En esta época marcada por la covid-19, nuestro gran reto es encontrar la forma de protegernos del virus, a nosotros y a nuestras familias, y conservar nuestros empleos. Para los responsables políticos, esto se traduce en superar la pandemia sin, a la vez, causar daños irreversibles a la economía.
Con tres millones de infecciones y alrededor de 217.000 víctimas mortales del virus hasta la fecha a nivel mundial, y con una previsión para mediados de año de una pérdida equivalente a 305 millones de puestos de trabajo en el mundo, lo que hay en juego no tiene precedentes. En búsqueda de las mejores soluciones, los gobiernos continúan escuchando a la ciencia, sin contemplar las evidentes ventajas de una mayor cooperación internacional para dar una respuesta necesariamente global a un reto global.
Con la batalla contra la covid-19 sin ganar aún, se ha instalado la idea de que lo que nos espera tras la victoria es una “nueva normalidad” en la forma de organizar la sociedad y en la forma de trabajar.
No es nada tranquilizador. Y no lo es porque nadie sabe explicar en qué consistirá esta nueva normalidad. Parece que será dictada por las limitaciones impuestas por la pandemia y no por nuestras elecciones y preferencias. Ya hemos oído esto antes. Lo oímos en la crisis de 2008-2009, cuando nos dijeron que, una vez inoculada la vacuna contra el virus de los excesos financieros, la economía mundial sería más segura, más justa y más sostenible. Y no fue así. Se restableció la antigua normalidad, castigando duramente a la población más desfavorecida, y dejándola en peor situación.
Así pues, el 1º de mayo, Día Internacional del Trabajador, es la perfecta ocasión para examinar más de cerca esta nueva normalidad, y para comenzar la tarea de forjar una normalidad mejor, no tanto para los que ya tienen mucho, sino para los que tienen muy poco.
Esta pandemia ha revelado de la manera más cruel la extraordinaria precariedad y las injusticias de nuestro mundo laboral.
Esta pandemia ha revelado de la manera más cruel la extraordinaria precariedad y las injusticias de nuestro mundo laboral. Se trata de la destrucción de los medios de vida de la economía informal –en la que se ganan la vida seis de cada diez trabajadores– la que ha provocado las advertencias de nuestros colegas del Programa Mundial de Alimentos sobre la pandemia de hambre que se avecina.
Se trata de los agujeros enormes de los sistemas de protección social, incluso de los países más ricos, que han dejado a millones de personas en situación muy precaria. Se trata de la falta de garantías de seguridad en el trabajo, que cada año condena a casi tres millones de personas a morir debido al trabajo que realizan. Y se trata de la dinámica descontrolada de la creciente desigualdad que hace que, si en términos médicos el virus no discrimina entre sus víctimas, en su impacto social y económico sí discrimine brutalmente a los más pobres y vulnerables.
Lo único que debería sorprendernos en todo esto es que estemos sorprendidos. Antes de la pandemia, la falta de trabajo decente se manifestaba principalmente en episodios individuales de desesperación silenciosa. Ha sido necesaria la pandemia de la covid-19 para sumarlos al cataclismo social colectivo que el mundo afronta hoy. Pero siempre se supo: sencillamente optamos por no preocuparnos. En general, las decisiones políticas, por acción u omisión, más que aliviar el problema, lo agravaron.
Hace 52 años, en un discurso a los trabajadores sanitarios en huelga, y en vísperas de su asesinato, Martin Luther King recordó al mundo la dignidad inherente a todo trabajo. En la actualidad, el virus ha vuelto a poner de manifiesto la función siempre esencial, y en ocasiones épica, de los héroes que trabajan en esta pandemia. Son personas por lo general invisibles, ignoradas, infravaloradas, incluso ninguneadas, que con demasiada frecuencia figuran en la categoría de trabajadores pobres y en situación de inseguridad: los trabajadores de la salud y de los servicios de prestación de cuidados, el personal de limpieza, las cajeras y cajeros de supermercados, el personal del transporte.
Hoy, negar la dignidad a estas y a otros tantos millones de personas es el símbolo de los errores políticos pasados y de nuestras responsabilidades futuras.
Esperemos que para el Día del Trabajador del próximo año, la emergencia de la covid-19 haya quedado atrás. Pero tendremos ante nosotros la tarea de forjar un futuro del trabajo que resuelva las injusticias que la pandemia ha dejado al descubierto, junto con otros retos permanentes, imposibles de postergar: la transición climática, digital y demográfica.
Esto es lo que define “una normalidad mejor” que ha de ser el legado perdurable de la emergencia sanitaria mundial de 2020.
Guy Ryder es el director general de la Organización Internacional del Trabajo.