El cuerpo humano

Así se llamaba el álbum de figuritas que me regalaron en la escuela cuando estaba en tercero. A mi madre no le gustaban los álbumes de figuritas, según decía eran para hacer gastar plata a los padres. Pero yo tenía un mecenas, un amigo de la familia, padrino de mi hermano, pero también de alguna manera mío. Muchas veces me enviaban a su casa a almorzar antes de ir a la escuela; su esposa, que tenía el mismo nombre que mi madre, cocinaba muy rico. Ellos no tenían hijos aún, pero sí un perro al que aseaban en la bañera y le lavaban los dientes. Recuerdo que ella tenía una piel muy blanca que contrastaba con su pelo negro y una sonrisa de dientes grandes siempre presente.

Él era muy alto y amable. Su trabajo estaba a pocas cuadras de la escuela, así que pensé: solo debo pasar a visitarlo alguna vez e invitarlo a ser mi socio de figuritas.

Mi padre ya había vuelto a casa en ese entonces, ya había nacido mi hermano. La vida se encontraba en reconstrucción minuciosa y torpe. Hacía changas por acá y por allá, se iba a veces por un tiempo. Mi madre trabajaba en un colegio fifí de Punta del Este, al que un día pedí no ir nunca más; partía muy temprano y regresaba de noche. Por eso yo viajaba sola en la ONDA o la COT los tres kilómetros que me separaban de la escuela.

Era un cordón de carretera contra la playa y luego la otra playa hasta llegar.

Mi abuela me acompañaba hasta la ruta y luego me iba a esperar a eso de las cinco y media.

Algunas veces yo no llegaba, porque dejaba pasar el primer ómnibus para poder ir a ver a nuestro amigo y buscar figuritas. Para abrir los sobres con los dientes con la esperanza de que apareciera la del hígado, que me faltaba para completar la página central. Allí estaba un torso humano cortado o más bien “destapado” por el frente. Era un torso sin sexo, pero definitivamente varón, era fascinante.

Dejé que el tiempo pasara en esa fascinación, pese a las advertencias de mi socio. Corrí hacia la agencia muy sobre la hora. Se estaba haciendo de noche, se estaba poniendo más frío, el viento del mar me enfriaba el bochorno que la carrera me producía en la cara.

Al llegar supe que había perdido mi transporte, me dijeron que en una hora habría otro, pero que sería muy tarde para viajar sin pagar, por más que llevara puesta la túnica.

Me senté afuera a esperar, abrazada al portafolios de cuero heredado del abuelo. Emanaba olor a cuero y a refuerzo de pan flauta con manteca y dulce de membrillo. Sus herrajes eran difíciles de abrir a veces. Pensé en eso. Pensé también en la abuela esperando en la ruta y viendo cómo no bajaba de un ómnibus y tampoco del otro. Miraba entre las lágrimas el lugar negro en el que se había ido desvaneciendo, el mar amarronado, agitado por el invierno. Las luces de la Rambla de los Argentinos hacían dibujos fractales. Luego se desbordaban aun sin pestañear.

No debió hacerse tarde, después de todo no era una canallada querer llenar el álbum como todo el mundo.

Lloré con la cara entre los brazos oliendo la túnica y empecé a ensayar en mi mente mi negociación con el guarda de la próxima ONDA, tal vez me conocería de cuando viajábamos con mamá todos los días. No creo, solo me queda esperar e invocar a la buena suerte.

Un chistido me sacó de la escena y reconocí un bigote que sonreía. La parrilla de la bici de mi padre tenía uno de esos resortes para apretar cosas. Había que acomodar bien los pies para pararse ahí, había que mantener el equilibrio. Avanzamos, quedó atrás la agencia y el terrible error. Ahora yo iba prendida de su cuello, apoyando la cara en su bufanda mirando el camino por sobre su hombro. El portafolios iba colgado del manubrio. Cantamos todo el viaje, las playas y los cerros se sucedían a los costados de la ruta. Su sonrisa cómplice todavía era nueva en mi paisaje cotidiano.

“Mamá se va a enojar”, me dijo, “no queda otra que contarle todo”. Era cierto, pero iba a haber hogar y café con leche.

Foto del artículo 'Ser hija en la costa'

Ilustración: Luciana Peinado

Clave de sol

Pensar que cuando dijeron que nos íbamos a mudar aluciné con la idea de un cuarto propio. Para mi sorpresa, mis viejos estaban de acuerdo, incluso accedieron a gastar unos pesos más en unos sachets de entonador rojo para la cal. Yo quería que fuera rosado. Como ya había empezado a trabajar, con mis primeros sueldos pude elegir una tela para las cortinas, también rosadas, con un estampado de plantas y flores. Es verdad que no era la que me gustaba más, pero era la que podía pagar, no sabía que llevaba tanta tela cubrir una ventana.

Por consejo de mi padre, usé enduido para rellenar algunos agujeros en las puertas corredizas del viejo ropero que, en realidad, era un mueble de cocina que él había conseguido en un remate.

Todo indicaba que al terminar la pieza se parecería en algo a las habitaciones de los jóvenes de las telenovelas argentinas. Ahora yo podría gozar del privilegio de ofenderme y encerrarme en mi cuarto con un portazo, o invitar a mis amigas y hablar de temas secretos, o tirarme a escuchar música entre almohadones, o llorar por cualquier cosa.

De entrada era esperanzador el tema del piso con baldosas. Ahora en mi casa habría trapos de piso que se deslizarían suavemente y sin esfuerzo, y el piso brillaría como en las publicidades. Cuando todo eso fuera logrado, yo obtendría cierta dignidad en la cual apoyarme, como una prótesis que se coloca para estar a la altura de los demás.

Los parches en el ropero quedaron muy mal. Yo soy bastante buena para las manualidades, hice un taller de cotillón en el liceo, el año pasado le hice a mi hermano los gorritos para su cumpleaños y algunas guirnaldas, y quedaron muy bien, también hice algunos adornos para el arbolito de navidad, con cartón y brillantina. Pero la pasta del enduido no quería quedarse en su lugar y ser una cosa prolija, pareja. Estuve un largo rato buscando la perfección, probando estrategias para rellenar ese hueco maldito y borrar las fronteras entre la madera y la pasta, entre lo perfecto y lo defectuoso, entre lo sano y lo roto. Todo aquello que fuera restaurable, yo lo restauraría.

La verdad es que mientras se secaba se formó una panza en el parche y fracasé.

Todo ese asunto me puso muy nerviosa. No me lo perdoné. No quise mostrarle a mi padre lo que había pasado, pensará que soy torpe y desperdicio un material que se compró para complacerme. Tampoco resultó lo del entonador. Revolviendo el balde con cal y mirando los sachets vacíos les dije que está muy clarito, que hay que poner un poco más de rojo. Respondieron no pidas más nada que no tenemos plata, no te preocupes, cuando seca, oscurece. Yo les creí, pero mi cuarto nunca llegó a ser rosado.

La tela de las cortinas resultó rígida, y a pesar de que mi amiga Claudia las cosió con cariño y les hizo unos lazos para atarlas, nunca perdieron el apresto ni dejaron de parecer unos pliegos de papel colgados de forma desordenada. De todos modos, pegué mi poster de Tom Cruise, a quien amaba incondicionalmente luego de ver Nacido el 4 de julio, y en cuya mirada me perdía a veces, porque sí, por mirar algo fijamente, o tal vez porque la suya era la única mirada contemplable en mi universo inmediato. Estaba indefenso, no podía rechazarme, ni decir algo como “¿y vos qué mirás?”.

Pegué mis dibujos de The Wall, aquella cabeza que nacía con la boca imposiblemente abierta a través de un muro gracias a la fuerza de la desesperación, el muro de Berlín, el muro de la opresión conservadora, el muro de la prisión de ser uno mismo.

También puse una foto recortada de un surfista en una gran ola que en una esquina tenía un pegotín metalizado que decía “Jesús te ama”, regalo de mi prima. Enterré en la pared algunos clavos que quedaron torcidos, pero igual colgué mi cuadro de una foto de dos caballos corriendo y uno que me regaló Bea, mi otra amiga, que tiene un dibujo de un oso abrazando a un ratón y dice: “Aunque seamos diferentes siempre seremos amigos”.

***

Estoy decepcionada porque me acabo de despertar y ya son las doce. Mi despertador cuadrado no sonó, a veces la aguja no entiende bien frente a qué número está parada. Hoy entro a trabajar a las dos. Tengo un poco de resaca porque anoche fuimos con las chicas a la playa y llevamos una botella de Martini. El cuarto está penumbroso, el sol ya está sobre la casa, pero aun así la luz del mediodía trasluce las plantas y flores de mis cortinas rígidas.

Debería bañarme. Estoy vestida, el colchón está babeado, la almohada en el piso. No he puesto las sábanas. Encima del escritorio se entrevera toda la ropa que lavé los otros días en la pileta del fondo. Todo lo que tenía sucio lo lavé en mi día libre. Enchufé el Hitachi en la cocina y lo ubiqué con el parlante apuntando hacia afuera, puse un casete con cosas grabadas de la radio para simular que no estaba allí ni haciendo eso. Cepillé los vaqueros y la espuma se puso marrón. También refregué con fuerza las sábanas y sin querer rocé la superficie de la pileta de hormigón con los nudillos que estaban tensos por el jabón. No paré, todo era seguro, la ropa no se mancharía y las heridas se desinfectarían, ignoré por completo el ardor. Finalmente, colgué todo en la larga cuerda frente al parrillero que construyó mi padre para que hiciéramos asados en familia, nosotros le creímos, yo le creí. El otro día me mandé la cagada de poner cuatro platos en la mesa, por costumbre, mamá se puso mal y me dijo de todo.

Di vuelta el casete por segunda vez, me senté al sol, prendí un Fiesta Light y me chupé los nudillos pelados, sentí la doble sensación del alivio de mi lengua tibia sobre ellos y del sabor de la piel rota.

Ta, lo que voy a hacer es elegir algo de ropa, bañarme sin gastar toda el agua del calefón ni usar el champú de mamá, voy a comer lo que ella me haya dejado en la cocina, voy a limpiar la cocina mientras escucho la radio y me iré a trabajar, podré llegar en diez minutos pedaleando con ganas.

Al mirar nuevamente el pequeño despertador de plástico, veo que marca la una, el segundero se mueve lento pero imparable.

Creo que no me parezco a ningún personaje de telenovelas argentinas.

***

El jueves mamá me prestó la Hondita, se la pedí unos días antes porque sabía que iba a cobrar. Salí del trabajo con los dos bolsillos de atrás abultados, uno por los cigarrillos y el otro por los billetes. Me sentía bien, en parte porque de todas mis amigas yo soy la que tiene menos culo. Hoy el simulacro será tener moto y tener culo.

Pasé por la casa de Bea primero, entré al patio con la moto y el sonido del motor retumbó en las paredes. Entré sin golpear, saludé a su familia como siempre, me ofrecieron algo de comer, pero dije que no. El papá de Bea insistió arrastrando las palabras en que aceptara un vaso de cerveza, yo lo conformé, como si fuera una mascota obediente, tomando un trago de su vaso, él lo celebró animadamente. Bea y yo nos fuimos a la pieza que compartía con sus hermanas. Yo estaba ansiosa por salir, pero ella quería bañarse primero. En un toque, me dijo, así que me quedé sola en su cuarto haciendo tiempo, a diferencia de otras veces en las que entraba al baño con ella y charlábamos sin parar. Era un cuarto nuevo como el mío, habían acomodado allí sus cuchetas en las que nos encorvábamos para conversar, jugar a las cartas o mirar revistas de chimentos que su madre traía prestadas de los chalets que limpiaba. Estaba lleno de objetos primorosos o cursis, ya que dos de sus hermanas ya habían cumplido los quince años. Había souvenirs y adornos de mesa, osos de peluche, perfumes, collares de flores de nailon, que convivían con los posters en las paredes de Duran Duran, The Police y Ricardo Montaner. Presioné el botón de play del grabador y empezó a sonar una canción de Los Fabulosos Cadillacs, prendí un cigarrillo, me delineé los ojos y me pinté los labios.

Bea se estaba tardando. Su papá irrumpió en la pieza, un poco tambaleante, con un vaso servido para mí. Me sentí inquieta, pero le hablé como si no pasara nada, bebí un trago y apoyé el vaso en cualquier parte. Él se me acercó bastante y me hizo un comentario sobre el cigarrillo, mirá cómo fuma la nena o algo así. Me abrazó, me dijo que me quería mucho, que estaba linda, que así iba a conseguir novio enseguida, y luego intentó besarme. Yo esquivé y esquivé, quise liberarme pero no pude, él me agarraba fuerte y estaba decidido a dar con mi boca. Creo que, por obra de la intuición, la mamá de Bea entró al cuarto y cariñosamente lo agarró de un brazo y dijo, vení, papá, es hora de acostarse.

Nos miramos cuando se lo llevaba, yo con gratitud, estupor y culpa, ella con ojos de pacto de silencio. Acepté. Me quedé oliendo el alcohol de aquel aliento, ignoré la vergüenza y el asco.

Prendí otro cigarrillo, en unos segundos el vaso quedó vacío.

***

Las luces de la bahía se ven lindas desde la torrecilla de iluminación en la punta del muelle. Mejor se siente saber que no debo estar aquí y a pesar de eso estoy.

Mis amigas gritan y ríen allá abajo, estoy acá porque no debo y también para apartarme de ellas, solo por un momento.

La torrecilla no es tan alta como hubiera querido, me habría encantado subir muchos más peldaños hasta la plataforma junto al farol, pero ofrecía un buen panorama, algunos yates desensillados desde el verano permanecen amarrados sin demasiada inquietud. Algunos son grandes y lujosos, otros son pequeños y lujosos. Más allá en otro muelle también esperan las lanchas de los pescadores que duermen un sueño firme; en cuanto llegue el alba serán arrojados al mar. Y acá estamos nosotras, intrusas que llegaron en ciclomotores prestados, toman vino embotellado del pico y fuman cigarrillos de caja dura, cosas que compré porque tenía la plata. Tenía plata que era mía, le llené el tanque a la Hondita, compré un vino cuyo nombre desconocía y los puchos, la caja, porque en la propaganda de Fiesta Light la gente es linda, sonríe y navega. Quería compartir esos lujos con Bea y Claudia más que con nadie en el mundo.

Estamos en Punta del Este, pero no somos empleadas de ninguna tienda en estos tiempos, tampoco nuestros padres. Se encuentran arreglando jardines, sirviendo mesas, levantando del piso botellas vacías, restos de comida y puchos de veteranos bronceados y fiesteros, o toallas menstruales de muchachitas rubias, o kilos y kilos de arena robada por los cuerpos o las sillas de playa, en estos tiempos no tenemos que sonreír si no queremos.

Yo nunca pude conservar un trabajo de temporada, como ya dije, no tengo culo, parezco más chica de lo que soy y nunca pude hablar con los porteños sin tenerles miedo o sentirme inferior. Mi trabajo me lo dieron unos amigos de mis viejos, ahí sí duré y pude hacerlo más o menos bien. Tuve tiempo de ir aprendiendo y ellos me abrazan casi tan seguido como me cagan a pedos.