La relación entre ciencia, prensa e imaginario popular es, cuando menos, accidentada. Las frases (inevitablemente falaces) comenzadas con “Está científicamente comprobado que...” pululan en el discurso diario, cuando en realidad en la práctica científica es imposible comprobar nada. Por eso al leer un titular sobre un estudio que vincula la extinción de una especie con la pereza inmediatamente pensé que debía de ser otro más de esos teléfonos descompuestos entre artículo científico y titular de prensa. Pero no.
“La pereza facilitó extinción del Homo erectus”. El comunicado de prensa de la Australian National University, reproducido hasta el cansancio en medios de prensa de todo el mundo (incluida ladiaria.com.uy/AMRd), cita el artículo científico original de un investigador de dicha universidad en el que, supuestamente, se llega a esa conclusión. Poca gente debe de haber leído ese artículo, y no es para menos: se trata de un trabajo largo y denso que describe los resultados de varias campañas de excavación en Dawadmi (Arabia Saudita) y lo que el análisis de miles de herramientas de piedra y sus desechos sugiere sobre las conductas de los individuos de la especie Homo erectus que las produjeron. El artículo no dice nada de extinción ni de pereza, por la sencilla razón de que afirmaciones tan radicales no habrían pasado por el filtro de la revisión de los colegas que, siguiendo el procedimiento usual de las publicaciones científicas, evalúan la calidad de un artículo presentado para su publicación.
En paleontología, la palabra “extinción” no tiene las implicancias dramáticas que tiene en el lenguaje corriente. Para las especies del pasado, cuya existencia conocemos por medio de los fósiles, simplemente implica la desaparición de una especie del registro. Naturalmente quiere decir que esa especie dejó de existir, pero las causas a menudo distan de ser claras, y en el caso del Homo erectus, atribuir su extinción a la dificultad para adaptarse sería algo exagerado. Homo erectus fue el primer hominino (es decir, pariente cercano y posible antepasado de la especie humana) en abandonar el continente africano. En el proceso, tuvo que recorrer millares de kilómetros y adaptarse a flora, fauna y climas extremadamente diferentes de los que caracterizaban a su continente de origen. No sólo lo logró, sino que ocupó esos nuevos ambientes a lo largo y ancho de Eurasia durante un millón y medio de años, es decir, siete veces más tiempo de lo que lleva de existencia nuestra especie, el Homo sapiens.
En realidad, el artículo científico publicado es mucho más discreto que el comunicado de prensa. Efectivamente, plantea que las poblaciones de Homo erectus que ocuparon el sitio excavado en Arabia Saudita se esforzaban muy poco a la hora de seleccionar las rocas necesarias para hacer sus herramientas, y que tampoco ponían cuidado ni inventiva en la elaboración de estas. Adicionalmente, dice el artículo, en determinado momento estas poblaciones debieron abandonar la región debido a que el clima se habría vuelto más árido. Sin embargo, el comunicado de prensa es más intrépido en sus afirmaciones: dice, quizá, todo lo que por prudencia académica no pudo decirse en el artículo, que de otra forma habría pasado desapercibido.
Palabras llamativas
El hábil empleo del golpe de efecto de palabras como “pereza”, “conservadurismo” y “extinción” resultó en que el comunicado de prensa fue reproducido ad nauseam en medios de todo el mundo. Pero más allá de la publicidad, quizá convenga analizar con detenimiento el porqué del golpe de efecto generado por esas palabras clave para, en el proceso, entender un poco más sobre nosotros mismos.
Empecemos por la primera, que en realidad es una dupla: pereza y conservadurismo. Se sostiene que los Homo erectus que vivían en Dawadmi eran perezosos, porque se negaban a recorrer unos kilómetros en busca de rocas más aptas para la talla de sus herramientas, y conservadores, porque no habrían querido cambiar su tecnología en respuesta a cambios climáticos que los terminaron desplazando de la zona. En la cultura occidental, la pereza es imperdonable (la madre de todos los vicios) y sinónimo de fracaso. Y el conservadurismo, que implica falta de inventiva e incapacidad de adaptarse a los cambios, es un defecto fatal. Por lo tanto, a nadie le extrañó que esas fueran declaradas como las causas de la desaparición de los Homo erectus, olvidando que esa era hasta entonces la especie de primate más intrépida en la exploración del planeta. La afirmación era radical, pero por la tremenda connotación que tienen la pereza y el conservadurismo en nuestro imaginario, también resultaba una verdad obvia.
Evitando el reduccionismo
Sin embargo, si cambiamos “pereza” por “ahorro de energía”, la imagen cambia. El ahorro de energía es prácticamente un universal de los seres vivos. La energía, obtenida del alimento, es un bien escaso y digno de cuidarse en las poblaciones naturales. Incluso en nuestra propia cultura la eficiencia (entendida como “más por menos”) es algo bien visto. Y si bien hay sobrados ejemplos de Homo sapiens que transportan rocas por decenas o cientos de kilómetros para fabricar las mejores herramientas posibles, también hay abundantes ejemplos de poblaciones humanas que utilizan los recursos que tienen en las proximidades, aun a sabiendas de que pueden no ser los mejores.
Iguales reservas nos puede merecer el conservadurismo: la conservación de tecnologías de probada eficiencia y utilidad puede ser preferible a la innovación, especialmente en ambientes en los que el costo del fracaso puede ser alto. Por otra parte, ¿pudo ser el conservadurismo en los Homo erectus una muestra de su poca capacidad de invención? Ciertamente. Pero eso también se observa en nuestra especie: llevamos 200.000 años sobre el planeta, pero pasamos 190.000 viviendo de la caza y la colecta, sin que se nos ocurriera, ni de pasada, ponernos a cultivar nuestros alimentos.
Esto nos lleva a la última palabra clave: extinción. Efectivamente, el Homo erectus pasó de ocupar toda África y Eurasia a desaparecer del registro fósil, hace unos 300.000 años. Pero siendo que ocupó toda esa superficie, es difícil pensar que la adaptabilidad que le permitió vivir en tantos ambientes diferentes haya podido desaparecer de repente. Quizá sea preferible pensar en la competencia con otras especies de homininos (como los antepasados directos del Homo sapiens que quizá fueran descendientes de alguna población del Homo erectus) como la razón de su paso a la marginación y al olvido, o quizá dejar abierta la causa. En la práctica científica, es preferible permanecer en el freezer de la incertidumbre antes que caer en explicaciones atractivas al ojo pero, por su propio reduccionismo, demasiado sencillas para ser ciertas.
Gonzalo Figueiro | Departamento de Antropología Biológica, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República
La viga en el ojo propio
Leo Lagos
Las puntualizaciones de Figueiro no sólo son pertinentes, sino también bienvenidas. Cuando comenzamos con la sección Ciencia en la diaria lo hicimos convencidos de que, por un lado, había temáticas más que relevantes para cubrir desde lo periodístico, pero también de que era importante abrir un espacio para hablar y pensar la ciencia (y, en este caso, cómo se comunica).
Como editor a uno le corresponden responsabilidades. Si bien la nota que publicamos fue cauta y en todo momento se dijo que la afirmación “La pereza contribuyó, en parte, a la extinción del Homo erectus” corría por cuenta de investigadores de la Universidad Nacional Australiana vertidas en un comunicado de prensa y no en el artículo científico que relevaba años de excavaciones, sí cometimos el error de dejar un titulín que rezaba “La pereza facilitó extinción de Homo erectus”. La forma correcta debió haber sido algo así como “Antropólogos piensan/afirman que la pereza facilitó la extinción de Homo erectus en la Península Arábiga”. Sería bastante cínico hablar de la pereza de una especie entera sin asumir la propia. Y en este caso, a diferencia de lo que señala Figueiro para el Homo erectus, no se puede apelar al ahorro de energía como justificativo.