La ola de calor pega fuerte dentro del Club Barracas, desde donde sale desde hace muchos años la comparsa Tronar de Tambores. Suele ocurrir que las sociedades de negros y lubolos concursen a primera hora, y por eso los aprontes comenzaron temprano. Todas las conversaciones giran en torno a lo que sucederá esa noche. La charla distendida no disimula la concentración que se dibuja en cada semblante. La de esa noche será una prueba de fuego para la familia de Tronar, y entre sus integrantes se suceden palmadas en el hombro y frases de aliento. 5 de febrero de 2020: el primer día que Julio Sosa, Piel Kanela o, simplemente, Kanela, no estará al frente de los suyos sobre el escenario del Teatro de Verano. El legendario bailarín, una de las figuras más influyentes del carnaval, con fuerte huella en el imaginario cultural local (no importa qué tan familiarizado se esté con este universo: todos conocen a Kanela), murió el pasado 28 de diciembre. La comparsa resolvió seguir adelante y salir a la calle como tributo definitivo. Un gesto que significa un enorme esfuerzo colectivo e incluso una dilatoria del duelo: la barra de Tronar aún no pudo enterrar al muerto. Se fue hace menos de un mes y quizá por eso todos se refieren a él en tiempo presente, como si de un momento a otro fuera a llegar al Barracas a hacer lo de siempre, que era estar en todo: revisar apliques, decorados y hasta sentarse a repasar algún vestuario en la máquina de coser. “Hoy el viejo te va a tirar la escoba tres veces por lo menos”, le dicen a Sebastián, el jovencísimo escobero de Tronar, y este sonríe, aceptándolo. Lourdes Demarco, solista histórica de la comparsa, cuenta cómo fue hacer el primer tablado de este carnaval. “Hablamos mucho sobre cómo sería y estábamos preparados para llevar adelante la actuación, pero cuando llegamos, en el tablado habían preparado un homenaje con foto en la pantalla gigante y la gente parada aplaudiendo...¡teníamos que actuar después de todo eso! Fue una prueba, sin dudas”. Aguantar. El verbo se repite porque, se sabe, habrá un estallido de emoción contenida, arriba y abajo del escenario. “Hay que aguantar la toma en los últimos diez minutos, después largamos todo”, dice Alberto Coco Rivero, director artístico de la comparsa y estrecho colaborador de Kanela por más de una década. Ese tramo final será el de la evocación, el de la canción homenaje –un milongón funkeado que el propio Coco va a cantar– y el momento en que quizá termine de caer la ficha de la magnitud que tendrá esa primera pasada por el Ramón Collazo. Coco camina por el Barracas guitarra en mano y cada tanto se detiene para repasar la canción, porque teme olvidarse de la letra. “Me voy a llevar ese atril y la leo”, resuelve tajante. “Estoy nervioso, amanecí disfónico”, Rivero habla sin perder la sonrisa mientras hace la ronda por cada sector. Charla con las bailarinas, maquilladoras y vestuaristas y con la diaria al mismo tiempo. Los “tocadores” de la comparsa están prontos y se desplazan lento para que el calor no arruine el maquillaje. Los ventiladores no dan abasto y cerca de uno de ellos se arma una partida de truco. No hace tanto fue la hora del almuerzo. “Todo sano”, me apunta Miguel, el jefe de la cuerda de tambores, señalando la ausencia de caliboratos en una mesa en la que se apilan refrescos y recipientes con torta de fiambre y pizza. Quizá sea la sensación térmica o la sensación a secas de que hay que estar metido en el momento al máximo. Sobre la madera de cada tambor está pintado el nombre del espectáculo: Ser o no ser. La calavera shakespereana se materializa en el maquillaje de los integrantes de la cuerda. El libreto se nutre de historias de la vida real, muchas surgidas del seno de la propia comparsa, alegres y desoladoras, comedia y tragedia.

En esa máxima de Hamlet podría resumirse la vida de Kanela. El que llegó de gurí en tren desde Nico Pérez y eligió ser y construir su camino, devenido hoy en leyenda, antes que “no ser”.

Llego a un Teatro de Verano colmado. A la presencia de primera hora de la comparsa de Kanela se sumará la murga La Consecuente (heredera del legado de Los Diablos Verdes) y el conjunto de parodistas Los Muchachos, ambos con hinchada numerosa.

Hubo un tiempo en el que parte del público carnavalero sentía cierto desdén hacia algunos espectáculos comparseros (aunque la evolución de estos es constatable desde hace al menos dos décadas). Cuando venían los lubolos era uno de esos momentos en que muchos plateístas se iban al pedregullo a hacer sociales, choripán en mano; hasta en las comparsas se hacía humor con eso. Hubo quienes vieron el potencial de un espectáculo que combinaba lenguajes diversos. Luis Trochón, Leonardo Preziosi y el propio Rivero –entre otros– comenzaron a experimentar con las formas, con el desafío de no perder los momentos más emparentados con la tradición. Aun en aquellos tiempos, si alguien migraba a los puestos de comida, recibía la voz de alerta en forma de ovación, y ahí había una pequeña corrida de regreso motivada por el arribo de una leyenda al escenario. Nadie quería perderse bailar a Kanela, un verdadero cero falta del concurso y las Llamadas, y el pasado miércoles parecía que todos lo estuviéramos esperando sin movernos de nuestros lugares. La silueta del viejo con los brazos extendidos pintada sobre un panel ganó el centro del escenario, mientras una grabación con su voz sampleada recordaba que él era “el último de los mohicanos”. El teatro quedó en silencio y sólo se escuchó al viejo recordando “...todos los viejos que se fueron y este, que ya tiene las valijas prontas, les deja la herencia”.

Un adiós shakespereano.

Se marcha Tronar de Tambores. Se dice que será su despedida del carnaval.

Morir, dormir, no más.

El resto es candombe.