All of the rocky and metallic material we stand on, the iron in our blood, the calcium in our teeth, the carbon in our genes were produced billions of years ago in the interior of a red giant star. We are made of star-stuf.1 Sagan, C. The Cosmic Connection: An Extraterrestrial Perspective. Anchor Press/Doubleday, Garden City, Nueva York, 1973 (pp. 189-190).

Retumbaban aún en los oídos el ulular del viento, el flamear de las velas, el crujir del aparejo, los chasquidos secos del casco cayendo de plano sobre las olas.

Durante las raras y cortas acalmias había pugnado por comprender el sentido que escondían esos breves silencios. En uno de esos instantes, tomando rizos, a capa, escorado, con el foque cazado a la contraria y la caña a sotavento, empapado por los baldazos constantes que azotaban desde la proa a barlovento, la ropa pegada al cuerpo, doblado, el testuz sumiso bajo la amenaza de la botavara, había tenido la vívida epifanía de ser un punto virtual, invisible pero preciso, en el gran esquema del universo.

Cuando la pequeña embarcación retomó su rumbo, la inmediata realidad náutica ya había vuelto a imponerse sobre el resto del cosmos. Había visualizado llegar a puerto. Había hecho el camino, o mejor dicho la estela, porque en el agua, al igual que en todo otro medio, estelas es todo lo que existe; había hecho la estela con la barra del timón como único contacto tangible con la realidad de la existencia, corroborada sólo por el vaivén, a veces alarmante y otras adormecedor, de la precaria embarcación y el frágil apoyo cartesiano que podía agregar la conciencia del propio pensamiento.

En realidad, no había corrido mayor peligro: ciñendo y alejado de la costa, excepto por cambios en el siempre impredecible y voluble humor de los dioses o el riesgo real y siempre presente de caer en la cascada del fin del mundo, poco había sido lo que hubiese podido temer. Había leído que navegar en solitario modificaba la percepción de la realidad, pero si en algo ello ocurría, se reflejaba sólo en un aumento de la capacidad de los sentidos. Durante esas bordadas, entre virada y virada, con algún cormorán prehistórico en vuelo rasante como único compañero de viaje y aventura, era que lograba captar la vigencia del presente, siempre elusivo en la vida diaria, pero concreto y palpable durante el simple acto de flotar hundido en el fondo de la atmósfera sobre el confín del agua, la misma de los cometas, en la siempre mutable e inestable interface entre los dos fluidos.

Aunque no había pasado sed, todo el viaje había hervido de deseo por una cerveza helada. En eso había sido torturado implacablemente por las guías de navegación, aquellas boyas amarillas y negras, rojas y verdes, blancas y naranjas, flotando sobre las olas, gigantescas botellas ofreciéndose y negándose, tan cerca y tan lejanas, todas frescas, mojadas, sudando al sol, tentadoras, meciéndose sensuales en la gran vasija, el mar dulce del enorme lago alimentando el espejismo y con él, el tremendo martirio de sentirse vivo.

Navegar a vela es una tecnología perimida, pero ello permite, limitando su impacto, sacar provecho de fuerzas naturales fuera del control del animal humano a merced de las cuales el navegante en solitario se libra, por decisión propia y propio gusto. Es precisamente esa falta de control humano lo que le da al presente su fuerza existencial y lo revela en sí mismo como finalidad de vida. Si algún significado existe en el acto de vivir, no se halla en las amarras del pasado ni en los puertos del futuro, sino en el lapso del tránsito entre ambos, a merced de sol, viento y agua, en la conciencia de ello y en el preciso y fugaz instante en que está ocurriendo, tal como el momento en que el trago balsámico de la cerveza helada fluye lengua abajo derramándose sensual entre los pilares del velo del paladar, mojando de espuma las fauces secas de la faringe humana.

Pero otra era la espuma que en esos momentos salpicaba labios y cara, y con ella volvía al instante en que había logrado vivenciar una perfecta armonía con las esferas, con la realidad en todas sus dimensiones. Había entonces dejado el arnés y lentamente había deslizado el cuerpo por la borda, por el costado del casco, a recibir el beso fresco del agua en movimiento, el roce crepitante de la espuma satinada flotando en las crestas de la ola que se abría al paso del barco, de la cual el casco, aparentemente libre, era ineluctable prisionero. Desde una nueva perspectiva nunca antes asequible, absorto, había admirado la gracia, casi el andar, de la popa alejándose, rozando el agua apenas, creando estelas con su caricia, estelas que luego se abrían al infinito y desaparecían y volvían a ser mar y nada cambiaba, porque nunca antes habían dejado de serlo. Extasiado había visto al velero, con su velamen y casco en perfecto equilibrio con viento y agua, impertérrito, ajeno, ignaro, continuar su curso, el que sólo un cambio en la dirección de la brisa podía ahora alterar.

El cuerpo flotaba en total ilusión de libertad. Podía girar círculos completos y ver cielo y agua, y el horizonte ondulante que ora los separaba, ora los unía. Sabía nadar, pero para qué. Sabía también que no había manera de llegar a la costa, casi una línea imperceptible en el horizonte, superpuesta de espejismos suspendidos en el aire —travesuras del Hada Morgana en la Historia Brittonum—, imágenes incompletas de realidades lejanas y extrañas, entrecortadas por la distancia, la redondez del planeta y la refracción de la luz en los estratos de aire a diferentes temperaturas, y encima de ellas la orla de esmog de la civilización sumergida, hambrienta y condenada. Pero poco de eso importaba frente a la curiosidad, el anhelo acuciante, el deseo irrefrenable de vivir con plenitud condensada, con conciencia amplificada, los próximos momentos, los minutos siguientes, los segundos que ya estaban pasando como choques eléctricos por la piel, con la esperanza de que pudieran por fin, como por arte de magia, justificar tanta vida pasada, tanto esfuerzo, tanta frustración y tanto sufrimiento, y poderlos sentir y comprender, comprender y sentir, como si ello fuera posible, en el presente, en el propio y efímero presente por ellos mismos creado, cada vez más elusivo, cada vez más corto, porque pronto, muy pronto, ya no habría futuro desde el cual poderlos rescatar y recordarlos como pasado. Además, el agua fresca del lago cada vez sabía más a cebada y lúpulo, y complacía y embriagaba de igual manera.

Latidos rítmicos golpeaban amordazados, como un péndulo con sordina de fieltro en un viejo reloj de pared ligeramente inclinado. De pronto, en un punto, imposible precisar cuál, el péndulo se detuvo y todo retornó a ser polvo de estrellas y agua de cometas, pero no sin antes, por un brevísimo instante de lucidez, tomar conciencia viva de que nada jamás había dejado de serlo.

Cesó el ulular del viento. El silencio perdió todo significado. El atardecer quedó en suspenso. Las aguas se tornaron aceradas. El Sol se fue agrandando hasta englobarlo todo para luego apagarse y desaparecer en el centro sin fondo de la galaxia.


  1. “Todo el material rocoso y metálico sobre el que estamos parados, así como el hierro de nuestra sangre, el calcio de nuestros dientes, el carbono de nuestros genes, se produjo hace miles de millones de años en el interior de una estrella gigante roja. Estamos hechos de materia de estrellas”. Carl Sagan, La conexión cósmica: una perspectiva extraterrestre