aspectos indudablemente más razonables de Azul y Blanco se pueden oír críticas a Netanyahu por su insuficiente “mano dura” en Gaza.

La debilitada centroizquierda israelí intentó nuevas alianzas que le permitieron frenar la caída a pique que venía teniendo, pero no pudo recuperar su representación parlamentaria. El futuro del Laborismo es una incógnita tras el intento de Amir Peretz de transformarlo en un partido con una base social distinta, con un perfil más popular. Entre los pocos “viejos laboristas” que no se fueron a Azul y Blanco o a Meretz hay quienes ya intentaron desplazarlo. La fidelidad extrema al líder en el Likud contrasta con la constante guillotina en el Laborismo.

Las próximas semanas se anuncian como una prolongada serie de partidos de truco, con muchas cartas marcadas, con amagues, señas y engaños, con un proceso judicial que flota sobre la cabeza de un Netanyahu frenético, que en su desesperación en los últimos días de la campaña electoral llegó a anunciar iniciativas dramáticas, inventar crisis militares y viajar a sacarse una foto con el presidente ruso, Vladimir Putin, para disputarle a Lieberman los votos de los inmigrantes provenientes de la vieja Unión Soviética. Todo parece anunciar una prolongada crisis política que tendría que saldarse en un eventual cambio político, aunque sin que se vislumbren cambios políticos sustanciales. Sobre todo, para los millones de palestinos que viven en territorios militarmente ocupados por Israel, sometidos a jurisdicción militar israelí, bajo la economía del shekel israelí, afectados día a día por las decisiones del gobierno de Israel, que no tienen derecho al voto y viven en una especie de apartheid político. Sus vecinos colonos israelíes, que en muchos casos residen en tierras usurpadas, son la principal base social de la extrema derecha aliada de Netanyahu y gozan de plenos derechos ciudadanos y políticos. Visto de esta manera, las elecciones en Israel no reflejan una verdadera democracia, sino el dominio étnico de un sector de la población sobre la otra, que mayoritariamente carece de derechos políticos. Esa es la llamada ocupación de los territorios palestinos; ese es su significado político y, lamentablemente, las fuerzas políticas en Israel que se oponen a esa realidad no crecieron, sino que continúan achicándose.

Actualmente existe el temor de que un Netanyahu acorralado actúe de manera irresponsable y peligrosa. Sin duda, una transición hacia líderes con más escrúpulos y menos dependientes del apoyo de los fanáticos ultranacionalistas puede ser un paso muy significativo, pero el camino no será fácil ni inmediato y la continuidad de las mismas políticas colonizadoras de los territorios palestinos alimentan los próximos estallidos de violencia. Por ahora, no hay un liderazgo alternativo que se proponga y se atreva no sólo a desplazar a Netanyahu, sino a dar marcha atrás a ese proceso colonizador.