La influencia internacional de China ha aumentado de manera exponencial en las últimas décadas, hasta el punto de que hoy Pekín parece condicionar el desarrollo de los acontecimientos en todo el planeta. Eso ha generado asombro y desconfianza en partes iguales y ha llevado al mundo a preguntarse con inquietud qué intenciones hay detrás de ese crecimiento. La actuación de China en el plano internacional bajo Mao Zedong, Deng Xiaoping y Xi Jinping ha estado marcada por dos ambiciones que seguirán condicionando su política exterior en el futuro cercano: recuperar los territorios que el país controlaba antes de la colonización y convertirse en una gran potencia internacional.

El motivo de que la política exterior de China gire en torno a esos dos pilares está enraizado en la historia. El país mantuvo su territorio unificado desde el 211 a. C. hasta la llegada de las potencias coloniales en el siglo XIX. Además, su demografía era tan vasta que, cuando los pueblos invasores, como los mongoles, conquistaron algunos de sus territorios, estos tuvieron que adaptarse a las tradiciones culturales y políticas chinas para poder ejercer el control sobre la población, ya que fueron incapaces de imponer las suyas propias. De esta manera, China mantuvo su integridad y dignidad prácticamente intactas durante dos milenios.

Durante ese tiempo, se generó en China un fuerte sentimiento de superioridad cultural y política que llevó al país a considerarse a sí mismo el eje central del mundo. Los grandes pensadores chinos, como Confucio y Mencio, cultivaron la idea de que sus emperadores tenían el mandato divino de gobernar “todo bajo el cielo”, una expresión popular que hace referencia al mundo en su totalidad. De este modo, la China imperial tenía una concepción jerárquica de las relaciones internacionales, según la cual el resto de las naciones debía rendir pleitesía a China y su emperador.

Con una concepción tan elevada de sí misma, China se llevó un durísimo golpe cuando fue sometida por los poderes coloniales en el siglo XIX. La primera guerra del opio, que empezó en 1839, marcó el comienzo del siglo de la humillación, 110 años en los que el país estuvo, por primera vez, a merced de potencias extranjeras, como el imperio británico y el japonés. Por eso, desde que triunfó la revolución comunista y Mao fundó la República Popular de China, en 1949, el país ha centrado sus esfuerzos en volver a la preeminencia internacional que le corresponde, según su tradición, así como en recuperar los territorios que le fueron arrebatados durante los siglos XIX y XX y ejercer el control total de sus fronteras.

Hasta ahora, el proceso ha sido eminentemente lineal. Con Mao, China se ganó el derecho a existir por sí misma. Luego, Deng lideró la revolución económica del país y, con habilidad diplomática, orquestó la escalada de China en la comunidad internacional. Ahora, Xi está al frente de una potencia que tiene al alcance convertirse en la mayor potencia mundial. Por el camino, China ha ido recuperando el control de territorios como el Tíbet y Hong Kong, y sólo Taiwán ha sido capaz de resistir a Pekín.

Mao Zedong: poniendo la primera piedra

Tras liderar la revolución comunista que acabó con el gobierno del partido nacionalista Kuomintang, Mao fundó la República Popular de China, en 1949. Quizás porque el combate había estado presente en gran parte de su vida o porque Asia siguió siendo un campo de batalla durante prácticamente todo su mandato, a Mao lo caracterizó un carácter agresivo y revolucionario, que quedó reflejado en su política exterior. Los esfuerzos de Mao por recuperar el control de la totalidad del territorio chino se centraron especialmente en el Tíbet y Taiwán. La primera fue sometida tras varias intervenciones militares, pero fue la relación con la segunda la que tuvo un mayor impacto internacional.

Tras la guerra civil, Taiwán se convirtió en el refugio del Kuomintang, que insistía en su legitimidad para continuar representando al pueblo chino. Pero el Partido Comunista no aceptó ninguna oposición a su gobierno y exigió la rendición de la isla. Para aumentar la presión y dejar clara su postura ante el resto del mundo, Mao diseñó el concepto de “una sola China”, según el cual la República Popular sólo establecería relaciones diplomáticas con aquellos países que renegaran de Taiwán como un Estado independiente, una política que todavía está en pie y ha condicionado enormemente la relación del país con la comunidad internacional. Además, haciendo alarde de su agresividad, Mao bombardeó la isla en 1954 y 1958, aunque sin resultados: Estados Unidos vio en Taiwán un contrapeso para el avance del comunismo en Asia y lo ayudó a salir del paso.

Al mismo tiempo que trataba de recuperar la soberanía de estos territorios, Mao buscó integrar a China en el orden internacional. En un primer momento, con una China débil en situación de posguerra, su prioridad fue blindar el país y evitar que otros estados pudieran atacarla. Para ello se alió con la Unión Soviética, el único Estado ideológicamente afín y suficientemente poderoso como para disuadir a Estados Unidos y Japón de agredir a China. Además, la URSS y China apoyaron juntas a los norcoreanos en contra de los estadounidenses y las tropas de la ONU durante la guerra de Corea (1950-1953). Pero esa alianza no duró mucho: tras la muerte de Stalin, en 1953, la URSS inició un proceso de desestalinización que la alejó de los posicionamientos más fundamentalistas del comunismo. Esto no gustó a Mao, que había cultivado un estilo de liderazgo muy similar al de Stalin, y llevó a los dos países a una confrontación primero ideológica y más tarde territorial. En 1969 llegó a haber un breve conflicto fronterizo entre ambos.

Enfrentado a la URSS y ante la imposibilidad de aliarse con Estados Unidos, que apoyaba a Taiwán, Mao decidió acercarse a los países en desarrollo. Durante los años 70, el líder chino trató de alejarse de la dinámica de bloques de la Guerra Fría argumentando que, como país en desarrollo y no alineado ni con Estados Unidos ni con la URSS, China pertenecía al tercer mundo. En esa línea, Pekín apoyó a economías más pobres, concediendo, por ejemplo, un préstamo sin intereses para construir un ferrocarril entre Tanzania y Zambia. Aunque la estrategia distaba mucho de ser altruista: Mao esperaba que, con el tiempo, esos países devolvieran el favor a China apoyando sus iniciativas.

Pero Mao no se jugó el destino de China a una sola carta. Mientras aumentaba la ayuda para los países en desarrollo, consiguió un asiento para China en la ONU en 1971, con la consecuente expulsión de Taiwán de la institución en virtud de la política de “una sola China”. Además, Mao inició un acercamiento gradual a Estados Unidos. Tras más de dos décadas sin contacto diplomático entre los dos países, en 1972 Mao recibió al presidente estadounidense, Richard Nixon, en Pekín, la primera visita de un presidente estadounidense a la China comunista. El evento marcó de manera oficial el inicio de ese acercamiento, que culminó, ya tras la muerte de Mao, en el establecimiento de relaciones diplomáticas formales entre los dos Estados.

Deng Xiaoping y el “desarrollo pacífico”

Deng se hizo con el control de China en 1979, tres años después de morir Mao. Frente al perfil agresivo y revolucionario de su predecesor, Deng representaba una corriente más pragmática y reformista. Si el logro de Mao había sido convencer al mundo de que la República Popular se había ganado el derecho a existir, el de Deng fue cimentar el creciente peso de China en la comunidad internacional.

Deng reformó el sistema económico del país, abriéndolo para atraer inversión exterior desde los países con economías más avanzadas, que en su mayoría formaban parte del bloque occidental. En plena Guerra Fría y con China como uno de los principales valedores del comunismo, Deng comprendió que para seducir a los países capitalistas debía presentar a su país como un actor fiable y dispuesto a relacionarse con ellos y resolver sus problemas sin recurrir a la violencia, que tan propia había sido del maoísmo. Esta fue la máxima que guió su política exterior, que siguió recuperando territorios y avanzando en el proceso de convertir a China en una gran potencia.

Con esta nueva estrategia, China usó la diplomacia, y no las armas, para recuperar la soberanía de Hong Kong y Macao, que en los años 80 todavía estaban bajo la administración de Reino Unido y Portugal, respectivamente. Deng acordó con estos países la devolución de ambos territorios y, para ofrecer garantías de las buenas intenciones de China, diseñó el esquema conocido como “un país, dos sistemas”, una obra de ingeniería política que concedía un estatus de semiautonomía a Hong Kong y Macao a cambio de que reconocieran la soberanía de China.

Deng también siguió escalando posiciones en la arena internacional. En este sentido, su mayor logro fue establecer relaciones diplomáticas con Estados Unidos en 1979, un hito histórico que además supuso una victoria doble para China. Por un lado, al establecer relaciones con Estados Unidos, se redujo enormemente la posibilidad de un conflicto armado con este país, y la URSS comenzó a tomarse más en serio a China como un actor independiente. Pero, por otro lado, que Estados Unidos reconociese a la República Popular obligó a los estadounidenses a renunciar a sus relaciones diplomáticas con Taiwán. Sin disparar un solo tiro, Deng privó a la isla del reconocimiento de su principal aliado. Y, aunque extraoficialmente Estados Unidos ha seguido siendo el socio más importante de Taiwán, la isla cuenta con cada vez menos apoyo diplomático.

La de Deng hubiera sido una época de éxito indiscutible de no haber sido por su nefasta gestión de las manifestaciones en la plaza pequinesa de Tiananmen en 1989. El Ejército chino cargó contra miles de personas que protestaban contra las reformas políticas y económicas del gobierno, y causó entre 200 y 10.000 muertes. El episodio consternó a la comunidad internacional, que impuso sanciones al país y puso en jaque los avances de los años anteriores. Tiananmen fue un punto de inflexión para China, ya que tanto Deng como sus sucesores se convencieron de la importancia de evitar cualquier error que pudiera llevarlos a una confrontación con la comunidad internacional, de la que tanto dependía entonces el desarrollo económico de China. Con el tiempo, este principio dio pie a la doctrina del desarrollo pacífico, según la cual China debía avanzar hasta conseguir sus objetivos con determinación, pero sin hacer ruido, una máxima que el Partido Comunista ha respetado hasta la llegada al poder de Xi Jinping.

Xi Jinping, ¿la recta final?

Unos 20 años separan el final de la época de Deng de la toma de posesión de Xi como presidente en 2013. Para entonces, China ya se había convertido en la segunda potencia económica mundial y tenía un gran peso en multitud de organismos internacionales. Esos avances se debieron en gran medida a las políticas de Deng y a la máxima del desarrollo pacífico, que permitió a China hacerse cada vez más fuerte sin que nadie pusiera sus métodos en entredicho. La llegada al poder de Xi ha cambiado eso. Ahora que China ya se ha convertido en un actor de peso y ha tejido lazos con multitud de países, Xi tiene pocos motivos para temer la confrontación con otros estados, lo que le permite perseguir sus objetivos con mayor determinación que sus predecesores. China ha recuperado la confianza en sí misma, y Xi se siente preparado para culminar la obra cuyas bases sentaron Mao y Deng.

Que Xi está dispuesto a encararse con otros países para cumplir sus objetivos ha quedado patente en la forma en que, durante los últimos años, China ha estrechado el cerco sobre Taiwán y ha reprimido movimientos separatistas en otras regiones además del Tíbet, como Sinkiang, la región occidental del país en la que viven los uigures, una minoría musulmana. En lo que respecta a Taiwán, Xi ha dejado claro que su intención es recuperar la soberanía de la isla tan pronto como sea posible y ha advertido de que cualquier conversación que su administración mantenga con el gobierno de la isla versará exclusivamente sobre la reunificación. Además, China ha aumentado descaradamente la presión sobre gobiernos, instituciones e incluso empresas privadas de otros países para que retiren su reconocimiento a Taiwán como Estado independiente, amenazándolos con fuertes represalias económicas. La táctica ha tenido éxito, ya que desde 2016 cinco países han roto sus relaciones diplomáticas con la isla y multinacionales como Inditex y Delta Airlines han dejado de referirse a Taiwán como país independiente.

Su éxito en Taiwán ha llevado a Xi a replicar esa estratagema en Hong Kong, donde en 2019 estalló una oleada de protestas contra el régimen chino. En este caso, Xi advirtió a países como Reino Unido y Estados Unidos, que habían amagado con tomar medidas de apoyo a los manifestantes, que “cualquier intento para poner en peligro la soberanía y la seguridad de China o desafiar el poder del gobierno central es absolutamente inadmisible”. Del mismo modo, China vetó la emisión de partidos de la NBA después de que uno de sus directivos se posicionase públicamente en contra de su administración. Y, en mayo de 2020, el Partido Comunista decidió diseñar una Ley de Seguridad Nacional para combatir el secesionismo y la “injerencia extranjera” en la antigua colonia. Esta ley no necesitará ser aprobada por el Parlamento hongkonés y permitirá a Pekín desplegar cuerpos de seguridad chinos en la ciudad, estrechando el control sobre sus ciudadanos y reduciendo la autonomía del enclave.

Por último, Xi parece haber encarado la recta final de la carrera de China para convertirse en la primera potencia mundial y recuperar la posición más alta en la jerarquía internacional, que, según su tradición, le corresponde. Por un lado, China se ha propuesto ponerse a la cabeza de la carrera tecnológica con su plan Made in China 2025, ya lidera el desarrollo del 5G y de la inteligencia artificial, y está haciendo grandes progresos en la exploración espacial. En el plano internacional, China está aprovechando que Estados Unidos parece renegar cada vez más de su hegemonía y del multilateralismo para perfilarse como el máximo valedor de la globalización. Xi busca aunar al resto del mundo en varios proyectos bajo el liderazgo chino, como la nueva “ruta de la seda”, un macroproyecto comercial y de infraestructura para conectar Asia, África y Europa. La importancia geoestratégica de este plan, lanzado en 2013, es mayúscula, ya que podría desplazar a la hasta ahora dominante alianza transatlántica y poner a Eurasia, con China como eje central, en el centro de las dinámicas internacionales.

De conseguirlo, Xi se convertiría en la personificación de la imagen clásica del emperador que consigue gobernar “todo bajo el cielo”. China no parece estar lejos de lograrlo: en los seis años de vida de la ruta, más de 70 países se han sumado a la iniciativa, lo que supone que más de 65% de la población mundial ya está condicionada por las decisiones de Pekín. A estas alturas, parece que sólo una crisis económica y reputacional de gran calibre, como la que podría desatar su cuestionada gestión de la pandemia de coronavirus, podría comprometer el hasta ahora imparable ascenso de China.

Si algo ha guiado la política exterior china durante la mayor parte del último siglo ha sido su afán por recuperar el territorio que controlaba antes de la colonización y convertirse en una gran potencia global. Desde la época de Mao, el avance en ambos frentes ha sido imparable, pero aún no se ha consolidado: Estados Unidos todavía es la potencia dominante, Taiwán sigue actuando de forma independiente y China está embarcada en disputas por la soberanía de otros territorios estratégicos, especialmente en el mar de la China Meridional. Cumplir esos objetivos es el plan a mediano plazo de los líderes chinos, a tiempo para 2049, el centenario de la fundación de la República Popular. Lo que vendrá después, si llega, es una incógnita.