Existe un tópico en cierta narrativa, desde los 50 hasta aquí, probablemente, que son las novelas en torno a la vida y relaciones de personajes que participan en alguna forma de contracultura. Desde el grupo de artistas del underground de San Francisco en Los subterráneos, de Jack Kerouac (1958), con los que guardan cierto parentesco los camaradas del Club de la Serpiente en Rayuela (Julio Cortázar, 1963), hasta los junkies escoceses de Trainspotting (Irvine Welsh, 1993), pasando por nuestros “underguayos” (créditos a Jorge Alfonso por el neologismo) de los años 80 retratados por Zafiro: yo sólo quería ser el cantante de una banda de rock and roll, de Gustavo Maca Wojciechowski (1989), y Arena, de Lalo Barrubia (2004), o la vida colectiva de los sectores marginales de las disidencias sexuales y de género en Buenos Aires en la recentísima Nadie está muerto mucho tiempo, de Sebastián Míguez Conde (2019).

Todas estas obras construyen una narrativa de la contracultura, paisajes estéticos encarnados en seres humanos e historias vitales. Hay entre ellas un aire familiar, del que probablemente se pueda encontrar un ancestro remoto en los dos “Trópicos” de Henry Miller: secuencias en sótanos o clubes nocturnos, vida callejera, situaciones de supervivencia extremas originadas en elecciones individuales y no en haber crecido dentro de una minoría marginada, largas charlas sobre música, artes y cuestionamientos existenciales, formas alternativas de productividad material y relacionamientos sexoafectivos, personajes consumidos por sustancias psicoactivas o patologías mentales cuyas percepciones suelen generar en el relato momentos de irrealidad que dificultan situarlos claramente tanto dentro de lo naturalista como de lo fantástico, etcétera.

En términos filosóficos, estas novelas suelen plantear el problema de la libertad individual en relación con el resto de la sociedad y con otras formas de relacionamiento colectivo. Normalmente sus personajes intentan buscar un camino propio, desmarcado de lo que entendemos por “mandato social”, buscando distintas experiencias estéticas, afectivas y vitales, que les generan los desafíos propios de renunciar a las comodidades de una vida convencional.

Si bien Fuga, de Julio Varela, se enmarca en esta suerte de tradición rupturista, la distingue un curioso rasgo: se trata de una historia familiar. Propiamente familiar. Habitualmente, en el corpus de literatura underground al que nos referíamos más arriba, la familia suele ser el espacio de los convencionalismos sociales, con abundancia de personajes que para construirse a sí mismos tuvieron que cortar los lazos con padres conservadores e incomprensivos, generando así una situación de soledad material y afectiva dentro de la cual el grupo de pares (sea la banda de rock o jazz, la tertulia de escritorzuelos, los parroquianos del night club o el bar de mala muerte bukowskiano, o los que se drogan con el protagonista en la esquina) pasa a ocupar el lugar de la familia, generando relaciones afectivas mucho más intensas que las que tendría con sus amistades un personaje más arraigado a su árbol genealógico.

Si nos atenemos al entorno afectivo de Walter, el hermano menor que oficia de narrador en Fuga, casi todos tienen algún grado de diferencia con respecto a lo que se esperaría de un adecuado cumplimiento de su rol familiar, si bien no hay nada extraño respecto de los lazos de parentesco. Papá (así llamado en toda la novela, sin nombre propio), con la inestabilidad económica propia de un fotógrafo y periodista cultural freelance y su deterioro senil potenciado por el alcoholismo, está lejos de ser el varón proveedor confiable y resuelto que exigiría una idea conservadora de familia. Jazmín, el hermano mayor, pasa por el clásico conflicto entre una vocación y talento artísticos que no le son retribuidos económicamente, la frustración de dedicar tiempo a trabajos más terrenales pero menos satisfactorios, y la tentación de probar suerte fuera de fronteras, a lo que se agrega la inminencia de su paternidad. Gina, la compañera de Jazmín y madre de su hija, tiene también un temperamento bohemio y una sexualidad un tanto exacerbada, bastante distante de la de una madre y esposa casta y abnegada. Y Mamá (también así llamada) parece ser la única preocupada por cuestiones prácticas, por las cosas pequeñas, pero sin volverse una presencia opresiva (de hecho, es un personaje un tanto débil en cuanto a su incidencia en la narración), sino más bien una suerte de ángel de la guarda que cuida de que su familia tenga una red que amortigüe las eventuales caídas durante la búsqueda de elevados horizontes. Por su parte, Walter, el más pequeño, no se siente acuciado por la exigencia de tomar decisiones, y observa a su entorno viviéndose a través de ellos, especialmente de su hermano, por quien no puede ocultar su admiración.

Obviamente, contada así es una historia muy sencilla y, quitándole cierto exotismo en la cotidianidad de este grupo familiar, hasta un tanto prosaica, de la misma manera que la mayoría de este tipo de literatura underground, en la que en realidad sucede muy poco fuera y mucho dentro de los personajes. En este caso también sucede que las secuencias narrativas se ordenan en forma caprichosa, sin una jerarquización entre acontecimientos definitorios o momentos intrascendentes, y en la que aparecen lugares, hechos y hasta personajes que parecen salir de otro mundo, con esa impronta carrolliana propia de la psicodelia sesentista, como el Conde de Orgaz o la Dama de las Diez Compuertas, que tienen encuentros con estos seres más reconocibles y “de este mundo” en momentos decisivos, pero que no sabemos si atribuir a la existencia efectiva de mundos paralelos o al efecto de alguna percepción alterada de los personajes. Hay momentos de lirismo hondo y visceral, imágenes sumamente elaboradas, precisas y conmovedoras, y una atención a la musicalidad del lenguaje que recuerda a la experimentación poética de la poesía beatnik con los fraseos del jazz, al punto de que algunos capítulos son fáciles de imaginar versificados. Tiene la peculiaridad de que el nudo afectivo principal son los lazos de parentesco sanguíneos, cosa harto infrecuente en este tipo de narrativas, y de que permite explorar otros conflictos humanos a veces excluidos por ellas. En definitiva, este grupo familiar presenta una curiosa ambivalencia: aunque aparente ser radicalmente anticonvencional, sigue reproduciendo esquemas afectivos de parentesco y conyugalidad muy tradicionales, a un punto que hasta podría resultar ligeramente molesto para ciertas sensibilidades preocupadas por las problemáticas de género, sobre todo en las generaciones más jóvenes. No obstante, aun desde estas sensibilidades, esta aparente contradicción permite plantearse el interesante problema de hasta qué punto, aunque busquemos otras formas de constituirnos como individuos, podemos o no escapar de lo heredado.

Fuga. De Julio Varela. Montevideo, Yaugurú, 2019. 112 páginas.