Hoy es 30 de mayo. Faltan 31 días para las elecciones internas y 150 para las nacionales.
La semana pasada, el presidente de la República presentó un proyecto para modificar la Ley 19.580, sobre violencia hacia las mujeres basada en género. Lo nuevo hoy tiene que ver con dos reacciones. Por un lado, la Asociación de Defensores Públicos del Uruguay divulgó un comunicado que señala los verdaderos problemas relacionados con la aplicación de la norma, y la escasa pertinencia de su propuesta. Por otro lado, en la bancada parlamentaria del oficialismo ya hubo quienes tomaron distancia de la iniciativa.
Los defensores públicos opinan a partir de un vasto conocimiento del asunto y un análisis profesional de la experiencia que comparten. Lo que dicen, una vez más, es que la Ley 19.580 nunca ha llegado a aplicarse como es debido, por la simple razón de que los recursos asignados para su cumplimiento han sido muy insuficientes, como pasa con varias otras normas de contenido progresista. Esto significa, entre otras cosas, una brecha de acceso a la justicia tanto para las víctimas como para los denunciados. Hay quienes pueden pagar abogados con prestigio y pericias privadas, mientras que muchas otras personas dependen de un sistema público desbordado, que no puede asesorarlos ni defenderlos en forma adecuada.
Las medidas cautelares iniciales son sin duda indispensables, aunque no suficientes, para prevenir tragedias, pero todos los procedimientos tardan más que lo previsto y deseable, no por conspiraciones de malvadas “feminazis”, ni por denuncias falsas cuya cantidad se desconoce (al igual que otros datos estadísticos relevantes), sino por la indigencia del sistema. Siete años después de la promulgación de la ley, la gran mayoría de los departamentos del país carecen aún de juzgados especializados, y los pocos que hay funcionan con grandes dificultades. Cambiar tal o cual artículo de la Ley 19.580 no va a resolver estos problemas.
Por otra parte, es notoria la frialdad de varios oficialistas hacia el proyecto presidencial. Se objeta su oportunidad, en medio de actividades electorales que ya se devoran la agenda de quienes integran el Parlamento, y también su contenido, en parte por la ausencia de datos para fundamentar las propuestas de cambio y en parte por temor a que, con la intención declarada de desalentar las denuncias falsas, se termine desestimulando también las verdaderas. Esto indica el comienzo de un proceso previsible pero que, al parecer, Luis Lacalle Pou no previó.
Durante el mandato de un presidente transcurren períodos mejores y peores, a veces como consecuencia de su desempeño y a veces por factores externos imprevistos, pero hay un tramo inexorable y especialmente difícil en los últimos meses de cada mandato, antes y después de las elecciones, cuando se comienza a ser un presidente saliente y casi un exmandatario. El entorno de incondicionales se reduce, aumentan quienes atienden su propio juego, mengua la capacidad de mando e incluso la de incidencia, y hay que escalar de nuevo si se tiene voluntad de volver a la cumbre, como todo indica que ocurre en el caso de Lacalle Pou. El presidente empieza a pagar el precio de su personalismo centralista, porque el poder no es vitalicio.
Hasta mañana.