El crimen de George Floyd volvió a poner la cuestión del racismo en el centro del debate público. Pero no se trata sólo de Estados Unidos. En Brasil también escalan los crímenes racistas, y son parte de una realidad que ha sido silenciada.

El gran debate de estos días parece girar en torno a si los disturbios, los saqueos y el uso de la violencia pueden ayudar o perjudicar la lucha por la justicia racial. Estos hechos parecen molestar a la gente mucho más que el tema en cuestión: el asesinato de George Floyd y el racismo sistémico que lo hizo posible.

La respuesta es compleja, porque la violencia, hasta cierto punto, ha dado poder político a los negros en Estados Unidos, mientras que la no violencia ha mantenido a sus contrapartes brasileñas ocultas, escondidas y en gran medida ignoradas.

Las formas en que Estados Unidos y Brasil lidiaron con sus poblaciones descendientes de los africanos que trajeron como esclavos para construir sus colonias y enriquecer a sus élites son muy diferentes. Estados Unidos pertenece al grupo de naciones que optaron por poner fin a la esclavitud pero segregando a los negros, estableciendo leyes racistas, aunque respaldadas por la Constitución.

Por su parte, Brasil adoptó tesis académicas dudosas –que se remontan al siglo XIX, incluso antes de que se prohibiera la esclavitud– que apoyaban el blanqueamiento racial, en un esfuerzo por eliminar los rasgos y los genes africanos del acervo genético brasileño por medio del mestizaje.

El concepto de mestizaje en América Latina fue incorporado a la literatura académica, en particular en la primera mitad del siglo XX, como una alternativa positiva a la segregación étnica y racial y a la deshumanización que en su versión más extrema había conducido al holocausto judío, y que resultó en conflictos violentos en Estados Unidos durante la era de Jim Crow y en el apartheid sudafricano en los años 50 y 60.

El consenso académico sobre el mestizaje empezó a cambiar en los últimos años del siglo XX. Con el auge de los discursos multiculturales y las políticas de identidad, la práctica comenzó a ser denunciada por lo que era: un mito para ocultar y apoyar la reproducción de las desigualdades raciales y el racismo sistémico.

Una táctica llevó a violencia, disturbios, protestas. La otra, a un país donde grandes grupos de personas a menudo ni siquiera se reconocen como negros o indígenas. El patrimonio de sus tradiciones y costumbres fue incorporado a la sociedad sin dar crédito de manera expresa a la cultura negra, negándole el derecho de orgullo por su raza y herencia en la sociedad en general, más allá de sus comunidades.

El mestizaje y el mito del daltonismo racial brasileño dieron lugar a una población que tiene pocas herramientas para unirse y luchar por sus derechos, en parte porque fue enseñada y condicionada a ignorar la ascendencia negra que corre por sus venas.

No es coincidencia que el número de brasileños que se identifican como negros haya aumentado en el siglo XXI. Este cambio va de la mano del empoderamiento de los movimientos negros en el país, además de las políticas de acción afirmativa que puso en marcha el Estado.

En siete años, entre 2012 y 2018, el número de brasileños que se identificaron como negros –porcentaje que también incluye a los “mulatos” (llamados “pardos” en Brasil) para los fines del censo– aumentó casi 30%. Entre 2017 y 2018, el salto fue de 32,2%.

Del mismo modo, el número de brasileños que se identifican como blancos ha ido disminuyendo de forma constante, lo que comenzó más o menos en la misma época. Hasta 2014, la mayoría de los brasileños se identificaron como blancos, mientras que ahora los mulatos constituyen la mayoría de la población.

Las políticas gubernamentales de acción afirmativa seguramente tuvieron un rol, pero no sólo porque los ciudadanos pueden beneficiarse directamente de ser negros en lo que respecta al acceso a la educación superior. Adriana Beringuy, investigadora del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), explicó que las personas que reconsideran su raza por la acción afirmativa transmiten esta nueva identidad hacia adelante. Es decir, sus hijos, e incluso los miembros mayores de la familia, asimilan la nueva identidad, creando una reestructuración de la cultura.

Con estos cambios, los movimientos de los negros ganaron más visibilidad, particularmente a la luz del boom de las redes sociales a principios de siglo. Los principales medios de comunicación empezaron a dirigir la atención a temas relacionados con los negros brasileños, que habían sido, en gran medida, ignorados a lo largo de la historia.

Una Policía cada vez más militarizada y violenta ha estado matando indiscriminadamente a los ciudadanos –la gran mayoría, negros y pobres–, y recientemente ha captado la atención internacional. La brutal matanza de personas a manos de la Policía en las favelas de todo Brasil, y más notoriamente en Río de Janeiro, está tan intrincadamente entretejida en la sociedad brasileña como lo están la samba y el fútbol. Lo que cambió es que ahora los negros han alcanzado el mainstream. Los negros están tomando las calles y las redes para mostrar a los “no negros” las injusticias impuestas a sus comunidades.

Un caso que atrajo la atención de los medios de comunicación ocurrió tan recientemente como el mes pasado. El 18 de mayo, una semana antes de la muerte de Floyd, tres policías, que supuestamente perseguían a unos sospechosos, irrumpieron en una casa de la favela Salgueiro, en Río, donde seis primos negros desarmados jugaban juntos. Los oficiales abrieron fuego, disparando por la espalda a João Pedro Matos Pinto, de 14 años. Los policías se llevaron a João Pedro en un helicóptero, dejando a la familia sin información sobre su paradero o condición. Más de 17 horas después, la familia encontró su cuerpo en la oficina del forense.

Otro caso se dio en setiembre del año pasado. Ágatha Félix, de ocho años, y su madre regresaban a su casa en Complexo do Alemão, en Río, cuando la Policía disparó contra el micro en el que estaban, matando a la niña.

Estos no son incidentes aislados, sino parte de una tendencia escandalosa. En la última década, la Policía ha matado a más de 33.000 civiles, de los cuales 75% o más eran hombres negros. Ha habido algunas protestas, particularmente dentro de las comunidades más afectadas por esa violencia, pero nada como el alzamiento visto en Estados Unidos.

Porque por muy dividido, desigual e injusto que sea Estados Unidos, los negros estadounidenses han podido organizarse y luchar por la justicia desde hace más tiempo, de una manera más cohesiva. A lo largo del siglo XX hubo importantes rebeliones: en Chicago en 1919, en el barrio de Harlem de Nueva York en 1935, en Detroit en 1943 y en Los Ángeles en diversas ocasiones (1943, 1965, 1992). En casi todos los casos, los disturbios se desencadenaron por la violencia directa de la Policía, o por no intervenir cuando se perpetraba la violencia contra los negros.

La atención del público sólo comenzó a tomar fuerza en el caso Floyd varios días después de que Derek Chauvin presionara su rodilla contra el cuello del ciudadano negro durante casi nueve minutos el 25 de mayo: cuando negros y blancos tomaron las calles de Minneapolis y otras ciudades de Estados Unidos. La revuelta social ha demostrado ser el único idioma que la mayoría de los estadounidenses blancos entienden ante la desigualdad racial. A los negros brasileños no se les permitió ese idioma, y les ha costado siglos de asesinatos sistemáticos, ocultos a plena luz del día.

Manuella Libardi es periodista brasileña, magíster en Relaciones Internacionales, y es editora en Open Democracy Brasil. Este artículo fue publicado originalmente como producto de la alianza entre Nueva Sociedad y Open Democracy.