Cuando vio pasar su vida en un instante, Mateo quiso cerrar sus ojos, dar un paso atrás y seguir el viaje en su máquina del tiempo. Desde esa dimensión compuso una obra surrealista y genial, con un swing expansivo, una sucesión única de imágenes y acordes, y una revolucionaria riqueza armónica. Marcado por las diversas identidades, siempre en tensión, que lo configuraron, Eduardo Mateo exploró mundos nuevos, rompió la quietud y desafió al canon desplegando un abanico de composiciones monumentales que lo convirtieron en uno de los pilares centrales del cancionero popular uruguayo.

Con un modo único de cantar y de tocar la guitarra, y una ética artística que definió el rumbo, buscó siempre el paso nuevo, el verso en pos del tiempo. Su búsqueda libertaria contempló impensadas formas de la belleza, y nos enseñó que la experiencia humana puede ser mucho más desigual, imperfecta y contradictoria de lo que asumimos y pensamos.

Si hoy Mateo puede ser reverenciado por músicos tan diversos como Devendra Banhart (“The most modern-sounding thing on the planet”, dijo de Mateo solo bien se lame) y Liliana Herrero, antes ya había sorprendido a Daniel Viglietti con su mestizaje, y para Horacio Buscaglia y Fernando Cabrera se había constituido en escuela. Federico García Vigil creía que había producido necesarias maravillas para la historia de la música nacional. Ruben Rada lo consideraba el creador de lo que hoy concebimos como música uruguaya, y Verónica Indart y Estela Magnone lo reconocían como un mojón de la historia. Todos, eso sí, coincidían con Jaime Roos en que era “una anomalía” en el mundo.

Cuando murió, hace 30 años, Jaime decía que había llovido todo el día. Y que esa había sido la peor noche de su vida: “No se lo dijimos al público hasta la última canción, porque muchos de ellos no lo sabían, y luego tocamos ‘Amigo lindo del alma’. Después de ese tema, escuché de la gente un aplauso que no había escuchado nunca en una vida sobre el escenario. Un aplauso que recordaba a una llovizna, muy tranquilo y suave, y que parecía que no terminaba jamás”. Mateo tenía 49 años y ya era un músico de culto, aunque el mayor reconocimiento llegaría con el tiempo.

Complicidades rítmicas

El creador del candombe beat era un apasionado de la música afrouruguaya, de la bossa-nova y del rock. Ya en su infancia, motivado por un padre feriante y carnavalero, comenzó a imponer su marca al redoblante y a transitar el camino con el que había soñado su madre: cuando trabajaba como empleada doméstica en la casa de Eduardo Fabini, decidió que un día llamaría a su hijo Eduardo, fascinada con cómo él tocaba el piano y el violín.

Eduardo Mateo. Tapa del disco Mateo solo bien se lame. Año 1971. (Autor: Reneé Petit. Archivo: Guilherme
de Alencar Pinto)

Eduardo Mateo. Tapa del disco Mateo solo bien se lame. Año 1971. (Autor: Reneé Petit. Archivo: Guilherme de Alencar Pinto)

Al estímulo de los padres se sumaba el incentivo de su abuela, que a los 14 años le regaló su primera guitarra, y de sus tíos: uno fue un destacado percusionista de Ansina y líder del grupo Los Ases Cariocas (Tito Giménez), y otro, que era marino, cuando pasó por Brasil aprovechó para traerle varios discos. Así conoció el cavaquinho, en el que aprendió a tocar “Cuando llora la milonga” mientras seguía despuntando en el pandero y se acercaba, de a poco, a la guitarra (“siempre buscando formas de acordes raros”, decía Arnoldo Chuster), como consigna el musicólogo y habitual colaborador de la diaria Guilherme de Alencar Pinto en su monumental biografía y estudio Razones locas. El paso de Eduardo Mateo por la música uruguaya, que se publicó en 1994 y ya lleva cuatro reediciones. En su momento, las palabras de Jaime, que definieron a Razones locas como “un acto de justicia, sólido monumento, prodigio de montaje testimonial, reflexión sobre la esencia del arte, novela desgarradora, pieza infaltable de la genuina historia de 30 años de música uruguaya”, contribuyeron a difundir este trabajo que sigue la vida y obra de Mateo desde el comienzo hasta su muerte. Alencar hizo más de un centenar de entrevistas y recuperó una historia y cientos de archivos invaluables, a la vez que llevó a cabo un estudio musicológico de su obra, de sus influencias, de sus años de formación y su transcurso vital, y registró, en forma exhaustiva, una memoria oral que hasta hoy sigue siendo la única referencia al hablar de Mateo.

Tiempo después de que se iniciara con su primer conjunto, en el que tocaba el pandero y el cavaquinho, el estreno de Orfeo negro (1959), la película basada en una pieza teatral de Vinícius de Moraes, que en ese momento vivía en Montevideo como diplomático (1957-1960), inspiró al grupo de amigos, que decidió llamarse O Bando de Orfeo. Pero Mateo se “enloqueció” –en palabras de Alencar– con João Gilberto, sus alcances vocales y acordes disonantes, y en una gira por el sur de Brasil logró comprarse su primera guitarra eléctrica. Así llegaron Los Malditos y su entusiasmo por The Beatles, con interpretaciones a las que Mateo siempre imponía su marca.

Para el ambiente cultural la música beat era “una distracción de lo autóctono, lo serio y lo consecuente”, sobre todo asociado al tango y al folclore, como señala Alencar. Pero el lanzamiento de Revolver (1966) “impuso un cambio de actitud”, que propició los fundacionales Conciertos beat, que modificaron el concepto de lo artístico y presentaron a Diane Denoir (y muchos otros, como Dino) y lanzaron a Mateo como compositor. Con Diane llegó, junto a la admiración por Claude Debussy, una nueva inspiración.

Mujer beat

Diane Denoir irrumpió en la década del 60 como la mujer más asociada al candombe beat, portadora de una particular influencia de la chanson française y la bossa nova, y una voz que resonaba como un susurro inconfundible. Muchos todavía la reconocen como “la musa de Eduardo Mateo”, sobre todo porque le compuso tres entrañables temas: “Y hoy te vi”, “Esa tristeza” y “Mejor me voy”.

Recuerda que en aquella época Mateo había empezado a ir a su casa para ensayar y que, con el tiempo, sus conciertos fueron “una fiebre que empezó a crecer”: “En cada uno queríamos cambiar de repertorio, y había que hacerlo en menos de un mes. Él venía siempre y ensayábamos. Yo le decía: ‘Mirá este tema, che’”. Esto de mostrarse temas, trabajos, era una dinámica instalada, ya fuera brasileño o francés, o variantes del jazz, el rock o la música clásica. “Lo primero que le maravilló fueron los impresionistas, Debussy y [Maurice] Ravel, que Mateo no conocía tanto al principio. Cuando los puse [en el tocadiscos] sintió que ellos eran sus maestros, sintió una identificación tan plena que se emocionó muchísimo”, dice.

Durante sus conciertos en Punta del Este conocieron a Astor Piazzolla. Diane cuenta que un día bajaron del escenario y Piazzolla los estaba esperando: “No lo podíamos creer, porque antes yo iba a Buenos Aires sólo para verlo a él con su cuarteto. Y nos dijo, ‘Muchachos, los quiero felicitar porque me gustó mucho’. Para nosotros era como si fuera Paul McCartney. Lo invitamos a donde nos quedábamos, y ahí estuvimos hasta las seis de la mañana. Fue un encuentro muy lindo, muy sincero y muy de verdad, pero sobre todo musical”.

Para ella, Mateo marcó un hito, una influencia que se amplía al presente. “Su vigencia es infinita porque abrió un camino indiscutible en la música uruguaya, y en esa época fue un gran vanguardismo. A veces no fue comprendido, porque lo entendió un grupito y los demás llegaron muchos años después. Los que lo entendían y respetaban eran Manolo Guardia, García Vigil, Coriún Aharonián, Rada, que tenían una escucha más fina y entendían las sutilezas, porque Mateo era impresionante armónicamente y muy fino musicalmente”.

Como ya lo han dicho varios, Mateo comenzó a proyectarse como artista de culto cuando se encontró con Rada en El Kinto, y en Uruguay fueron los primeros en hacer música beat en español, “tratando de conservar lo propio”. Ese “fue un paso importantísimo”, le dice Mateo a Jaime (y reproduce Razones locas), y no titubea al reconocer: “después de que nos escucharon, triunfamos liso”, “muchos se quedaron pasmados”. En la misma entrevista muestra su orgullo porque “el movimiento negro”, “el movimiento del cuero”, de la lonja, haya sido pionero en el beat, precursor de Carlos Santana.

Eduardo Mateo. Sin datos del lugar. Año 1964. (Autor/a: s.d. Archivo: Teresa Mateo)

Eduardo Mateo. Sin datos del lugar. Año 1964. (Autor/a: s.d. Archivo: Teresa Mateo)

Como plantea Alencar, en 1970 Mateo comenzó “un ejercicio radical de intransigencia”. Sin concesiones, sin censuras, sin caretas (“Yo quiero tocar tranquilo [...] Que eso que toque sea yo”). Editó Mateo solo bien se lame (1972) y ya para junio de 1973 andaba paseando, de pijama, por Buceo, “preocupado más por la paz y el amor que por la revolución o la resistencia activa”, rechazando la idea de un trabajo “capitalista”, predicando “el valor y el poder de la imaginación” y persiguiendo “la iluminación por medio de la meditación o de los estados de relajación” inducidos por “los puchos de marihuana o de hashish”, lo que complicaba aún más su panorama en la apremiante coyuntura nacional.

Del camino de la felicidad pasó al de la introspección y a la angustia por las razias, las censuras y los encierros. A eso se sumó el exilio de sus compañeros (Denoir, Buscaglia, Vera Sienra). Pero también llegó Mateo y Trasante (1979), grabó Cuerpo y alma (1984) y logró presentar su mítico espectáculo La máquina del tiempo, que luego derivó en Mateo/Mal tiempo sobre Alchemia (1987) y La mosca (1989), entre sucesivos altibajos, declives y detenciones, estimulantes uniones con Fernando Cabrera y Leo Maslíah, presentaciones de un éxito descollante y otras que se quedaban por el camino. En lo escénico, dice Alencar, su intransigencia de los 70 daba paso a algo más premeditado, más show: “Buscaba cautivar al público buscando que la gente se riera de él, de su ‘locura’, de su aire despistado”.

Aunque sentía aversión por las manifestaciones masivas, el 27 de noviembre de 1983 asistió al acto del Obelisco, y tocó en algunos actos frentamplistas. “¿El arte siempre es revolucionario”, le preguntó Hugo Fontana en 1990, y Mateo respondió: “Sí, lo que pasa es que hay veces que es más revolucionario que otras veces”.

Travesía

En 2019 Estela Magnone editó el bellísimo Siestas de mar de fondo, un disco con ocho letras que Mateo escribió en los 80 y fue compartiendo con ella, junto a otras que escribieron juntos. Durante más de 30 años Magnone compuso la música hasta que, de a poco, como dice a la diaria, el resultado final la convenció. “En todo ese tiempo fui y vine con las letras, dejándolas fermentar por largos períodos. Siempre soy muy exigente con las canciones y les doy tiempo para darme cuenta de si en realidad están bien. En este caso tuve que encontrar la música que acompañara unas letras bastante complejas, con una redacción para nada convencional”, que por momentos casi proponían “un nuevo lenguaje” y en otros, sólo imágenes. “Así que en el momento en que terminé la última canción me vino un gran entusiasmo y me puse a trabajar en los arreglos y a grabar. También incluí una grabación casera de un ensayo, justamente del tema que da nombre al disco, en el que cantamos los dos y Mateo toca la guitarra”, cuenta. “Creo que a Mateo le hubiera gustado cómo quedó”, dice, y cualquiera que lo escucha confirma el presagio.

Una figura del siglo

Alencar recuerda que, cuando vivía en Brasil (reside en Montevideo desde 1986), escuchaba muchísima música uruguaya. “Me encantaba desde una extranjería; me emocionaba, pero la sentía como algo de otro país”, relata. Hasta que llegó a Mateo. “Cuando lo escuché percibí algo muy similar a la música brasileña; tenía mucho de Milton Nascimento, un poco de elementos que yo asimilaba al rock progresivo, y, en algún fundamento más lejano, algún vínculo con la bossa nova y The Beatles. Me resultaba mucho más cercano que Jaime, que también tenía un sonido beat, más rockero. Porque Mateo tenía esa influencia brasileña desde sus orígenes, pero además se mantenía escuchando trabajos más recientes. Él retomaba ciertos elementos que la música brasileña estaba tendiendo a dejar de lado, y eso me resultó sumamente grato”, explica.

Aquellos que fueron testigos cercanos o lo siguieron en su supervivencia al margen del sistema, dice, no sospecharon el éxito que alcanzaría en los 90 y los 2000, ni que sus Mateo clásico (de 1994 y 1995) ganarían discos de oro.

Ese impacto se replica en el presente, cuando Alencar publicó la última edición de Razones locas (2015) y giró por Buenos Aires, Córdoba y La Plata: en cada presentación había pequeños espectáculos con distintos grupos de músicos jóvenes que se sumaban al lanzamiento interpretando canciones de Mateo elegidas por ellos. “Conocían canciones muy oscuras, que no son sus hits y que sólo los especialistas suelen conocer”, como “La libélula”, en lugar de optar por los más populares, como “Príncipe azul” o “Yulelé”, lo que ponía en evidencia la incidencia de su legado en las experimentaciones de cierta música contemporánea.

Como ejemplo de su versatilidad y eclecticismo, Alencar recuerda que, cuando Mateo creó el candombe beat junto con Rada, estuvo al frente de un fenómeno masivo, que se extendió a decenas de bandas, agrupaciones con un gran alcance popular, y a alguien “como Jaime, que en las últimas décadas viene siendo el músico más influyente del país”. De modo que uno puede trazar una línea genealógica del candombe beat, dice, pasando por Jaime y algunos músicos de esa generación, como Jorge Galemire y Cabrera, y, más acá, Alberto Mandrake Wolf, y abarcar toda la camada de la música popular uruguaya, muy influenciada por Jaime. “El panorama de la música uruguaya sería netamente distinto sin él, y a esto se suman otras cosas, porque él desarrolló mucho todo lo vinculado a la armonía”, afirma. En esa dimensión plantea que, aunque él y Viglietti tuvieran estilos muy distintos, fueron los que dieron “un vuelo a la música uruguaya, que en general transitaba por carriles más sencillos”. Mientras iniciaba una apertura que combinaba elementos de lo hindú, la bossa nova y el rock, contribuyendo “a afirmar la posibilidad de una música uruguaya que no estuviera condicionada por la idea de género”.

De modo que Mateo pasó a la posteridad como referencia, como poeta maldito y como un “músico íntegro que pasa dificultades por su integridad artística, pero que también utiliza eso para hacer cosas fuera de lo común, que descolocan porque no se parecen a nada y porque afectivamente a veces son extrañas. Como esas canciones que tienen una música angustiante pero una letra que refiere a algo luminoso”, como “El boliche”.

Así, en Mateo reconoce a un artista con un perfil experimental muy potenciado (“era alguien que siempre estaba probando y buscando, interesándose por hacer cosas distintas”) y, al mismo tiempo, a alguien muy vital y conectado con la dimensión del swing. “No sólo concibió intelectualmente esos experimentos que presentaba como un desafío conceptual al público, sino que, además, lo hacía con una gran exigencia, que apuntaba a conectarse con un elemento de vitalidad, de ritmo, de fluir, de encuentro. Hay un enganche casi trascendente”.

De ahí que, para aquellos que conectaron con esa dimensión, su perfección, su ejecución formidable y hasta visceral “funciona como enseñanza y referencia”.

Si para Jaime se trataba de una gran anomalía, para Alencar fue una de las grandes figuras de la música popular del siglo XX en el mundo. “Si uno ve la dimensión de lo que inventó y de lo que logró, la cantidad de ideas que desarrolló con una gran solvencia, comprueba que realmente es una figura excepcional de la que deberíamos sentirnos orgullosos”, sostiene.

Eduardo Mateo. Casa de Mauricio Ubal. Año 1987. (Autor: Marcelo Isarrualde. Archivo: Marcelo Isarrualde)

Eduardo Mateo. Casa de Mauricio Ubal. Año 1987. (Autor: Marcelo Isarrualde. Archivo: Marcelo Isarrualde)

Va más allá, y admite que Mateo trasciende la posibilidad y el alcance de cualquier aprendizaje. En cuanto a la percusión, por ejemplo, se pregunta: “¿Cómo hacés para alcanzar ese sonido? Por supuesto que uno entiende los lugares por los que él transitó –el candombe, João Gilberto y mucha música hindú–, pero lograr plasmarlo de esa manera es asombroso”.

Esto no impedía que algunas apuestas pudieran pasar desapercibidas. “En una escucha distraída, El Kinto es un buen grupito de los años 60 latinoamericanos, con grabaciones que no suenan muy bien, pero luego, cuando uno comienza a ver el entendimiento entre cada uno de los músicos, el ingenio de los arreglos y la originalidad con que se obtuvieron los recursos, es un disparate”, dice, redoblando el hallazgo.

Hace un tiempo, Cabrera planteaba a la diaria que Mateo había dejado una doble escuela: la musical y la de la ética artística, la de “ir a fondo con tu idea sin que te importe nada más, que es la misma enseñanza que nos dejaron Alfredo Zitarrosa, Eduardo Darnauchans, Viglietti, Rada; todos se la jugaron”.

Antes de morir, Mateo estuvo internado dos semanas en el Hospital de Clínicas con un cáncer muy avanzado. En Razones locas Alencar cuenta que primero embromaba y apelaba al humor negro, conjurando sus desvelos, pero después empezó a sentir miedo. El último día, cuando se lo comentó a su hermano Carlos, él aprovechó a preguntarle: “¿Miedo a qué?”. “A eso que se viene”, le respondió Mateo. “Carlitos le insufló coraje, le agarró la mano. Y Mateo empezó a hablar en inglés. En ese falso inglés con que cantaba ‘Blackbird’ y ‘Lovely Rita’ dijo sus últimas palabras. Enseguida de ese pequeño chiste se murió”, cuenta. Era cerca de la medianoche del 16 de mayo de 1990.

Desde entonces, su máquina del tiempo sigue hablando sobre la inutilidad de las urgencias y la independencia de una obra, y una comedia humana que ofrece, aun en los momentos más difíciles, el imbatible remedio de la risa: “Cuando vuelva a la sangre aquello / y de pronto quede despierto / ha de ser como flor del mundo / que trae vidas desde la muerte”.