Hay un palacio gótico veneciano del siglo XV que se asoma al Gran Canal. Adentro del palacio hay una casa verde. Adentro de esa casa verde hay una escuela. Adentro de esa escuela hay tres palabras: educación, historia y revolución. Adentro de cada una de esas palabras está la experiencia de las mujeres del archivo viviente. Y adentro de ese archivo viviente está la memoria de Amílcar Cabral.

Todo eso es el pabellón de Portugal en la edición número 60 de la Bienal Internacional de Arte de Venecia. Todo eso más un jardín (Amílcar Cabral era agrónomo). Todo eso más una asamblea que quiere interactuar —quizá en un exceso naíf— con la comunidad y los visitantes (Amílcar Cabral fue el líder principal de la independencia de Guinea-Bissau contra el colonialismo portugués).

Al subir la escalinata señorial de ese palacio, que perteneció a un archiduque de la dinastía de los Habsburgo, nada prepara para lo que habrá en la sala de gabinetes de madera que en la bienal pasada albergó, también, el envío nacional portugués a la cita principal del arte contemporáneo. Sólo que en aquella ocasión de dos años atrás el espacio estaba ocupado con pantallas de cine, de diferentes tamaños, íntimas y públicas a la vez, que contaban la historia Vampiros en el espacio para cuestionar nociones de género y modelos de familia (un proyecto de Pedro Neves Marques a tono con una bienal 2022 que ya desde el título navegaba en las aguas del surrealismo: “La leche de los sueños”). Esta vez es diferente. En este caso la bienal se titula “Extranjeros en todas partes” y tiene como curador al director del Museo de Arte de San Pablo, Adriano Pedrosa.

Así que no extraña que en vez de pantallas haya plantas. “¿Dónde está la tecnología este año?”, se preguntó parte de la crítica europea.1 La respuesta podría habérsela dado el filósofo y educador español Jorge Larrosa desde el otro lado del océano, ya que esa misma semana estuvo en Montevideo para volver a plantear sus ideas sobre la esencia de la educación. En las conferencias y las entrevistas de esa visita,2 como si fuera un involuntario actor dislocado del pabellón portugués de Venecia, Larrosa se refirió a la importancia del aula. Como espacio arquetípico y pedagógico. Casi como un artefacto conceptual.

En el palacio veneciano, es decir, en la casa verde, está el jardín criollo, como le llaman las artistas del pabellón portugués de esta edición de la bienal (Mónica de Miranda, Sonia Vaz Borges y Vânia Gala). Las plantas no sólo componen una pequeña embajada del trópico, sino que al mismo tiempo son el espacio en el que sucede el arte. Allí se desarrolla mucho más que el deambular de los visitantes (que algunas veces ni siquiera se detienen a entender lo que están recorriendo) y se produce mucho más que el obsesivo disparar de las fotografías de los teléfonos celulares. En ese espacio de lo performático, llamado Pasahojas, están el color y el olor de la tierra de lo que alguna vez fuera un conjunto de colonias portuguesas y que ahora, en esta bienal que cuestiona desde diferentes puntas el colonialismo, es la reafirmación de la voluntad de hacer del África lusófona (casi) una comunidad de parecidos (por no sobreactuar diciendo “de iguales”). No en vano el envío portugués conmemora dos fechas redondas: los 100 años que se cumplirán en setiembre del nacimiento de Amílcar Cabral (agrónomo y revolucionario) y los 50 de la Revolución de los Claveles, ocurrida un 25 de abril.3 Ambos hechos se entroncan. Sin la revolución de los capitanes del Ejército Portugués que derrocó la dictadura en Lisboa en 1974 no se habría acelerado el proceso de descolonización del África portuguesa. Pero, al mismo tiempo, sin la influencia política de los guerrilleros africanos, los capitanes del ejército colonial no habrían aprendido de sus “enemigos” cómo sacudirse una tiranía.

Al pasar el sector central del jardín criollo, el visitante más curioso puede detenerse delante de un monitor que reproduce el video de una de las performances del archivo viviente. Dos actrices interpretan las cartas de dos mujeres que llegaron a Guinea-Bissau en plena guerra de liberación para ponerse al servicio de la causa. Cuando dijeron que en su país de origen eran profesoras, les explicaron que había más de un frente en esa guerra. Y las enviaron a educar “para el día después de la independencia”. Así, en medio de la selva, en una de las pocas zonas relativamente seguras —por lo alejada de los caminos más transitados—, vieron cómo les construían una escuela con lo que había en el lugar. Con los árboles hicieron las paredes y con las ramas, los pupitres. “Teníamos un solo libro y escasos lápices y cuadernos”, cuenta una de ellas. Y agrega: “Pero lo que construimos era un aula, un lugar donde los estudiantes se encontraban con sus profesores para el proceso de enseñanza-aprendizaje. Es decir, en los hechos, estábamos regresando a la esencia del origen de la escuela, estrictamente interpretado”. Algo que se parecía bastante a lo dicho por Larrosa en Montevideo a comienzos de mayo, décadas más tarde de las cartas de aquellas maestras y con mil años luz de distancia entre las posibilidades materiales de la educación urbana occidental y las de esa escuela clandestina de la selva.

Pero nada está lejos, a fin de cuentas. Por eso la casa verde tiene una escuela. No cualquiera. Una escuela que quiere parecerse a la del mato. Una de las artistas, Vaz Borges, tiene a su cargo volver a materializar, en Venecia, aquella propuesta educativa y militante del PAIGC (Partido Africano para la Independencia de Guinea-Bissau y Cabo Verde), que tenía tres elementos: formación técnica, formación política y transformación de los comportamientos individuales y colectivos. Lo está haciendo con inmigrantes que viven en Venecia, sean o no de origen lusófono. A fines de noviembre, al terminar la bienal, se sabrá qué tan inacabada quedó esa obra de arte conceptual de Vaz Borges, porque inacabada será, eso está claro.

Más allá de aquella crítica europea que pedía más tecnología (“un año hablando sólo de inteligencia artificial y luego llegás a la bienal y parece que estás en una burbuja...”), en este jardín criollo de la casa verde lusófona la tecnología es otra. Las artistas del pabellón portugués le llaman afrofuturismo.

Con ese marco inestable tejen esas asambleas, esa escuela, ese jardín y llenan la casa verde con metáforas filosóficas, biológicas y agrarias. La interacción con artistas de los pabellones de otros países se llama rizoma; los debates sobre la identidad poscolonial se denominan biomas; los pódcast radiales sobre la lucha de liberación africana son nombrados quintales; el foro sobre desobediencia epistemológica es el bolbo y el cuestionamiento del lugar de lo curatorial se nombra polen. ¿Qué saldrá de todo eso? Nada más ni nada menos que una provisoria casa verde. Tan inestable y universal como la ciudad en la que se está montando. Una (quizá inútil, quizá imprescindible) tregua olímpica con el sinsentido que se nos propone como lo real.

Rafael Trejo es una de las firmas habituales de Le Monde diplomatique edición Uruguay.


  1. “Il meglio e il peggio della Biennale Arte 2024 dopo i giorni di inaugurazione”, Artribune, 21-4-2024. 

  2. “Dediquemos un rato a ver cuáles serían los criterios pedagógicos —no económicos— para valorar algunas cosas y decir si nos convienen o no”, la diaria, 11-5-2024. 

  3. Sabrina Duque, “El país de los claveles”, Lento, abril de 2024.