No es mi intención negar la gravedad de la pandemia de covid-19; nada está más lejos de lo que quiero decir que una postura negacionista o que tienda a disminuir la gravedad que este virus tiene. Pero hay algo que me sorprende y es el impacto subjetivo que ha tenido, a nivel global pero también a nivel local. Hay, en total, siete fallecidos por coronavirus en Uruguay y cada uno nos impacta, sobre cada uno buscamos el nombre y las circunstancias particulares que lo llevaron a su contagio. Y aunque cada una de las muertes es por demás lamentable, lo cierto es que no es un suceso excepcional; parece que, como sociedad, como cultura, hemos olvidado un simple hecho: que más tarde o más temprano vamos a morir. Yo. Tú. Todos. Es un hecho que se da por sentado y, sin embargo, nos movemos como si la muerte fuera nada más que un mito, como si fuera algo que siempre le pasa a un tercero, pero nunca a uno, nunca sucede en carne propia. Somos como aquel personaje de Tolstoi, Iván Ilich, que en su lecho de muerte se pregunta cómo es que él, justo él, va a morir.

Permítaseme una nota personal. Me enteré de la primera muerte por covid-19 no por un medio de comunicación sino por una red social; mis contactos estaban casi paranoicos con la noticia de la muerte, no podían creer que semejante drama hubiera ocurrido en Uruguay. Pedían medidas cada vez más duras y se alejaban de cualquier posibilidad crítica sobre esta situación. Mano dura e irreflexión, así caracterizo a esa primera reacción. Poco a poco, a medida que los días fueron pasando, el nerviosismo se fue aflojando, pero el terror a la muerte permanece y revive con cada una de las muertes.

Me gustaría dar un contexto a esta situación, en términos de cifras. Estamos obsesionados con las cifras, los muertos, los infectados, los que se recuperaron. Queremos saber minuto a minuto qué está pasando, cuántos son los muertos, pero tomamos los datos sin mucho contexto. No soy experto en estadística ni nada que se le parezca, para hay dos hechos que me gustaría compartir y que cada uno saque sus conclusiones: hasta el 8 de abril, en el mundo habían muerto 83.139 personas por covid-19;1 durante 2018, solamente en Estados Unidos, murieron unas 80.000 personas por gripe.[^2] Me pregunto, entonces, ¿por qué las muertes por covid-19 nos impactan tanto y no nos impactaron las anteriores muertes?

Quiero proponer una posible explicación que se basa en dos hechos: en la indefensión y en la rapidez. Por un lado, para la gripe tenemos ya una forma de defensa; las vacunas, con su mayor o menor eficacia, nos protegen. Sin embargo, para la covid-19 no tenemos ninguna otra defensa que nuestro propio cuerpo y, en tal sentido, nuestra mortalidad debe luchar sola contra la enfermedad, sin asistencia alguna. Por otro lado, la rapidez con que el virus se ha difundido y con la que ha causado muertos es impactante; nos ha recordado, en unos pocos meses, que podemos morir por una enfermedad que creíamos tener bajo control. Pese a que la rapidez nos impacte, no significa que viviéramos en una situación óptima en lo que atañe a la mortalidad antes de la llegada del nuevo coronavirus y, de nuevo, quiero compartir algunos datos: en España, país en que la covid-19 ha hecho estragos, el número de muertos pasó de 371.478 en 2006 a 427.721 durante 2018, es decir, el número de muertos por año ha aumentado en 56.243 en ese período;2 por covid-19 han muerto en España 14.555 personas.3 La rapidez nos impacta, no el número, pues si fuera el número puro, es claro que deberíamos poner el grito en el cielo por este aumento de los fallecidos entre el período 2006-2018 que casi cuadruplica a los fallecidos por covid-19.

Parece ser que, mientras tengamos un escudo que nos dé una chance para enfrentar a una enfermedad (aunque después no podamos pagar dicho escudo, como les sucede a los muchos desdichados anónimos que fallecen de enfermedades fácilmente prevenibles o curables), respiramos con calma; parece ser que, mientras la muerte sea silenciosa y anónima, mientras no le podamos poner un nombre, respiramos con calma.

La actitud que hemos tomado para defendernos de la covid-19 (no quiero discutir si las medidas son las correctas o no porque no tengo el conocimiento para hacer dicha evaluación) tiene un costo, económico y social, que puede ser tan o más profundo que los fallecidos que podamos llegar a tener. Sé que se repite todo el tiempo que la vida no tiene precio, pero lo cierto es que sí lo tiene, lo queramos o no; las medidas que tomamos para intentar protegernos de la covid-19 tienen un costo que todos estamos pagando. Tal vez los que tenemos la fortuna de poder seguir trabajando en casa no lo notamos, pero todos aquellos que han sido enviados al seguro de desempleo, los que tienen la desgracia de tener que salir a la calle a intentar rescatar un peso, los que hacen filas en las ollas populares, los que buscan desesperadamente una canasta alimentaria para tener algo que poner sobre la mesa, todos ellos están pagando la protección que hemos construido, y no sólo la pagan con su dinero, sino también con sus cuerpos, que ponen en riesgo a cada momento para poder sobrevivir a esta cuarentena.

Lo que pagamos es un intento desesperado de prolongar la vida a cualquier precio, pues establecimos que toda vida, en sí misma, es incalculable. Esta idea es propia del humanismo, tardía en la historia de la humanidad; el cuerpo y las almas se vendieron y compraron durante gran parte de la historia y la vida no estaba colocada por encima de todo: una muerte digna era preferible a ciertas condiciones de vida, es más, ciertas condiciones de vida demandaban una muerte digna. No quiero hacer una apología del pasado y sin duda la vida debe ser un valor supremo, pero quiero hacer dos puntualizaciones que están vinculadas entre sí. En primer lugar, que la vida no es la ausencia de la muerte, sino condiciones dignas de vidas que trascienden por mucho a la supervivencia de las funciones fisiológicas; insisten en que de las crisis económicas podemos recuperarnos, pues permítaseme decir que para aquellos que viven al límite, en el día a día, una crisis implica el hundimiento permanente de una precariedad diaria. En segundo lugar, quiero apuntar que el sistema de protección que hemos construido deja, de nuevo, expuestos, no ya en lo económico, sino en lo sanitario, a los sectores más vulnerables de nuestra población.

Con esto, lo que quiero decir es que la decisión que tomamos de proteger la vida a toda costa tiene un costo y muy alto, y que no deberíamos perder de vista ni por un segundo que las decisiones que tomamos implican ciertas consecuencias, que no por tener la vida como valor supremo debemos negar la muerte. El miedo a la muerte nos acecha y nos hace, paradójicamente, negar la vida, negar ciertas vidas.

El mundo antiguo tenía asumida la muerte como uno de los tantos límites de la vida humana y actuaba con relación a ella de un modo menos temeroso que como actuamos nosotros. La locución latina memento mori significa algo así como “recuerda que vas a morir”. Con qué facilidad tendemos a olvidar este hecho tan básico y elemental de la vida: vivir es, eventualmente, morir.

Martín Biramontes es antropólogo social y educador en el Centro Educativo Comunitario Bella Italia, dependiente de CETP-UTU.

[^2] https://www.infobae.com/america/eeuu/2018/09/27/eeuu-unas-80-000-personas-murieron-por-gripe-el-invierno-pasado/ Consultado el día 2 de abril de 2020.