Saqueo, abuso y resistencia son la tríada que hermana a los pueblos indígenas de América desde hace más de 500 años. Colectivos enteros desaparecieron junto con sus lenguas, su memoria y sus prácticas, pero otros encuentran las formas de eludir la aniquilación y dejar de lado sus rivalidades históricas para proteger la única forma de vida que les ofrece dignidad: la comunión con el territorio, la salvaguarda de la naturaleza y la confianza en la construcción colectiva de una forma más noble de estar en el mundo.

Pablo Albarenga, nacido en 1990, es fotógrafo documental y desde hace años acompaña la peripecia de diversos pueblos indígenas americanos en Paraguay, Brasil, Perú, Ecuador y la frontera entre Colombia y Venezuela, registrando las condiciones de vida y la acción política de estas comunidades que, acorraladas por el extractivismo y la sobreexplotación, entienden que sólo pueden vivir dando batalla, porque no darla es seguir extinguiéndose.

Drika, de una comunidad quilombola, y a la izquierda la mina de bauxita Río Norte.

Drika, de una comunidad quilombola, y a la izquierda la mina de bauxita Río Norte.

Con motivo de la presentación de Retomada (Montevideo, Alter Ediciones, 2019), un contundente libro que reúne más de 50 fotografías tomadas durante los distintos proyectos en los que ha participado, conversamos con Albarenga sobre su trabajo y sobre la forma que encontró para dar a conocer una situación que no parece mejorar mucho con los rezos globales por la Amazonia.

Dice que desde hace un tiempo se define como “comunicador”. Sintió que tenía que hacer algo más que capturar instantes, por impactantes que fueran. Entendió que era necesario ofrecer una narrativa de lo que está pasando, aunque eso signifique ir contra la pretensión de verdad del registro fotográfico. Empezó, entonces, a componer imágenes: de un lado la toma cenital de una persona posando sobre su tierra ancestral y del otro una captura, también desde arriba, pero a mayor distancia (a veces usa directamente imágenes satelitales), que permite ver el estado en que la industria de gran porte ha dejado esas tierras. Hidroeléctricas, mineras, madereras, caminería y obras monumentales de ingeniería parten en pedazos la montaña, desmatan inconcebibles extensiones de bosque, cambian el curso de los ríos, inundan aldeas y prenden fuego la selva para cultivar soja o poner a pastar el ganado. ¿Y la gente? Bueno, hay de todo. Algunos se quedan a trabajar en los nuevos emprendimientos, en condiciones de brutal explotación. Otros son realojados en territorios distantes, mezclados con integrantes de otros pueblos con los que sólo comparten el carácter de ajenidad respecto del gran proyecto capitalista; otros recalan en las periferias de las ciudades y pueblos y sobreviven como pueden mientras pueden. Y claro, están los que se organizan para resistir. Para pelear por las tierras de las que fueron expulsados, para recuperarlas y seguir en ellas sin aceptar del progreso nada que ponga en riesgo la forma de vida en armonía con el territorio que es la única que entienden.

Un grupo de indígenas canta luego de realizar una carrera tradicional conocida como “corrida da tora”, donde hombres y mujeres corren transportando un pesado tronco sobre su espalda, Maranhão, Brasil. 2016. Foto: Pablo Albarenga

Un grupo de indígenas canta luego de realizar una carrera tradicional conocida como “corrida da tora”, donde hombres y mujeres corren transportando un pesado tronco sobre su espalda, Maranhão, Brasil. 2016. Foto: Pablo Albarenga

Contame cómo armás esas imágenes.

Uso un drone. Hago fotos cenitales de los defensores de la tierra, acostados sobre su tierra, y al lado compongo otra imagen, también cenital, del territorio que defienden hoy, y cuando es posible muestro cuál es la amenaza o qué es lo que está pasando. Por ejemplo –me muestra una foto en su computadora portátil– ahí está Julián, que es un indígena chuar del Ecuador. Él es uno de los que luchan contra la construcción de una carretera que está entrando a la comunidad donde él vive. Y esto, por ejemplo, es una montaña que demoraron tres meses en partirla para que pase la carretera. Y desforestaron todo. Esta es Drika –cambió de foto–, de una comunidad quilombola. Ella es la primera mujer en ser electa coordinadora del territorio, y además es profesora de la comunidad. Ahí está ella acostada sobre su territorio y al lado un pedacito de un kilómetro y medio por un kilómetro y medio de la mina Río Norte, que es una mina enorme de bauxita, un mineral que se usa para hacer aluminio. Pero ocho kilómetros para adentro está esto, que yo no alcanzo a ver con el drone porque es enorme, pero se puede ver desde el satélite –me muestra una imagen absurda, un lamparón de barro rojizo que es como una mordida gigante en el verde de la selva– y en el que para hacerte una idea de las dimensiones tenés que saber que eso chiquito ahí son los camiones con contenedores. Así se ve desde el espacio, cualquiera puede acceder porque es un servicio de mapas de Microsoft, Bing Maps. El satélite es tremenda herramienta. Entonces, yo saco la foto con drone de la persona y después lo subo a 100 metros, ponele, y hago la foto de arriba. Después las pongo al lado. O sea que compongo la foto ya pensando cómo la voy a montar con la otra para que cuando la veas te dé la sensación de que es una.

¿Para quién estás haciendo esto? ¿Quién te lo paga?

Esto lo estoy haciendo para mí, pero algunas de estas imágenes las hice con financiación de Pulitzer mientras voy haciendo otros proyectos. Pulitzer tiene una convocatoria abierta para periodismo en bosques tropicales. Yo ya llevo tres proyectos con ellos; dos ya los ejecuté y ahora estoy con un tercero, que lo estoy terminando.

El primero se llamó El último río; lo hicimos con Caio Mota, un periodista brasileño amigo, y con Luna Gamez, que es una periodista española que vive en Río. Es una investigación sobre el negocio de las hidroeléctricas en el norte de Mato Grosso, en la cuenca del río Juruena, una de las más libres hidroeléctricas y en la que ahora hay más de 100 proyectos de hidroeléctricas de pequeño y mediano porte para ser instaladas allí.

Cuando tenga la tierra

¿Qué es una retomada indígena?
Recién en 1988 una Constitución brasileña, que es la actual, reconoce a los indígenas como sujetos de derecho, reconoce sus tierras y el derecho que tienen a vivir en ellas y a usufructuarlas. Después establece un plazo de cinco años para demarcar, delimitar y devolver todas esas tierras a los indígenas. Las demarcaciones tienen varias etapas: la primera es el estudio antropológico, en la que un equipo de antropólogos va al campo y empieza a hacer estudios, entrevistas y demás para delimitar ese terreno. Después de delimitado, se publica en el Diario Oficial, y después viene la indemnización de los estancieros afectados, como si fuera una expropiación. Y por último, la homologación, que consiste en que el presidente firma y se procede a la devolución de las tierras. Como eso no estaba pasando, porque hay otros intereses, incluso a nivel gubernamental, porque está la bancada ruralista, que no quiere perder tierras y menos a manos de los indios, las demarcaciones que se llevan a cabo son muy pocas, y las que ya están demarcadas empiezan a demorar 15, 20 años, y el proceso nunca se concreta. Entonces los indígenas en un momento, cansados de esperar por el gobierno para que se les devuelvan tierras que ellos ya saben que son de ellos, empiezan este proceso de retomada. La retomada consiste en ir a ocupar esas tierras que ya saben que les corresponden, expulsar a quien sea que esté a cargo y quedarse con la tierra. Si hay soja, si hay caña, lo que sea, dejan que cosechen y se lleven todo, dejan que saquen todo de las casas, y ellos se quedan en la tierra. Pero en ese proceso se da un choque muy grande, los estancieros, en represalia, organizan ataques, contratan milicias armadas. En el caso particular de Mato Grosso do Sul, como es frontera con Paraguay, contratan sicarios que hablan guaraní para que les traduzcan lo que hablan los indígenas, porque la lengua también es un arma y es una defensa. Mato Grosso do Sul es el estado más violento de Brasil en lo que refiere a cuestiones indígenas. En los últimos años hubo cientos de muertos. Y los suicidios tienen una tasa igual o superior a los asesinatos. El problema de suicidios vinculados al conflicto por la tierra entre los guaraní-kaiowá es de proporciones escandalosas.

Hablás del negocio de las hidroeléctricas: ¿Brasil necesita seguir construyendo hidroeléctricas?

Brasil ya tiene superávit de producción eléctrica. Tiene un excedente de energía de casi 14.000 MW de potencia generada. Al mismo tiempo, cuando se instala una hidroeléctica, en general no termina volcando la energía a la red nacional, sino que, como se abren carreteras, empiezan a venir madereras y empiezan a desforestar. Y ya se instala una mina cerca, que saca electricidad de la hidroeléctrica. Así que se crea un efecto dominó: una vez que llega la hidroeléctrica empieza a llegar todo lo demás.

El otro proyecto con Pulitzer fue Rainforest Defenders, en el que hicimos algunos retratos que son como pequeñas historias de defensores del bosque. Hicimos una primera etapa en Brasil y ahora presentamos el tercer proyecto Pulitzer para hacerlo en Ecuador. Pero como estamos hablando de la Amazonia, no es solamente hablar de Brasil: es hacer historias en todos los países que tienen parte de la Amazonia. Ahora iríamos a Colombia, en febrero, con un cuarto proyecto. La idea es hacer un gran mapa de historias: pequeñas biografías de defensores de la tierra en la Amazonia.

Vista aérea del Santuario dos Pajés, una aldea indígena establecida antes de la construcción de Brasília y cuya expansión está alcanzando el territorio indígena. Brasília, 2018. Foto: Pablo Albarenga.

Vista aérea del Santuario dos Pajés, una aldea indígena establecida antes de la construcción de Brasília y cuya expansión está alcanzando el territorio indígena. Brasília, 2018. Foto: Pablo Albarenga.

¿Dónde viven estos grupos con los que tomás contacto? ¿Son comunidades ya urbanizadas?

No necesariamente, es muy diverso. Por ejemplo, para los indígenas borarí Alter do Chão (en el estado de Pará) es su aldea, pero también es un pequeño pueblo turístico, urbanizado, con hoteles y todo. Un gran negocio de turismo, que ahora está muy amenazado por la especulación inmobiliaria; están construyendo casas en áreas protegidas. Pero para ellas es su aldea (dice “para ellas” y me explica que ahí él tomó contacto con un grupo de mujeres indígenas que trabajan sobre cuestiones de género y son el frente de defensa contra todas estas cosas que trae el turismo). Aunque no están en contra del turismo, porque también se crea una relación de dependencia... Están atentas, trabajando.

Y por ejemplo en Ecuador estuve con los Achuar –me muestra un toma aérea en la que se ve una pista de aterrizaje arrancada a la vegetación de la selva–: para llegar hasta ahí sólo que sea en avioneta. O unos días en lancha por unos ríos que son un peligro.

¿Y cómo se paran frente a los megaproyectos en sus territorios?

Bueno, no se puede tener una visión romántica, ideal. Hay que entender que estos pueblos están completamente vulnerados por todo lo que estamos haciendo a su alrededor. Hay indígenas que pueden, por necesidad, apoyar el agronegocio (en el caso de Brasil hay algunos), pero son minoritarios los grupos que están a favor de la industria extractivista o los megaproyectos. En general ellos están a favor de tener su territorio. El fondo de eso es una cuestión de cosmovisión que es diferente a la nuestra. Nosotros medimos el éxito justamente al revés: comprar un terreno o una casa en otro lugar, irnos a vivir afuera, vivir en otros países, viajar. El éxito, para nuestra sociedad, está en dejar el lugar en el que nacimos y conquistar otro. Para ellos, no. Para ellos el territorio está muy asociado a la vida, es indispensable para poder llevar a cabo la vida. Si ellos no tienen su territorio, en el que están enterrados sus ancestros, donde toda su ancestralidad se desarrolló, entonces se complica. Y esa es justo la mecha que enciende conflictos, porque cuando son despojados de sus territorios y son realojados en otros (porque, por ejemplo, van a sacar petróleo, como pasa en Ecuador), terminan convirtiéndolos en algo que no son. Y cuando se integran a nuestra sociedad lo hacen en el último eslabón de la cadena.

La dinámica es más o menos siempre la misma: llegar acompañado por alguien de confianza de la comunidad, presentarse, decir con claridad qué se pretende hacer y para qué, y esperar la aprobación del colectivo. Después, compartir con ellos la vida: dormir en una hamaca, comer lo que ellos comen, acompañarlos en lo que sea posible. Hay convivencias que llegan al mes, pero también hay algunas de poco más de una semana.

Pablo Albarenga conversa con Paola, una mujer indígena Wayuu, en Colombia, durante la producción de una serie de reportajes sobre mujeres indígenas en la frontera con Venezuela, junto a Edilma Prada y Luzbeidy Monterrosa. Foto: Luzbeidy Monterrosa, Comunicadora indígena Wayuu, 2019.

Pablo Albarenga conversa con Paola, una mujer indígena Wayuu, en Colombia, durante la producción de una serie de reportajes sobre mujeres indígenas en la frontera con Venezuela, junto a Edilma Prada y Luzbeidy Monterrosa. Foto: Luzbeidy Monterrosa, Comunicadora indígena Wayuu, 2019.

¿Cómo estás comunicado ahí? ¿Tenés formas de comunicación?

En los proyectos, por cuestiones de seguridad, porque estamos en territorios bastante hostiles, lo que tenemos a veces es un teléfono satelital. En algunas comunidades sabemos que hay internet satelital, entonces siempre tenemos algún plan de comunicación. A veces llevamos un trackeador GPS si la zona es muy caliente, para que en caso de haber alguna emergencia podamos activar un botón de pánico y, por lo menos, se sepa dónde estábamos. Yo recibí un entrenamiento para supervivencia en lugares hostiles y primeros auxilios, también de Pulitzer, y ahí nos enseñaron a armar planes de riesgo, de contingencia. Entonces antes de cada viaje armo una lista de contactos de seguridad por si pasa algo; dejo a alguien enterado. Por ejemplo, ahora hice una historia en la frontera entre Colombia y Venezuela y cruzamos por las trochas, que son los caminos ilegales auxiliares que usan los indígenas, y esa zona es muy caliente, entonces ahí todo el tiempo estábamos reportándonos, mandando posición de GPS.

¿Qué sentiste la primera vez que llegaste a una de estas comunidades aisladas?

Uno de los viajes que más me marcó fue el primero, con los guaraní-kaiowá. Porque la historia siempre la cuentan los vencedores, ¿no? Y si bien este proceso todavía sigue, nosotros somos, claramente, los que venimos comiendo terreno y ganando y pasando por arriba de ellos. Y nuestra construcción de lo indígena es falsa. Tenemos una imagen de lo indígena que es propiamente la de un museo. La realidad es mucho más diversa que eso. Y lo otro que me sorprendió mucho fue el nivel de violencia que se experimenta en estos lugares. Nosotros ya estamos anestesiados por la violencia: todo el tiempo estamos oyendo que mataron a tantos en Siria, que mataron a mil acá, que explotó una bomba allá, pero todo eso pasa lejos. Cuando vos vas ahí y ponés tu cuerpo en ese lugar, todos tus sentidos están sintiendo lo que está pasando. La muerte pasa a hacerse algo tangible. Y las amenazas también. La primera vez que me apuntaron con un fusil de asalto en la cara fue en Brasil, y no fueron unos vándalos: fue la Fuerza Nacional.

¿En qué circunstancia fue?

Saliendo de una retomada indígena. Los estancieros llaman a la Policía cada vez que hay extraños, cada vez que hay periodistas, cada vez que hay algo que no les gusta. Y la Policía también es muy corrupta y muy pesada, sobre todo con los indígenas y con los periodistas. Y ya nos venían vigilando, y cuando salimos de una aldea en el auto nos cerraron el paso dos camionetas de la Fuerza Nacional y se bajaron apuntándonos, nos hicieron bajar del auto, nos revisaron todo y no encontraron nada con qué incriminarnos. La Policía mata mucho en Brasil.

Retomada

A esta historia se llega por el aire: primero el amanecer sobre el río Arinos, en Mato Grosso, después la vista aérea de la aldea Yvyrupá, dentro del bosque atlántico en las afueras de Maquiné, en Río Grande do Sul, en donde se establecieron 13 familias indígenas guaraní- mbya que abandonaron la reserva en la que vivían y ocuparon sus tierras ancestrales. A ras del suelo las imágenes cuentan la vida cotidiana: revisar las trampas, pescar, jugar, cocinar, pero también estar alerta, vigilar, resistir el contragolpe de los latifundistas, pintarse la cara para no ser identificados, bailar y rezar juntos, planificar el día, cuidar a los más chicos.

El libro, publicado por Alter Ediciones con el apoyo de los Fondos Concursables para la Cultura, surgió de la idea de Manuel Carballa a partir del material fotográfico que Pablo Albarenga venía produciendo durante sus trabajos en territorios indígenas. Pero a diferencia de los trabajos hechos con Pullitzer, en este conjunto se buscó presentar las imágenes en secuencias temáticas, es decir, apuntando a una narrativa de los asuntos generales más importantes que enfrentan estas personas, y no a las historias particulares de cada uno. Por eso hay escenas que corresponden a momentos distintos y a colectivos diferentes. Algunas abordan la cuestión de la lucha por el territorio en el territorio, pero otras muestran desplazamientos, como las movilizaciones en Brasilia para reclamar que se cumpla con la entrega de tierras, o ilustran la situación específica de la lucha de la mujer en este contexto.

Elegir las fotos, dice Albarenga, fue un proceso “muy removedor, de volver a los primeros viajes”, y celebra que Raúl Zibechi haya puesto en palabras, en la introducción, su propia experiencia en contacto con distintos pueblos originarios de América Latina, para dar cuenta de una “radical otredad” que hace posible poner en juego otras formas de estar en el mundo, de pensar y de sentir. Una forma de vida “irreductible a un modo de producción”, en el caso de los pueblos amazónicos, porque no están en la tierra “para extraerle frutos, sino para sostener y reproducir la vida”.

Hay imágenes de una belleza deslumbrante, pero sobre todo hay un compromiso ético con la lucha de los protagonistas. Una batalla sin cuartel y sin tregua que lleva más de 500 años y que parece estar lejos de terminar.

¿Incriminarlos en la acción misma de la retomada de tierras?

Claro, porque el discurso oficial es que las ONG están alentando y arengando a los indígenas para que tomen las tierras para después usarlas ellos. Y por otro lado, también dicen que los indígenas son invasores. En el caso de Mato Grosso do Sul, es un estado que se integró hace relativamente poco al país, después de la guerra de la Triple Alianza contra Paraguay. Brasil se queda con ese pedazo de tierra de Paraguay. Y como en todo relato de colonizador, dicen que ahí no vivía nadie, que las tierras estaban desocupadas, pero ahí estaban los guaraní-kaiowá. Entonces los empiezan a llamar “invasores”. Durante mucho tiempo los usaron como mano de obra que hoy sería catalogada como esclava, para trabajar produciendo yerba mate, que era lo que ellos producían y sabían cómo cultivar. Cuando termina el negocio de Matte Laranjeira [la empresa, que tenía el monopolio de la explotación de yerba mate, llegó a tener casi dos millones de hectáreas en ese territorio que fue de Paraguay], empiezan a lotear esas tierras para crear estancias, establecimientos rurales. Entonces empiezan a expulsar a los indígenas, y a raíz de todo eso se crea la SPI, el Servicio de Protección al Indio, que hoy es la Funai, se crean ocho pequeñas reservas y empiezan a realojar y a correr a los indígenas hacia las reservas. Entonces cuando los empiezan a confinar ahí, ellos empiezan a escapar y volver a sus territorios –obviamente, muchos mueren en ese proceso–, y otros, desesperados por quedarse en su tierra, aceptan trabajar en condiciones inhumanas.

¿Cómo sigue este proyecto?

La idea es llevar lo de Rainforest Defenders a un mapa grande de la Amazonia: tener todas las historias ahí mapeadas para dar un panorama bien general de lo que está pasando ahí. Y, al mismo tiempo, ir a historias más personales, pequeñas biografías. Ahora estamos en un momento especial: después de los grandes incendios en la Amazonia, que no fueron sólo en Brasil, porque también hubo mucho fuego en Bolivia, la Amazonia empezó a estar sobre la mesa como tema. Tomó dimensión prioritaria y se repite que la Amazonia es el pulmón del planeta y que la necesitamos para vivir.

Pero para mí no nos tiene que importar por eso. Porque lo que está pasando ahí adentro es que hay gente que se está muriendo. Y para que exista un mercado ilegal de madera tiene que haber un cliente que compra esa madera. Para que haya un mercado de oro, de soja, tiene que haber consumidores. Y somos nosotros.

Foto: Ernesto Ryan

Foto: Ernesto Ryan

Hay un “mercado natural” que tampoco ayuda.

Por ejemplo, con el açaí está pasando lo mismo que con la quinoa: se está popularizando en el mundo gracias a dos surfers de Estados Unidos que descubrieron el delicioso açaí en Río de Janeiro, fundaron su empresa exportadora y están haciendo un montón de guita. Los productores son productores locales que toda la vida dependieron del açaí para vivir, reciben dos pesos, arriesgan la vida, porque hay muchos accidentes de trabajo, las condiciones de trabajo son penosas, pero todos tienen eso de “producimos el superalimento y cuidamos el bosque sustentable”, y tienen la frase de “floresta em pé”, y en definitiva están creando un mercado que los enriquece solamente a ellos. Y para mantener esa demanda internacional de ese producto que se empieza a consumir masivamente, lo que pasa atrás del telón es que hay pequeñas comunidades que están produciendo açaí todo el tiempo. Se ven en la zafra los índices de deserción escolar, porque muchos niños dejan la escuela para trabajar, porque hay que trepar la palmera y ellos son más ágiles, más livianos, entonces saltan con 15 kilos a la espalda de una palmera para la otra, se caen, se quiebran, se lastiman, se les deforman las piernas, hay un montón de consecuencias. Y ninguna empresa mira desde que llega el producto a la puerta de la fábrica para atrás, sólo hacen marketing: “por cada açaí que comas, colaborás con el bosque porque nosotros mantenemos esto, bla bla bla”. Entonces, pensar en la Amazonia porque si no está nos va a faltar el aire...

Si realmente nos preocupa nos tenemos que preocupar por las personas que están ahí adentro y que nosotros estamos matando. ¿Y cuándo saltó la preocupación por la Amazonia? Cuando San Pablo quedó a oscuras por el humo. Hacía 15 días que ardía la selva y los medios no decían nada. A veces me gustaría que hubiera Amazonias en todo el mundo: en la fábrica de Nike, en la fábrica de Apple, porque así capaz que a alguien le interesa.

Semillas de resistencia

Lo que se obtenga por la comercialización de Retomada se va a sumar a un fondo para producir una publicación en la que cada retratado aparezca junto con su texto y con dibujos de los grafismos de su pueblo. “La idea es que sea un libro hecho entre todos”, explica Albarenga, y destaca que apuntan a un tiraje de miles de copias de bajo costo que luego los indígenas y moradores de las comunidades podrán distribuir como quieran.

El proyecto Semillas de resistencia, consistente en la realización de 15 retratos compuestos tomados con drones, es financiado por National Geographic y comienza en abril. Luego, ese material se sumará a otros para ser parte del libro que esperan poder completar "de acá a dos o tres años".

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