Es historia. En un rincón casi invisible de un país esquinado de Sudamérica, desde un patio de Mercedes, pedacito de Uruguay, mientras sonaba algo parecido a “Five Spot After Dark”, de Curtis Fuller, entre el gentío y las guirnaldas, casi pegado a un río negro salpicado de colores, justo en los adoquines, dos personas explotaron con la intensidad de un trombón en un abrazo de cinco segundos. Se despedían de sí y del 13º Encuentro Internacional de Músicos Jazz a la Calle 2020. Parece poco, pero cinco segundos son mucho más que toda la vida.

En la calle todos somos iguales, comunes. En eso, que no es fantasía, la música invade todo. Es el goce por el goce, como la niña bailando Miles Davis, Charles Mingus, Fios de Choro o María Noel Taranto sin saber quiénes son. Otros tres pequeños piden “otra, otra” como si se tratara de un cumpleaños infantil. Una señora se tapa la nariz y la boca con las dos manos como quien se conmueve; están los idealistas –esos que sueñan con locos amores de verano– y están los que vinieron porque había luz; alguien ríe, los músicos tocan mientras el perro negro con manchas blancas, bien comido, despatarrado, mira con detenimiento al trompetista y la baterista; el Jazz a la Calle es un montón.

Pentagramas

“Algo muy inesperado para todos. Definitivamente, es el fruto de una cantidad de años de trabajo de un montón de gente. De repente, se destapó la olla”, dice Juan Ignacio Méndez, director académico de la Escuela de Música Jazz a la Calle, que en 2019 atendió a más de 300 alumnos y alumnas. Sus palabras ponen foco, además, en la Carricola Jazz Orchestra, la big band que abrió el encuentro el sábado 11, integrada por estudiantes y profesores tanto de la escuela como de la tecnicatura Jazz y Música Creativa, de la Universidad Tecnológica (Utec). Carricola fue una de las cuatro grandes formaciones que estuvieron en el escenario mayor. Las otras fueron la chilena The Antofagasta Big Band, la argentina Córdoba Jazz Orchestra –que tocó exclusivamente composiciones cordobesas– y la brasileña Reteté Big Band. Todas sonaron como esas viejas películas del buen cine.

Todo el mundo se queda con algo, se lleva algo. Para Aída Martínez, curadora y parte activa del movimiento, hubo dos formaciones de gran nivel: Lautaro Moreno y su quinteto, y Juanjo Corbalán Cuarteto, formación paraguaya que, entre sus instrumentos, tuvo un arpa que puso la música en el cielo.

Siempre hay sorpresas, más allá del caudal musical que cada persona tiene dentro. En algunos casos se produce una conexión emocional casi inmediata, mientras que en otros pega de lleno la composición musical. En ese sentido, Alan Plachta, docente de la tecnicatura de la Utec, se deja sorprender: “A veces me veo interpelado desde lo emocional, otras desde lo técnico. Ver gente tocando tan bien me da alegría, no estoy analizando lo que hacen. Este año, en particular, lo viví desde ese lugar. Otros años, con alguna orquesta brasileña, me llamaban más la atención los arreglos, las performances técnicas y los tipos de ensambles”. Entre la variedad de propuestas, Plachta destacó a la orquesta de Córdoba, porque “tocar músicas de su región se vincula con el valor del caudal local y, a la vez, corresponde a la concepción jazzística de las big bands”.

Entre lo de allá y lo de acá, entre lo que se ajusta estrictamente al jazz y las músicas que inquietan los límites; así pasó el 13° Encuentro. Juan Méndez prefirió hablar de eclecticismo. “Es inevitable, inherente a cada uno de nosotros. Ninguno va a sonar como un grupo que es de otro lado, que habla de otra forma, que tiene otras realidades. Por supuesto que hay que incorporarlo, porque las influencias existen, no podés evitarlas. Es como usar palabras de otro idioma. Está bueno. Al darnos cuenta de eso valorizamos lo que tenemos sin dejar de valorizar lo de afuera. Tengo la ocupación de estudiar ideas y ver cómo funcionan en uno. Hay que incorporar, complejizar, enriquecer lo emocional e intelectual y dejar la vara más alta. ¿Existe música pura? El tango es una fusión, el folclore es una fusión, el jazz es una fusión. No sé si existe algo puro. Y, más allá de que exista, está bueno pensarlo”, dice el músico mientras la tardecita se hace noche a orillas del río Negro, donde los peces juegan con el afuera.

Bien hablado

Se pide la volada en las jam sessions: una noche entre semana, una detrás de la otra, varias mujeres hicieron fuerza en base a instrumentos y canto, y lograron parar una formación íntegramente femenina. Al final de sus músicas, el mensaje era claro, constructivo, del orden de “estaría bueno que hubiese más mujeres arriba del escenario”. Los aplausos fueron casi unánimes. La semilla quedó plantada y la organización se hizo cargo: el último domingo tuvo lugar el foro Música y género en Uruguay: situación actual y avances hacia la equidad.

Mucho antes de que el Jazz a la Calle 2020 sucediera se supo que la participación de mujeres, dentro de lo formal –o sea, en el escenario mayor–, sea con bandas propias o integrando distintas formaciones, sería poca. Para Aída Martínez, esto tiene una explicación: de todas las inscripciones de bandas aspirantes sólo 5% eran mujeres. “El sistema de selección de bandas implica que hay un equipo de curadores, mujeres y varones de distintos países y con diferentes estilos musicales. Se abren las inscripciones y se inscribe quien quiera, en la mayoría de los casos con el nombre del proyecto. Lo primordial para las evaluaciones son los proyectos musicales. Hay que valorizar la música. Hubo 225 bandas inscriptas. De ahí, con el promedio de los curadores, se hizo el ranking final; eso pasó a la evaluación presupuestaria, y después se armó la grilla. Sí, una grilla final con pocas mujeres. Pero la realidad es que de todas las inscripciones sólo 5% eran mujeres. Me llamó la atención que se inscribieran tan pocas. Es un porcentaje bajo. Esa es la situación actual, y hay que buscar caminos para que haya más mujeres presentes. Mirá, en la escuela y en el movimiento la mitad de quienes están son mujeres, sean estudiantes, docentes o colaboradores. Es necesario generar más proyectos, ver por dónde ir, buscar los caminos a resolver en el entendimiento”, contó a la diaria.

Ensamble

Hay refugios que valen: en el muelle Comercio hay dos pescando. Están en la suya, en su rutina, más allá de que, en enero, Mercedes es otra cosa; se transforma. A poco menos de 200 metros, en una calle medio destartalada como las vidas comunes y corrientes, una pareja adulta pone dos sillas playeras y se sienta a ver, a escuchar música. Él ceba los mates; juegan de memoria, tienen los rasgos simples de un barquito de papel.

“Los músicos, por fuera de lo formal, tienen dos instancias de participación: las clínicas y los toques, sean callejeros o las jams”, dice Juan Carrozza, arquitecto chileno que es el presidente del Movimiento Cultural Jazz a la Calle. Y agrega: “La gran mayoría es gente joven que sabe y quiere aprender, que quiere sentir la experiencia del contacto. Admiro la libertad con la que se mueven: un día vi a un niño de ocho años tocando activamente con adultos. Se dan esos espacios increíbles”.

Leyó bien: arquitecto chileno presidente del Jazz a la Calle. Hace 11 años que recaló en Mercedes junto con su compañera mercedaria. Aficionado a escuchar jazz, su acercamiento se dio naturalmente. “Empecé a vincularme por lo mínimo: miraba como espectador. Iba cuando podía. Tiempo después, me ofrecieron ser integrante de la comisión de padrinos y madrinas para acompañar a los grupos. Me involucré más; fue una experiencia muy buena. Luego me invitaron a sumarme a la directiva; primero fui secretario y ahora presidente. La responsabilidad es grande, el movimiento es un sistema complejo. La idea es ir mejorándolo día a día”, reflexiona.

Todo parece crecer: la escuela rompe récords de alumnos y cumple el cometido de llegar a la mayor población posible; en la tecnicatura de la Utec se llegará a la cuarta generación de ingresos y tendrá los primeros egresados; el movimiento como tal recibió el Premio Nacional de Urbanismo 2019 en la categoría eventos urbanos, algo que demuestra que este tipo de actividad revoluciona los espacios públicos y genera comunidad. Todo es un poco más que jazz.

En el pasillo

En los corredores del tiempo suena “Na sala”, de los brasileños Fios de Choro. A la vuelta de la esquina, casi al mismo tiempo, la improvisación va por encima de “Goldenwings”, de Opa. Caminando más, como dando la vuelta en u, en el restante toque callejero (creo que) suena “Equinox”, de John Coltrane. Parece que no, pero las músicas son primas hermanas: el jazz como vehículo para expresar cosas distintas.

“Hay una hibridación en el ADN musical. Porque, ¿cuál es la música mía o la del entorno? Soy de Buenos Aires y uno diría, no sé, somos el tango. Me encanta, pero llegué tarde al tango. Por ahí tengo que decir The Beatles. Esa es mi raíz, la primera música que me voló la cabeza. También son el Flaco [Luis Alberto] Spinetta y Fito Páez. Y Jaime Ross. Hasta que en un momento aparecen Miles Davis y Tom Jobim. Y [Gustavo] Cuchi Leguizamón y [Astor] Piazzolla, y puedo seguir. Quiero decir: si la música se hace de forma auténtica y con respeto, me esmero de la mejor manera, trato de decir un mensaje o de contagiar cosas buenas, y no hay objetivos egoístas, ¡es válida! Los géneros pasan a un segundo plano, más allá de que históricamente haya habido reticencias a los cambios”, concluye Plachta, sentado en una salita de la Utec, al lado de donde ensayan una de Charly García. Plachta, muy interesado en la investigación, en 2019 comenzó un estudio sobre la relación entre el jazz y las músicas regionales. “Es necesario entender la hibridación de esos dos mundos; de los músicos, de las épocas, de regiones en las que se tocó x música por x razones y dio x consecuencias, y, a partir de eso, generar material. Acá elegimos el caso de Hugo Fattoruso e hicimos transcripciones de las composiciones y de las improvisaciones para encontrar cómo se liga lo que él toca con la tradición o historia del jazz. A partir de eso sacamos conclusiones y empezamos a trabajar desde ahí. Es tratar de sistematizar algo que sale del hacer cotidiano de los músicos”, asegura antes de que un niño que escuchó la entrevista con la diaria le regale un dibujo.

La charla con Méndez fue en el muelle, detrás del escenario de la Manzana 20; la conversación con Aída Martínez fue caminando por la ciudad. Sin saberlo, ambos coinciden en algo: Jazz a la Calle funciona por la suma de las partes.

“Hay una raigambre distinta. Es volver a hacer las cosas en conjunto, de forma social, comunitaria. Eso es volver al jazz. Cada uno en su posición, llevándolo adelante: la organización, los que tocan, los que reciben gente, los que venden la comida o las artesanías, los que escuchan”, define Méndez; “al Encuentro lo hacen los músicos junto a la comunidad. El movimiento se convirtió en un vehículo para que las cosas sucedan. El director de la banda de Antofagasta me dijo: ‘Acá no tienen un público, tienen una audiencia’. Es una diferenciación muy interesante. La audiencia es muy respetuosa, considera por igual cualquier propuesta, incluso los días con grupos de mucha carga técnica la audiencia sigue firme cerca del escenario. Esto existe acá”, remata Martínez.

Se respira música. Se da y se absorbe la energía que hay; una energía que tiene que ver con cómo encarar la vida en relación con la música. Se trata de algo visceral y pasional, parecido a un deseo muy profundo, pero también de hacer música y de hacerla cada vez mejor. En una de las numerosas clínicas se notó algo: durante toda la charla nadie tocó un celular. Whatsapp e Instagram sufriendo lo que temen: el segundo plano. Músicas y músicos metidos en la música. “Involucrarse acá, el real involucramiento, es con la música, pero también con las cosas que uno desea y que exceden las apariencias, exceden esa idea del éxito y del fracaso, exceden las fotos”, cree Plachta.

Rieron, se consagraron las calles en sol mayor. No terminó Jazz a la Calle. Da volteretas y cada vez se consolida más como espacio social. Tiene para mejorar, es imperfecto como la vida misma. Pero sabe lo que quiere. Eso es no perder el tiempo.