Por estos días, en Argentina, una nueva acción del poder mediático se cierne sobre la educación. Esta vez apuntan hacia una de las políticas públicas más importantes de esta cuarentena. El Ministerio de Educación de la Nación (y muchos ministerios provinciales) distribuyen millones de cuadernillos –de gran calidad– para diversos niveles de enseñanza. Esos materiales llegan a estudiantes de primaria y secundaria de las ciudades y los más infinitos rincones del país. Se intenta remediar en algo las tremendas desigualdades que conocemos y que la pandemia evidenció aún más. Una política pública que, además de dar acceso a formatos no virtuales, cumple con el derecho a la educación.

El artilugio mediático se venía venir.1 Estaba madurando. Porque casi que no importa el contenido, sino reafirmar algunos de los tópicos que insistentemente caen sobre cualquier gobierno de origen popular: autoritario, dogmático, corrupto, adoctrinador, etcétera. Estas definiciones están escritas de antemano y sólo falta completar las oraciones, como en esos ejercicios que hacíamos de pequeños.

Podría denunciar las mentiras y trapisondas mediáticas frente a esta nueva injuria. Podría nombrar que muchos artículos denuncian adoctrinamientos solamente publicando frases de legisladores opositores o exministros, sin detallar las supuestas faltas éticas a un republicanismo desconocido. Los hechos existen a través de quienes hablan mal de algo que no se muestra. También podría nombrar un artículo que primero utiliza 674 palabras de críticas hasta que recién en la palabra 675 publica concretamente lo que dicen esos cuadernillos. Es decir, condiciona la lectura de forma escandalosa para presentar lo más importante al final y sintéticamente. Exactamente lo contrario a la pirámide invertida que nos enseñaban cuando estudiábamos periodismo. Pero intuyo que este esfuerzo por tratar de desenmascarar operaciones no alcanza. Precisamente, porque el objetivo es impugnar cualquier tipo de palabra que se corra medio milímetro de lo que el poder considera lo establecido. Y esta operación se utiliza contra personas particulares o contra gobiernos. Eso no importa. El poder necesita disciplinamiento y orden.

Los medios de comunicación masivos –se sabe desde hace tiempo– son conglomerados de empresas con múltiples intereses económicos y políticos. Habrá que recordar insistentemente que son recursos del poder real. En tales condiciones intentan a cada instante organizar el mundo de los pensamientos y la opinión de las mayorías. En ese arduo trabajo condicionan la vida, no importan las clases sociales o lugares de jerarquía en las políticas públicas. La virulencia de la parafernalia mediática puede ir contra un grupo de jóvenes anónimos, madres que pelean la cotidiana, dirigentes sociales, representantes del Parlamento o de los diversos poderes ejecutivos. Todo está atravesado por esta maquinaria que pretende ocupar todos los rincones de la vida.

Bravucones dirigentes son poderosos con los débiles, pero cuidan hasta el mínimo detalle de no decir nada que pueda encender el brutal poder mediático de las corporaciones en su contra.

Y, por supuesto, esta lógica de impugnación cumple sus cometidos. Muchos y muchas prefieren el silencio o escaparle a todo lo que pueda ser conflictivo. Bravucones dirigentes son poderosos con los débiles, pero cuidan hasta el mínimo detalle de no decir nada que pueda encender el brutal poder mediático de las corporaciones en su contra. Y muchos hasta justifican el accionar hegemónico bajo una vieja frase muy escuchada: “Y bueno, cómo va a decir eso...”. Hace poco lo vivió dramáticamente la abogada y militante Claudia Cesaroni, cuando tuvo que renunciar a un cargo en la Intendencia de Quilmes simplemente por decir que las ciudadanas y ciudadanos privados de la libertad también tienen derechos que deben ser garantizados por el Estado. Eso bastó para que comenzara una brutal persecución abortada por la rápida renuncia hecha en nombre de valores más urgentes: en este caso, no perjudicar a la intendenta Mayra Mendoza.

Hace menos de un año escribimos con Diego Sztulwark, compañero de aquellos años duramente humanos, un artículo que se titulaba “La impugnación de la palabra”.2 Ahí tratamos de explicar (y condenar) el mecanismo del poder, a través de su parafernalia mediática, que impide cualquier tipo de reflexión que se corra del statu quo. En ese escrito decíamos: “El dispositivo existe e interviene más allá de nuestras intenciones. Se propone insistentemente regular la palabra y forzar consensos discursivos. Es necesario, entonces, que aparezca la pregunta por nuestras acciones, nuestras posibilidades y nuestras formas de observación del mundo”.

En esta ocasión se pretende que, en medio del enorme esfuerzo que realiza el gobierno, ni siquiera se pueda destacar cuáles son sus políticas de cuidado colectivo o decir que Argentina es un país injusto, con desigualdades estructurales, y que hubo políticas que nos llevaron al actual estado de fragilidad social. Y ni hablar cuando se nombra a pensadores como Paulo Freire o se recuerda que una dictadura cívico-militar produjo 30.000 desaparecidos/as. A eso llaman adoctrinamiento o autoritarismo. Pero nada de eso es real. Lo saben sus propios autores o autoras. El objetivo es el disciplinamiento. Y se sabe que los poderes reales, en América Latina, tienen más posibilidades de adoctrinamiento que los gobiernos elegidos por la voluntad popular.

El mecanismo se perfecciona día a día en su nivel de imperceptibilidad y, por lo tanto, se empieza a convertir en un modo de organizar la vida. Esa práctica política, económica y tecnológica tiene sus radares de hiperconectividad funcionando permanentemente. En otras épocas te pegaban con una cachiporra o te encanaban por un tiempo. Ahora las formas del escarnio mutaron. El andamiaje comunicacional del poder te condena y te expone sin posibilidad de debate. Un plan que emerge desde los laboratorios de imagen y propaganda con sus terminales en guaridas fiscales y oficinas virtuales distribuidas en todo el mundo. Enfrentar desde el Estado este andamiaje es una acción imprescindible. Tanto cambiaron las cosas que se puede hacer contracultura desde el Estado trabajando por un horizonte emancipador y en conflicto con la cultura dominante.

En aquel artículo afirmamos algo que creo que sigue teniendo vigencia: “Se puede triunfar en procesos electorales, pero si en simultáneo no se fuerzan los posibles para romper el cerco discursivo, lo que se gana por un lado se rifará por otro, y lo peor de todo es que habremos sido nosotros, en parte, los responsables”. El escándalo y la sanción siguen siendo los modos de adecuación al discurso hegemónico. Es necesario preguntarnos por quienes los imponen, sus límites y nuestras acciones frente a esa sanción que se pretende universal. En los viejos debates que forjaron el país, Juan Bautista Alberdi trataba de desenmascarar a Sarmiento señalando que su virulento discurso y acción en realidad demostraba que él representaba aquello que pretendía combatir. Un recurso similar utilizan los poderes de la actualidad. En la denuncia de supuestos adoctrinamientos construyen el autoritarismo y la exclusión, dos variantes indispensables de un totalitarismo que sigue avanzando sobre nuestras soberanías individuales y colectivas.

Mariano Molina es periodista y docente argentino.

https://www.infobae.com/educacion/2020/05/22/la-oposicion-pidio-que-el-ministro-de-educacion-brinde-explicaciones-sobre-los-cuadernillos-escolares-que-incluyen-la-difusion-de-actos-de-gobierno/