1) En 1889, Louis Chauvin recomendaba (en su Manuel de l’instituteur) que el profesor francés tuviera un cuarto discreto, austero, pero también apto para recibir alumnos, visitas, padres, etcétera. Así, debía tener pocos muebles, una cama de hierro con sábanas lisas, blancas, un armario limpio, un espejo, un reloj despertador, una buena biblioteca, una repisa con muestras de su herbolario y sus colecciones científicas, una jaula para un ave (!) y pocas decoraciones. El “lujo”, según describe Michelle Perrot en Historia de las alcobas (2009), debía estar limitado a “un mantón antiguo” tomado del arcón materno, en un futuro acaso un piano o un armonio, y algunas reproducciones de obras de arte. La habitación debía ser en consecuencia un “santuario del orden, del trabajo y del buen gusto”, en oposición al cuarto de un soltero desprolijo. De esta manera, el dormitorio era una suerte de museo de la civilización, una muestra de la ética de su habitante.

Veinte años antes Jules Verne había descrito una habitación que, con diferencias evidentes, tiene puntos de comparación con la que prescribía Chauvin a los maestros. Me refiero, claro, a la del capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), cuya adaptación cinematográfica (Richard Fleischer, 1954) vimos en estos días.

En el prodigioso Nautilus, utopía en movimiento, se asistía, en efecto, al matrimonio del mundo de las artes y el de las ciencias: tras pasar por la biblioteca-fumadero en la que se podían encontrar los libros más bellos del pensamiento humano (“desde Homero hasta Victor Hugo, desde Jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand”, describe el narrador), el protagonista es llevado a una sala amplia en la que conviven cuadros de los más grandes pintores de la historia, partituras de los mayores compositores y, por supuesto, especímenes de diversas especies animales y vegetales de distintas partes del globo.

En ese momento fundacional de creación especulativa, en un reducto que funciona como un arca de Noé en miniatura, en la que se condensa un universo, el cuarto es, de una forma extrema, el cuarto de Chauvin: la representación física del espíritu de los propietarios, la exteriorización de la memoria y la sensibilidad de sus habitantes ideales. Sin embargo, si el cuarto se pudo pensar en el siglo XIX como una porción o una réplica a escala del mundo, hoy –como de un modo lo fue para el capitán Nemo, recluso voluntario– es el mundo entero. Nuestras habitaciones de confinamiento están, en efecto, pobladas, pantallas mediante, por imágenes que son vestigios de un afuera que miramos ahora, como por primera vez, con una extrañeza nueva.

2) Recurrimos, en estos tiempos en los que se anuncia con tanta insistencia la llegada de lo distinto, a lo conocido: vuelven los sabores de la infancia, nuestras películas preferidas (no nos vayamos a sorprender con un final inesperado), incluso los juegos.

Pero, como advierte Emily Dickinson en su poema 69, “El nosotros mismos, detrás de nosotros mismos oculto– / debe sobrecogernos más–”. En el desdoblamiento que postula Dickinson (la poeta del confinamiento por excelencia), lo otro, lo secreto, lo oculto, como en la teoría freudiana, está ya en uno: mientras anhelamos la comunión con el afuera entendido como lo diferente, algo se abre en nosotros, algo que siempre estuvo ahí, acaso agazapado, esperando su tiempo como un asesino y cuya presencia misma nos encanta, porque “Una no necesita ser una habitación– / para estar embrujada–”.

En una de las “salidas” por la web –viajes alrededor de mi cuarto, como en el libro de Xavier de Maistre que mucho me recomendaron en estas semanas– me encontré con un artículo de Riccardo Boglione sobre la UbuWeb y fui sin dudarlo a perderme en su casi infinidad de contenidos. Enseguida me topé con la película Outer and Inner Space (“Espacio exterior e interior”, 1965), de Andy Warhol, protagonizada por la malograda Edie Sedgwick: nadie como Warhol (basta leer su exasperante y aburridísimo diario) para comprender el encierro, la monotonía, la vacuidad, pensé antes de dar play, y no me equivocaba.

El film, para resumir, trata simplemente de una conversación de la actriz con una grabación en video de sí misma, a través de una pantalla en la que aparece de perfil. La Edie fílmica, entonces, está en posición frontal a nosotros, produciendo un efecto de sobreimpresión extraña, de un cuerpo que se nos aparece en toda su dimensión sobre otro, levemente agrandado, plano, en el fondo. Así, la dualidad del título se complica con esta multiplicación de figuras –la del film y la del video, las de la derecha y las de la izquierda, la que habla y la que escucha y, finalmente, la película misma, que vemos desde un punto más externo, si se quiere– y, como dice J Hoberman en la nota que acompaña el video en la web (publicada en 1988 en The New York Times), problematiza la idea de “espectador”, ya que la Edie fílmica aparece como público de sí misma, anticipándose incluso a nuestra supuesta reacción futura.

En este peculiar juego con las imágenes, con la forma del doble, Warhol pone en escena de algún modo la situación planteada en los versos de Dickinson, lo que, por supuesto (porque parece imposible dejar de pensar en el tema), me pareció increíblemente cercano a nuestra situación actual o, al menos, a la de los que debemos (y podemos) quedarnos en nuestras casas, encerrados, esperando... En la espera, nos buscamos en las redes, que saturan vivos de Instagram y videos; incapaces de caminar, recorremos ciudades palmo a palmo en Google Maps; nos perdemos en los museos del Otro que funcionan como espejos de lo Mismo, espiamos su biblioteca, su cocina, sabemos qué hace cuando se despierta y qué soñó: nada se nos escapa, porque todo está ahí, pero, al final, terminamos vueltos sobre nosotros mismos y entendemos que hay en eso algo profundamente disonante, que nos contradice, que nos niega. Una voz que se desprende del ruido ensordecedor de todo para decirnos que siempre estuvimos a la intemperie.