Hay pocas imágenes que nos conmuevan más que la de un niño jugando con su madre o sus abuelos. Dos preescolares haciendo travesuras o una lactante intentando comer mientras llena su cara de comida nos resultan irresistibles. Pocas actividades transmiten más energía que una turba de escolares corriendo tras una pelota en una cancha de fútbol, alrededor de una calesita en las plazas o aprendiendo a nadar en una piscina. No hay escena más llena de vida que la entrada de una escuela a mediodía ni fotografía tan ruborizante y evocadora de nuestro primer amor como dos adolescentes besándose en la esquina de un liceo. Tampoco sorprende que todas esas imágenes sean efectivas estrategias comerciales, y no hay político que no pose con un niño en brazos en las campañas electorales. La infancia es encantadora.
Pensemos ahora en lo que va de 2020 por toda Latinoamérica. Y miremos nuestras ciudades, los buses, los clubes deportivos, las plazas urbanas. Pocas imágenes del primer párrafo sobrevivieron. Los niños desaparecieron del paisaje y como viene la cosa, en la mayoría de los países parece que tardarán en volver a habitar las calles. Guardados, encerrados, bajo sospecha de que contagian, los niños fueron recluidos por el mundo adulto. Todos los que tenemos niños sabemos lo mal que te mira el vecino cuando un niño camina por la ciudad contigo y te acompaña a hacer compras o pagar cuentas. Si llega a toser o tener un moco (olvidando que por algo les decimos mocosos), puede que sea considerado un arma biológica. Niños como sospechosos, apelamos a esconderlos ante nuestros miedos adultos por el avance del coronavirus.
Una excelente forma de dañar a alguien es ignorarlo. Ningunearlo, obviarlo. Hacer como que no existe. Eso destroza a cualquier humano, si no observe lo que hace un niño cuando los adultos hablan y no lo escuchan. Y eso hemos hecho con la infancia en lo que va de la pandemia. Los escondimos y los ignoramos. Y se volvieron rehenes de nuestros miedos. Nelson Mandela dijo que no puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad que la forma en la que trata a sus niños. La saga covid-19 interpeló a nuestra sociedad moderna y vamos perdiendo la prueba. Cada día que pasa se hace más notable.
Para la mayoría de los países no sirvió tampoco el saber hoy día que los niños no se infectan tanto ni de la manera que creíamos. Es la edad de la vida en la que menos afecta el coronavirus nuevo. Y cuando lo hace, es una rareza que lo haga en forma grave. Para ellos sí que la covid-19 es menos que una gripe. Tampoco cambió nuestras actitudes el que la ciencia descubriera que los niños contagian muchísimo menos el virus que lo que se creía. Lo contagian igual o incluso menos cuando se enferman. Para un adulto ir al trabajo supone más riesgo de contagio que el contacto con un niño. Los niños son los menos responsables de los brotes y rara vez son casos índices. E incluso ya hay indicios de que los niños no se contagian de otros niños tanto como lo hacen de sus contactos adultos. Pero esto parece no importar al mundo adulto. No impidió que las escuelas en la mayor parte del mundo sigan cerradas y que millones de niños sigan sin educación, confinados. En los pocos lugares en que se comenzó (¡al fin!) a reabrir las escuelas (muy de a poquito, tímidamente), esto sucedió luego de la reapertura de los shoppings centers. La covid-19 dejó en evidencia que el rey consumo puede más que la educación de nuestros hijos. Vuelve el fútbol negocio, pero nadie habla del baby fútbol. ¿Será que les tenemos envidia porque no se enferman de coronavirus tanto como nosotros? El coronavirus trata mejor a los niños que los semejantes, que deberían cuidarlos y protegerlos. Los deja más quietos que nosotros. No los molesta tanto.
A esta altura, es válido decir que todas las áreas vinculadas a la niñez se vieron afectadas. Esta nueva generación –que podría comenzar a llamarse coronnials y cuarenteens–, a pesar de ser la edad más libre de enfermedad, es la que peor sufrirá, en forma tan paradójica como injusta, los coletazos de esta pandemia. Aunque nos duela admitirlo. En todas las sociedades, los más pobres de los pobres siempre son los niños. Los ejemplos sobran en este 2020. Desde el paritorio, la norma fue alejar a los niños de sus padres y fueron los menos los hospitales del mundo que esquivaron los aislamientos en el momento más trascendental de nuestra vida: el nacimiento. En sus casas (los que tienen) ya hay reportes que muestran que la violencia contra ellos (abusos de todo tipo y color) aumentó. Las cifras basales de maltrato infantil ya asustan, y ni quiero saber lo que serán las nuevas cifras. El hogar para millones de niños es un calvario, y tras las cuarentenas los niños se vieron más expuestos a los adultos que los maltratan. Ni hablemos del impacto mental de todo esto. Adolescentes metidos durante horas en pantallas haciendo todo lo que hace un joven, pero en línea, virtualmente y casi sin contacto con sus pares. Y ya hay voces que dicen que en la “nueva normalidad” que se avecina las aulas deben migrar a la virtualidad. Perdonen, colegas, pero esto no es nada normal. Mejor decirle la nueva anormalidad. No hay nada de normal en no ver rostros enteros, no abrazar, besar, bailar y tocar a un semejante. El sentido del tacto es tan humano, que perderlo nos robaría sensibilidad. Los humanos somos abrazos.
Si queremos tener mejores hombres y mujeres, nuestra sociedad debe priorizar a la niñez. Los pueblos y las sociedades son su memoria. ¿Qué memoria les queremos dejar?
Pienso en esos millones de niños que no tienen siquiera casa, que tienen que mal madurar de golpe para dejar la escuela y salir a trabajar porque además de enfermedad respiratoria, el coronavirus lo que trajo es más hambre. Los que no tienen techo, ni cama, ni una sociedad que les dé cariño. Como el de la foto de Honduras que me mostró mi amigo Mauricio. Un niño descalzo, tocando la puerta de su casa con un tapabocas hecho a remendones para venderle unas frutas para comer. Como la del niño de una comuna del sur de Santiago en Chile que me mandó Franco, calentando sus manos con un tacho de basura prendido fuego en el valle de la cordillera más linda del mundo. Cientos de millones de niños serán en los próximos meses arrojados a la “inseguridad alimentaria”, que es la nueva frase para decir “pasar hambre”. Esos serán niños muertos por covid-19 sin virus. Y millones viven con las escuelas cerradas, que lo único que ocasiona hoy día es aumentar más la brecha entre los niños pobres y los ricos. Perdonen, pero no hay Zoom en los cantegriles, las villas miserias o como quieran llamarles. En las favelas el wifi tiene nula señal.
Estos meses me visita seguido el recuerdo de mi infancia en Montevideo y mi madre enseñándome a enjuagar las manos con jabón, rociando la comida con hipoclorito y retándome por comer fruta sin lavar. Creo que desde ese 1991 me quedó la costumbre de siempre lavar la fruta antes de comerla, y de lavarme las manos al volver a casa. Fue el año de la epidemia de cólera en Perú. Miles de casos en Latinoamérica, y nosotros en Uruguay nada. Ni un caso. Lo que recuerdo en realidad es el miedo. El miedo transmitido por mi madre y el mío. Nunca más comí fruta de la misma forma. Y ahora pienso en Matilde, que me mira y pregunta por qué todos tienen tapabocas, por qué no va a la escuela, que extraña a sus compañeros. Y las cosas que no me dice, pero que van llenando su memoria. Y pienso en las Matildes del mundo que no tienen el privilegio de poder hacer, tener y no hacer ni tener lo que mi hija tiene. A todos ellos los tenemos escondidos detrás de nuestros miedos, son los que no nombran las noticias ni los planes gubernamentales para combatir esta maldita pandemia.
En uno de sus poemas, William Wordsworth (poeta de hace dos siglos) escribió que “el niño es el padre del hombre”. Como pediatra, uso siempre esa frase para recordarme el impacto que tiene todo lo que hago en mi práctica clínica. Cuando cuido a un niño que nació hace dos, seis o diez años, estoy cuidando a un hombre o una mujer que tendrá 50, 65 o 90 años por delante. Pienso en cómo lo que sucede en la niñez deja huella en nuestras vidas, y que si queremos tener mejores hombres y mujeres, nuestra sociedad debe priorizar a la niñez. Los pueblos y las sociedades son su memoria. ¿Qué memoria les queremos dejar?
Miremos a nuestro alrededor. Busquémoslos y démosles lo que les quitamos, antes de que sea demasiado tarde. No podemos dejar el vergonzante legado de que un virus los haya lastimado menos que nosotros.
Sebastián González-Dambrauskas es médico pediatra.