Se ha extendido ampliamente la idea de que la pandemia de covid-19 no reconoce diferencias geográficas ni sociales porque afectará a todos los países y regiones, y dentro de ellos a personas de todos los grupos sociales. La extraordinaria situación de que los primeros afectados hayan sido los países ricos ha generado en la opinión pública la idea de que se trata de un virus “democrático”. En casi todos los países predomina un discurso según el cual esta catástrofe pone en evidencia que al final del día todos los seres humanos somos iguales, porque estamos igualmente expuestos a la covid-19 y las consecuencias de la pandemia: perderemos familiares, nos quedaremos sin trabajo y nuestras familias se empobrecerán, indistintamente. Sin embargo, esto no es más que un mito fácilmente desmontable, alentado por los medios de comunicación masiva de todo el mundo.

Serán necesarios muchos estudios en el transcurso de un tiempo prudencial para analizar con profundidad las consecuencias de la pandemia y poder arribar a conclusiones. Sin embargo, ya estamos viendo que, si bien el virus no genera en sí mismo desigualdades en salud, factores como la clase social, el género, la etnia, la condición migratoria, el lugar de residencia generan un impacto desigual de la pandemia, en al menos tres niveles. El primero es epidemiológico, y aunque es una de las dimensiones que hay que manejar con mayor cautela por la falta de evidencia científica, es esperable que la exposición al contagio sea mayor entre las personas de los grupos menos favorecidos. Por ejemplo, los trabajadores y trabajadoras informales y autónomos que no tienen acceso a los beneficios de la seguridad social y que se encuentran en la disyuntiva de empobrecerse o seguir trabajando. En Uruguay, la informalidad alcanza a 24,9% de los trabajadores, y 56% de estos pertenece a los cuatro deciles de menos ingresos;1 además, la mayoría son feriantes, changadores, artistas callejeros, por lo que están especialmente expuestos al contagio. Otro ejemplo destacable es la mayor exposición de las mujeres, que por afrontar una mayor carga de cuidados y trabajo doméstico tienen grandes dificultades para cumplir con el aislamiento social y otras medidas de prevención, deben hacer las compras, llevar a adultos mayores y menores dependientes a los servicios de salud, a la escuela, etcétera. No se pasa por alto que hay una proporción de trabajadores que no son pobres ni precarios y que tienen una exposición muy alta; el ejemplo más claro es el del personal sanitario que trabaja en la primera línea de combate a la epidemia. Sin embargo, el peso relativo de estas ocupaciones es mucho menor que las primeras.

Segundo, en países donde no hay cobertura universal de salud y solamente acceden a ella quienes disponen de recursos para financiarla, las personas más pobres o con empleos precarios e informales se quedan sin asistencia médica en caso de enfermar. En muchos hogares, afrontar los costos sanitarios del tratamiento de la enfermedad puede significar un gasto empobrecedor, máxime en un contexto de pérdida de ingresos. La desprotección social y la mercantilización del derecho a la salud cuestan vidas, literalmente. A su vez, entre los países con aseguramiento público de la salud hay diferencias importantes en los resultados según los niveles de inversión y gasto en el sector (no solamente en asistencia sino también en infraestructura, tecnología, investigación y desarrollo, etcétera). Por estos días hemos asistido al colapso de uno de los mejores sistemas de salud del mundo, como es el de España, en buena medida debido a los gruesos recortes del presupuesto sanitario durante los gobiernos neoliberales de la última década. En contraste con los países del norte de Europa, Corea del Sur o Japón, la falta de recursos ha comprometido seriamente la calidad de la atención en España durante la pandemia, y también la posibilidad de haber realizado un testeo masivo como estrategia de prevención, que posiblemente hubiese permitido que la crisis sanitaria no alcanzara los niveles actuales.

El tercer nivel refiere a las consecuencias económicas de la pandemia y su impacto social. Este es el punto sobre el que más se ha hablado y escrito, por lo cual queda muy poco que agregar. Ya estamos viendo en todo el mundo que la pérdida de puestos de trabajo, el pasaje masivo al seguro de desempleo, entre otros factores, está empobreciendo a miles de familias en el marco de economías prácticamente paralizadas. En Uruguay, la proliferación de ollas populares y la generación de redes de solidaridad para el abastecimiento de alimentos son, quizás, los indicadores más elocuentes de una crisis alimentaria en ciernes. Un documento reciente del Instituto de Economía de la Universidad de la República llama la atención sobre la imprescindible implementación de políticas sociales para enfrentar la crisis y la emergencia social que conlleva.2 La ausencia del Estado o una presencia insuficiente, como sucedió en momentos críticos del pasado reciente, también cuesta vidas.

Entonces, la pandemia de covid-19 pone en evidencia las profundas desigualdades sociales propias de un orden económico y social insostenible, que ha llevado al planeta al límite de sus capacidades. De hecho, es ahí donde hay que buscar las causas más profundas de la pandemia y no en las preferencias culinarias de un ciudadano chino. Este dato, por lo demás anecdótico, ha sido usado hasta el hartazgo para formular teorías conspirativas contra China, esgrimir argumentos y validar conductas xenófobas, pero, sobre todo, ha sido funcional a la idea de que la pandemia es un hecho fortuito. He aquí un segundo mito que conviene desbaratar en aras de una comprensión cabal de las causas de la pandemia.

En una entrevista reciente con la revista Sin Permiso, el epidemiólogo y sociólogo español Joan Benach señalaba que la razón de fondo de la pandemia se encuentra en el capitalismo, y que los factores más relevantes del virus tienen que ver con la alteración global de ecosistemas asociada a la crisis ecosocial y climática que vivimos3. Entre otros, destaca la deforestación del sudeste asiático y los cambios masivos en los usos de la tierra; la fragmentación de hábitats y la urbanización desmedida; el crecimiento de una agroindustria masiva; la transmisión de enfermedades entre muchas especies en estrecho contacto entre sí, que luego pasan a los humanos, como es el caso del coronavirus SARS-CoV-2, un virus zoonótico; la destrucción de la biodiversidad; el crecimiento masivo del turismo y los viajes en avión; la debilidad y mercantilización de los sistemas de salud pública son seguramente los más importantes.

Aprovechar las oportunidades de la crisis exige a las izquierdas del mundo en todas sus expresiones encontrar un relato común capaz de unificar todas las voces que demandan un cambio social.

Aunque es necesario profundizar en el estudio de la relación entre estos factores, Benach señala que no es difícil advertir con cierta claridad que lo que hay detrás de la pandemia es el capitalismo y su lógica de acumulación, crecimiento económico, beneficio y desigualdad, que choca con los límites biofísicos de un planeta demográficamente repleto. Donde es muy probable que, como ocurre con los huracanes asociados con el cambio climático, las mutaciones víricas puedan generar epidemias globales cada vez más frecuentes y destructivas.

Se han alzado muchas voces que llaman a aprovechar las oportunidades que se abren tras la crisis global para reformar el sistema económico, transformarlo o superarlo –depende la biblioteca–. Sin embargo, no es la primera vez que nos vemos tentados a pronosticar el final del capitalismo tras algunas de sus crisis sin que ello finalmente ocurra. También hay que tener en cuenta que el establishment está operando, y que las incertidumbres y temores naturales y comprensibles en un contexto crítico son caldo de cultivo para el populismo neofascista. Aprovechar las oportunidades de la crisis exige a las izquierdas del mundo en todas sus expresiones (políticas, sociales, culturales, etcétera) encontrar un relato común capaz de unificar todas las voces que demandan un cambio social. Esta crisis ha dejado en claro que las diferencias sociales más injustas, como las desigualdades en la salud, son también evitables allí donde existen estados y sociedad organizada que toman un rol activo contra ellas. Se impone la necesidad de una demanda global por una segunda generación de estados de bienestar que supere largamente los límites de aquellos que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial y que se han ido descalabrando con el paso del tiempo, neoliberalismo mediante. Es momento de ampliar como nunca en la historia de la humanidad los derechos sociales, en un nuevo paradigma de desarrollo económico basado en la sustentabilidad ambiental, la justicia social y el bienestar general, con estados que garanticen su cumplimiento y que devuelvan a la sociedad el poder de decidir su historia.

Fabrizio Méndez es sociólogo e integrante del Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud y Ecología de la Universitat Pompeu Fabra-John Hopkins University.