Pocas veces he ido a tomar el té a un salón, pero sin lugar a dudas, esta es la más extraña de todas. No es por la edad de las personas que me rodean, sino porque todas son eminencias de destacada trayectoria en el campo de la microbiología. Las cinco investigadoras, en su mayoría ya retiradas, se acomodan y se ponen al día, mientras en las caras de Paola Scavone y Vanessa Amarelle, presidenta y secretaria de la Sociedad Uruguaya de Microbiología (SUM) se dibuja la sonrisa de la tarea cumplida. Es que esta es una de las sociedades científicas más antiguas de nuestro país. Creada en 1940, el año que viene la SUM cumplirá 80 años de existencia. Salvo en sus primeros años de existencia, la presencia de mujeres en la microbiología siempre fue importante, al punto que hoy en nuestro país hay más mujeres en ella que hombres. Scavone y Amarelle representaban el el salón de té la idea de la SUM de agasajar a algunas de las mujeres que desde hace décadas han aportado –y aún aportan– a la microbiología. Uno piensa en el té de Alicia en el país de las maravillas y en aquella frase de la Reina que decía que una memoria que sólo funciona para atrás es muy pobre. Puede que tuviera razón, pero más pobre es aun la memoria que ni siquiera mira hacia el pasado.

Como si la cuchara que revuelve el azúcar hiciera girar el tiempo en la dirección contraria, mientras tomamos té, entonces, viajamos hacia atrás. “Cuando se fundó la sociedad, la mayoría eran hombres, y tenía un predominio médico, como sucedía en todas las sociedades de microbiología del mundo”, arranca diciendo Matilde Soubes. “Es que la microbiología nació con Louis Pasteur y con Robert Koch. Eran dos hombres, con equipos de hombres, peleadísimos entre ellos porque uno era francés y otro alemán y en ese entonces se estaba desarrollando la guerra franco-prusiana, que también se daba en el campo de la ciencia para ver cuál de las dos naciones era mejor”, acota Magela Laviña. “Después vino Joseph Lister, que con la antisepsia ayudó a que murieran muchos menos niños y madres en los partos, luego vino el descubrimiento de la penicilina, también hecho por un hombre”, sigue el relato Soubes, y es rematado por Laviña: “Esa época era de hombres vinculados a la medicina, porque Pasteur era químico, pero se metió en la medicina”.

Ese enfoque médico de la microbiología dominó la disciplina durante años y es que el lleva a que muchos, al pensar en microbios o bacterias, lo primero que piensen es en enfermedades. El estudio de los organismos diminutos ha cambiado drásticamente en las últimas décadas, y hoy sabemos que, de los cientos de miles de microorganismos conocidos, menos de 3% son dañinos; que los humanos –y casi todos los animales– somos comunidades en las que los microorganismos tienen casi tantos –o a veces más– miembros que las células propias del animal; que hay un eje que comunica en ambas direcciones al cerebro con la microbiota intestinal. Pero no sólo la microbiología ha cambiado en su abordaje y comprensión del vasto mundo de los microorganismos, sino que también hoy en Uruguay, y en muchas otras partes, ha habido un incremento notorio de la participación de las mujeres. Cuando en 1940 se fundó la Sociedad Uruguaya de Microbiología, durante una reunión realizada en el Instituto de Higiene, 100% de sus integrantes eran hombres. En cambio, cuando la SUM adquirió personería jurídica, en 1978, la participación de las mujeres entre los miembros fundadores había ascendido a 36%. En la actualidad, la comisión directiva de la sociedad científica, electa en 2017, está integrada por 71% de mujeres.

¿Cómo fue el ingreso de la cinco mujeres con enorme trayectoria que tengo enfrente a ese mundo de hombres con una visión médica de la microbiología? Cada trayectoria es distinta, pero, al contemplar la pasión, semejante a la vez. Todas miran a María Hortal, a quién se refieren simplemente como “Maruja”, esperando que la primera que se metió en ese mundo cuente su historia.

Una esterilidad nada estéril

“Mis principios en la microbiología fueron casuales. La culpa la tuvo un poco el profesor de Histología y Embriología Washington Buño”, recuerda Hortal con su voz quebradiza. “Trabajaba con él y un poco sin consultarme, porque era alguien con mucha personalidad, me puso a colaborar con un señor que estaba estudiando la hormona de crecimiento y lo hacía con una técnica estéril, insertando huesitos de pollo en coágulos de plasma, unos con la hormona y otros como control”, prosigue desafiando al tiempo, porque como recuerda, aquel fue su primer contrato con la Universidad de la República.

Con aquel primer trabajo de investigación, Hortal aprendió a trabajar con cultivos celulares estériles. Era la década del 40, y debido a los cultivos celulares, Maruja se orientó hacia la virología. “Si bien Raúl Somma fue promotor de la parte virológica, como él no hablaba inglés y tenía un criterio localista, no salía al exterior”, recuerda, como justificando su inquietud por salir que la llevó varias veces al Centro para el Control de Enfermedades (CDC, en inglés) de Atlanta e incluso a realizar una maestría en Salud Pública en Estados Unidos. “A través de la virología, con el correr del tiempo y a través de algunos programas de investigación, me vinculé a la microbiología y empecé a ver un panorama mucho más amplio porque la investigación lo requería” agrega, y recuerda los estudios etiológicos de procesos respiratorios. Hortal escribió varios libros de texto sobre microbiología, al punto que una de sus colegas cuenta una anécdota jocosa: “Cuando los estudiantes a los que les fascinaba la microbiología se referían al libro de M Hortal le decían ‘el Mortal”. Todas ríen.

Las verdes

Lilián Frioni relata que es química de origen y su trabajo final fue sobre microbiología industrial, que realizó gracias a Aníbal Álvarez, “un profesor que me marcó mucho, nos hizo trabajar en lexiviados de pescados y cosas aplicadas”. Cuando se recibió, en 1964, se presentó a un llamado en la Facultad de Agronomía y desde entonces trabajó, tanto aquí como en Argentina, en la sección de microbiología de facultades de Agronomía. En su posgrado en Francia vio “el aspecto más ecológico del tema, no sólo lo que tenía que ver con la caja de Petri y los microorganismos, sino también lo relacionado con la dinámica de nutrientes en el suelo, las relaciones entre los microorganismos y las plantas. Eso lo pudimos aplicar en Agronomía”, relata. La microbiología hoy abarca múltiples disciplinas y carreras, pero como señalaban antes las investigadoras, eso no siempre fue así, cuando predominaba el enfoque médico. “En la SUM tanto a mí como a Alicia Arias nos decían ‘las verdes’, porque veníamos del mundo de la microbiología relacionada con la agronomía”, cuenta Frioni recordado sus primeras interacciones con la SUM.

Alicia Arias, la otra “verde”, dice que su vida estuvo muy relacionada con la de Lilián Frioni y recuerda que preparaban exámenes juntas ya estando en la Facultad de Química. “Soy química farmacéutica, como Lilián, y también me marcó mucho el curso de Aníbal Álvarez. Yo no estaba muy contenta con la carrera, me gustaban más las cosas biológicas, y en aquel momento la microbiología y la bioquímica no estaban muy desarrolladas en la carrera”, rememora. “Trabajando en los espacios que nos daba Álvarez, descubrí que existían los rizobios, bacterias fijadoras de nitrógeno que luego se hicieron muy populares, pero en aquel momento recién se empezaba a hablar de ellas en Uruguay”. Luego, en las instalaciones de investigaciones agrícolas de la Estanzuela, continuó trabajando e investigando “con cosas verdes, con plantas y no con bacterias”. Tras una renuncia en masa que hicieron a la Estanzuela, pensando que no se las iban a aceptar, se quedó sin trabajo –el ministro de Ganadería en ese entonces era Manuel Flores Mora recuerda, así que el relato es de 1967 o 1968–, por lo que comenzó a ir a trabajar, en forma honoraria, en el estudio de los rizobios que se llevaban adelante en el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE).

Arias cuenta: “Con la llegada en 1986 del Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas [Pedeciba] se produjo un cambio enorme. Empezaron a aparecer los jóvenes en los laboratorios, que antes en el Clemente Estable eran muy pocos, incluso de muy distintas orientaciones, cuando antes los pocos que habían eran todos o de Medicina o de Química”. Laviña lleva el asunto más allá: “Vamos a entendernos: la investigación, como una actividad organizada y fuerte como se daba en otros países, en Uruguay comenzó con el Pedeciba. Todo lo que había antes eran espigas en el desierto”. Todas asienten y entonces coloco el grabador apuntando hacia ella.

Del odio y la disciplina colaborativa

Laviña viene del mundo de la medicina. “Tras hacer cinco años de carrera en Uruguay me tuve que ir a España y empezar casi desde el principio. Pero era una carrera que no me gustaba, yo ya sabía que no quería dedicarme a atender pacientes ni a la parte asistencial”, afirma; a pesar de ello terminó sus estudios en Madrid mientras que a la vez trabajaba en un laboratorio de neurociencias. “Cuando me recibí me dije que precisaba un golpe de timón, y me dediqué a lo que por entonces estaba más en boga, que en ese momento era la genética molecular bacteriana. Todavía estaba la ola del premio Nobel de Medicina de 1965, entregado a François Jacob y Jacques Monond, del Institut Pasteur, por descubrir la regulación de la expresión génica en bacterias”. Decidida, Laviña consiguió entrar a un laboratorio para estudiar esos temas y realizó su tesis de doctorado.

Cuando volvió a Uruguay, por razones familiares, pensó que “venía a hacer croquetas”. Sin embargo no se dedicó a hacer croquetas, sino que encontró en el Laboratorio de Biología Molecular del IIBCE, “un lugar que me dio cabida, me dio un local, equipos y materiales para ponerme a trabajar. Me dio todo, menos un cargo, que era lo único que no tenían para ofrecer. Era 1987 o 1988, y para mí eso era el cielo abierto”. Puede que llame la atención, pero como explica Laviña, “en aquella época era bastante común trabajar honorariamente para poder abrirse camino”. El trabajo honorario terminó para ella cuando le ofrecieron trabajar en lo que sería la Facultad de Ciencias. “Mario Otero, que era el decano, me dijo que necesitaba a alguien para armar un curso de microbiología... pero yo odiaba la microbiología con toda mi alma. Me la habían impartido en la Facultad de Medicina, y el enfoque era del tipo ‘bicho 1, infección 1, tratamiento 1; bicho 2, infección 2, tratamiento 2’. Era un ejercicio memorístico sumamente aburrido, que hizo que junto con traumatología, microbiología fuera una de las asignaturas que más odié”. Dado que no estaba en condiciones de dejar pasar la oferta de trabajo, se reunió con gente de distintos sitios –la Facultad de Agronomía, la Facultad de Química, el IIBCE, entre otros– para que la ayudaran a armar el curso de microbiología para los estudiantes de Biología de Facultad de Ciencias. “Se armó entonces un curso en base a módulos con la colaboración de los mejores especialistas en el país en las distintas áreas” dice. Ella estaba en el grupo que impartía la parte molecular en la que se había especializado. Con el tiempo empezó a tomar horas de clases de otros módulos y el testimonio de Laviña muestra que, al menos a veces, sí se da eso de que del odio al amor hay unos pocos pasos: “Al estudiar más microbiología, nos empezamos a enamorar de ella. Hoy realmente tengo la bandera y siempre digo que la micro es macro, es una especialidad que tiene mil facetas, que abarcan desde el origen de la vida hasta nuestra existencia actual, porque sin microbios no podríamos existir, y realmente es un placer darles a los estudiantes el curso de microbiología prácticamente de pe a pa”.

Cuando lo que hacen importa

Matilde Soubes es la última en hablar. Luego de Laviña, Soubes arranca diciendo que es química farmacéutica... pero le hubiera encantado ser médica. “Por eso decidí hacer la parte farmacéutica dedicada a la clínica”, agrega y, según recuerda, “de microbiología no sabía nada, recuerdo que me enseñaron de insectos, pero de bacterias nada”. Eso cambió cuando ingresó a la Cátedra de Microbiología de su Facultad en 1974. Con motivo de la dictadura militar, mucha gente debió abandonar su carrera académica, “por lo que los pocos y pocas que quedamos tuvimos que armar un grupo que cubriera todas las actividades docentes, incluyendo la investigación, que hasta ese entonces era algo que no se hacía en el departamento en el que entré”. Uno de los temas que se empezaron a estudiar entonces fue el sugerido por Soubes: la producción de energía por bacterias anaerobias. “Era algo que nadie quería investigar porque era muy difícil”, dice sobre lo que hoy damos sentado cuando hablamos de la basura como fuente de gas metano. “Después se empezó a estudiar cómo usar microorganismos para quitarles nitrógeno a las aguas residuales, algo que hoy también está de moda”, cuenta, y agrega: “También están apareciendo trabajos sobre sacar el fósforo a las aguas residuales con bacterias, sobre todo por las floraciones de cianobacterias”.

A las investigaciones pronto se sumaron otras áreas, como la clínica, y mucho más tarde, la molecular. Tras años de docencia, impartiendo cursos para distintas carreras de Química y para estudiantes de otras facultades, para Soubes “lo más importante fue haber podido generar un grupo de mucha gente, con muchas ganas de trabajar, al que le está yendo muy bien, porque publican, viajan, dirigen doctorados y maestrías. Es un grupo de investigación que siento que está consolidado, como antes estaban consolidados, mucho antes que nosotros, grupos de Medicina, Agronomía y demás”.

Laviña subraya el valor de que Soubes y Lucía Muxí, “que entró con ella a Facultad” se hayan puesto a estudiar el metabolismo microbiano, “porque estudiar el metabolismo microbiano es estudiar el metabolismo del planeta. Los animales somos muy grises en todo eso, tenemos un metabolismo reducido, hacemos siempre lo mismo, pero las bacterias son la locura de la diversidad metabólica, de modo que estudiar eso es una tarea muy desafiante. Pero además, darse cuenta –de la nada– de que eso era importante y que había que enseñarlo fue sumamente relevante. Y ellas lo hicieron, de jovencitas introdujeron en el país la enseñanza del metabolismo bacteriano. Ellas, a esa taxonomía de bichos que había, les dieron una funcionalidad”. La charla deriva en anécdotas varias.

En un momento escucho que Soubes mira a las demás y hace una confesión: “No me gusta el microscopio. Hay miles de cosas para hacer con las bacterias que no implica mirarlas”. Todos reímos. La Sociedad Uruguaya de Microbiología cumple 80 años en 2020. El té está servido. Feliz no cumpleaños: no hizo falta ni una liebre ni un sombrerero loco para ingresar a un país de maravillas.

La sociedad del futuro

“La SUM, desde que la conocí, a finales de los 80, ya estaba dedicada a los jóvenes” dice Laviña. “Era la primera plataforma de los estudiantes que estaban haciendo el posgrado, o de los que se estaban por graduar y que se querían dedicar a la microbiología, para mostrar sus trabajos en los encuentros nacionales. Muchos presentaron allí sus primeros posters e hicieron sus primeras tablas”, agrega. Lo que dice entonces Laviña es importante para una sociedad científica que, entre otras cosas, se propone, según sus estatutos, “fomentar el desarrollo de la microbiología nacional en sus diversas áreas de estudio”, “promover e incentivar la enseñanza y la investigación” en esa disciplina y “promover el intercambio científico a través de la organización de actos científicos, congresos, conferencias y talleres”. Laviña remata su reflexión: “La vocación de dedicarse a los jóvenes es lo que corresponde a una sociedad nacional, ya sea la nuestra, la argentina o de donde sea”. Tal vez emulando a algunos microorganismos, en la Sociedad Uruguaya de Microbiología apuesten a la transferencia horizontal como una de las estrategias –por demás acertada– de supervivencia.