Me acordé entonces de Darío. No del Rubén Darío de carne y hueso, príncipe de las letras castellanas, sino del otro, del Darío arquetípico. Del que es un niño de bronce con los ojos cegados por la pintura granate en el monumento al poeta en Santiago de Chile. Darío etéreo y herido, que es el mismo que estaba en Managua en una casa, recortado de una revista, para poner algo satinado –aunque más no sea la foto en sepia de Darío– en la pared sin revocar de Acahualinca. Caserío que esconde en su sonoridad náhuatl el barrio más pobre de Managua, al que le cantó en 1969 Leonel Rugama, con una voz todavía de gallo adolescente truncada por las balas de la represión. Me acordé de Darío dos mil años después de haber leído a Rugama, leyendo, ahora, el Cuaderno de las conjugaciones, de Jorge Arbeleche.

Decir que este libro de Arbeleche, ganador el año pasado del premio Bartolomé Hidalgo, es la obra mayor de uno de los autores más consecuentes de la literatura uruguaya de los últimos cincuenta años no es explicar por qué me acordé de Darío. Porque no se trata de una vecindad de calidad –no hay en esa clave vecino alguno de Darío– ni de estilo. En todo caso, las referencias y los parentescos son amplios: al igual que hace pensar en los españoles lorqueanos, Arbeleche hace pensar en las ciruelas de William Carlos Williams cuando pregunta, en “Conjugación de la sal”, por los tomates. Pensé en Darío porque cuando en su poema “Conjugación de la búsqueda” Arbeleche escribe “Gracia” yo leí, también con mayúsculas, Garza. Y, aunque puede haber cisne sin Darío, toda garza literaria es hija del bestiario dariano.

Pero si se acepta que leer Garza es leer Darío, quizá leí Garza porque dos páginas más atrás, en “Conjugación de las palabras”, había pensado en el cura sandinista. Y pensar en la potencia originaria del sandinismo es pensar en Darío, porque no hay poesía que si es buena sea reaccionaria (aunque los poetas lo sean, querido Ezra Pound). En ese poema, arte poética y confesión de oficio, escribe Arbeleche “alambrado” y escribe “colgadas”, y el cura sandinista –no Ernesto Cardenal, sino Gaspar García Laviana– había escrito, en uno de sus malos poemas, que ya no podía hacer más nada contra la injusticia, salvo colgar su carne de un alambrado de púas. Entonces el cura sandinista lo hizo. Es decir, se fue a la guerrilla y murió en una emboscada en un paraje llamado El Infierno.

Lo que ocurre con Cuaderno de las conjugaciones, lo que lo vuelve el gran libro de poesía que es, no es el Bartolomé Hidalgo ni el sobrio diseño de Gustavo Wojciechowski, sino esa cualidad de aguijonear al lector para que dispare asociaciones y actos fallidos en múltiples direcciones y después traerlo siempre de regreso, como con un arpón, al barco del poema que boga sin que el autor pierda nunca el timón del ballenero. Ocurre así porque Cuaderno de las conjugaciones es, en definitiva, carne de poeta colgada en el alambre de púas de este páramo asqueante que es el mundo.