Hoy es 28 de junio. Faltan dos días para las elecciones internas y 121 para las nacionales.

Ayer se cumplieron 51 años del golpe de Estado de 1973, que fue parte de una oleada regional. Anteayer, como para recordarnos que la estabilidad democrática no se mantiene sola, hubo un intento fallido de golpe de Estado en Bolivia, donde hace apenas cinco años las Fuerzas Armadas forzaron la renuncia del presidente Evo Morales y sostuvieron al gobierno de facto encabezado por Jeanine Áñez.

En Brasil una investigación ordenada por el Supremo Tribunal Federal ha encontrado evidencias de que hace dos años el entonces presidente Jair Bolsonaro participó en preparativos para un golpe de Estado que lo perpetuara en el poder, impidiendo la victoria electoral de Luiz Inácio Lula da Silva.

Luego de que Lula ganó las elecciones de 2022, se instalaron campamentos frente a varios cuarteles para pedir un golpe de Estado. Una semana después de que asumió la presidencia, partidarios de Bolsonaro asaltaron las sedes de los tres poderes del Estado en Brasilia.

En Bolivia la situación política es compleja, en gran medida porque tras la oposición salvaje de la derecha durante las presidencias de Morales se ha instalado como factor desestabilizador, en los últimos años, la pulseada entre este y el actual presidente Luis Arce, que continuó ayer con acusaciones cruzadas tras la intentona golpista. Al igual que en Brasil, la promoción del odio y la lucha sin cuartel penetra en las instituciones y las debilita, aumentando el margen de maniobra de quienes quieren presentarse como salvadores armados de la patria.

Argentina no ha llegado a esos extremos pero tampoco está lejos de alcanzarlos. El vaivén de gobiernos peronistas y antiperonistas se ha producido en un marco de creciente polarización y crispación social con gran desprestigio institucional, fomentado hoy por Javier Milei desde la presidencia.

¿Y por casa, cómo andamos? Es necesario y doloroso recordar que en Uruguay no hubo ninguna persona procesada por su responsabilidad en el golpe de Estado de 1973. Los dictadores Juan María Bordaberry y Gregorio Álvarez fueron condenados por lo que hicieron en el ejercicio ilegítimo del poder, pero no por haberlo usurpado. Poco después de la salida de la dictadura, el entonces diputado Nelson Lorenzo presentó denuncias contra Bordaberry y militares golpistas, pero la Suprema Corte de Justicia las descartó, arguyendo que al primero debió haberlo juzgado el Parlamento que disolvió, y a los otros, la Justicia Militar del propio régimen. Tampoco hubo condenas por el pillaje y la corrupción de la dictadura, ni por el provecho indebido que sacaron de ella muchos actores empresariales. No sólo se oculta la verdad sobre las desapariciones forzadas, sino también la referida a los motivos económicos del golpe.

Hasta hoy, cada impunidad es un riesgo de reiteración. Cada intento de acumular poder con mentiras, desprecio por la legalidad y negación de derechos socava el prestigio de la política. Cada acto u omisión que debilita la credibilidad institucional es una oportunidad para las fuerzas antidemocráticas. Cada vez que decimos “nunca más dictadura” deberíamos recordar que con decirlo no basta.

Hasta el lunes.