El 29 de marzo, una jueza del estado de Nevada, en Estados Unidos, condenó a la editorial OMICS a pagar una multa de 50 millones de dólares por prácticas fraudulentas y engañosas vinculadas a la difusión del conocimiento científico. Se trata de un primer mojón en la lucha contra lo que se conoce como “publicaciones predatorias”, una peste invisible que se expande con fuerza en el mundo de la ciencia y que tiene consecuencias directas para la población en general, como intentaré explicar.

“Felicitaciones, nuestro editor en jefe lo ha seleccionado para que envíe un artículo a nuestra revista”. Así comienza un correo electrónico recibido en el día de ayer, similar a los cuatro o cinco que recibo todos los días, sin excepción. En la última semana me han ofrecido formar parte de equipos editoriales de varias publicaciones, organizar sesiones en congresos sobre temáticas de las que no tengo experiencia alguna, además de dar charlas “de honor” en dichos eventos. Y ni que hablar sobre enviar artículos científicos bajo promesa de verlos publicados en menos de dos semanas. La constante frente a esta variedad de ofertas y reconocimientos académicos: hay que pagar. Típicamente, el costo oscila entre 500 y 2.000 dólares.

Hecha la ley, hecha la trampa. Para entender cómo funciona el sistema que drena fondos públicos hacia los bolsillos de grandes corporaciones o hacia inescrupulosos individuos con acceso a internet, primero hay que entender cómo funciona el sistema de las publicaciones científicas serias. De esa manera es posible entender el negocio de las fraudulentas. A la ingenua, negligente o consciente complicidad de algunos científicos en este juego hay que sumar los costos que puede significar para un país como el nuestro la no visibilización del problema. Para hablar en términos estrictamente biológicos: la idea es que no te pasen gato por liebre.

Las publicaciones científicas y el costo del papel

Hay fábricas que producen chocolates. Hay fábricas que producen autos. El sistema académico, conformado en buena medida por universidades e institutos de investigación, produce conocimiento. Hay conocimiento que puede encapsularse dentro de una pastilla que se vende. El descubrimiento y la validación de un nuevo medicamento, por ejemplo. Pero hay otro conocimiento, igualmente importante, que no puede aplicarse en forma directa o en el corto plazo. Volvamos al ejemplo del medicamento. Si genero conocimiento que me indica que determinada molécula química altera una proteína clave para el crecimiento de un tumor, ese conocimiento es “empastillable”, pero ¿qué hay del conocimiento previo que me permitió saber que esa proteína era clave para el crecimiento del tumor? ¿Qué debería hacer si mis experimentos claramente indican eso? ¿Me lo callo hasta encontrar una molécula que pueda alterar ese proceso? ¿O le anuncio al mundo el hallazgo, para que otros puedan trabajar también en este nuevo tema? Esto último es lo que los científicos hacemos cada vez que exponemos en un congreso o decidimos publicar un paper.

La traducción literal de paper al español es “papel”. Pero cuando los científicos se refieren a haber publicado un papel, en realidad quieren decir “siete páginas en las que –en lenguaje engorroso y con unas pocas gráficas– se describen los resultados de varios años de investigación de modo tal que, quien investiga lo mismo, pueda reproducir los mismos experimentos y eventualmente arribar a las mismas conclusiones”. En otras palabras: es la forma que tenemos para compartir los resultados de nuestras investigaciones.

Pero, entonces, ¿los científicos regalan el conocimiento? Sí y no.

Partamos de la base de que ninguna persona puede, por sí sola y en el curso de su vida, explorar lo suficiente la realidad como para lograr avances significativos. La ciencia hoy día va a un nivel de detalle y profundidad que hace difícil pensar en otro Isaac Newton o en un nuevo Charles Darwin. Incluso el mismo Newton reconocía haberse subido “a hombros de gigantes”, valorando el impacto positivo que habían tenido, en sus hallazgos, sus colegas contemporáneos y pretéritos. Hoy día, nos subimos a hombros de la humanidad toda. Es lo que hacemos al publicar o difundir la investigación en congresos especializados: compartimos. Damos y recibimos. El avance no puede verse en términos individuales, sino colectivos, supranacionales. No hay actividad más globalizada que la ciencia.

Hay un aspecto clave en las publicaciones científicas: la revisión por pares. Se supone que nada se publica sin que antes dos o tres expertos en el tema lean el artículo y planteen sus críticas, generalmente de forma anónima. Se asume que si algo está publicado es porque los méritos del trabajo superaron las críticas de estos revisores. De esta suposición se desprende que no es lo mismo lo que uno lee en una publicación científica que en un blog de internet, aun cuando esté escrito por la misma persona. La publicación se entiende como una garantía de solidez técnica y conceptual (aunque no de “verdad”; esta confusión causa no pocos problemas).

Así que los papers son fundamentales para que haya ciencia. Podría haber otra forma de comunicación, pero no puede haber ciencia sin comunicación. En consecuencia, a los científicos se les paga un sueldo por –entre otras varias cosas– publicar sus estudios. Se considera que en esa acción se cristalizan años de silencioso trabajo de laboratorio para el progreso de la humanidad. Así de romántico es.

El tema es que si hay una publicación, entonces hay una casa editorial que publica el trabajo, típicamente en una revista científica especializada. Históricamente, esa casa editorial asumía costos nada despreciables de edición, impresión y difusión. Alguien tenía que pagar esos costos. El modelo económico durante muchos años fue el siguiente: cuanto más profundos y sorprendentes fueran los resultados que una revista publicaba, más gente querría leer esa revista y estar dispuesta a comprarla. Por lo general, esta compra era centralizada por las universidades o por los gobiernos mediante costos de suscripción –tanto más altos cuanto más prestigiosa fuera la revista–.

Pero luego llegó internet. Las casas editoriales se aggiornaron y, además de publicar las revistas en papel, empezaron a subir los artículos a la red. Eso condujo a que cualquier persona pudiera leer los títulos de todas las publicaciones del mundo junto a un breve resumen sobre ellas. Despierto el interés, uno naturalmente quiere leer la publicación completa. Pero entonces sale una pantalla que explica que la revista es por suscripción y que si quiero leer tengo que pagar (o bajar en forma pirata, un delito que todos los científicos cometemos en todas partes del mundo).

Aunque lo mismo pasa si quiero comprar cualquier producto, aquí la cosa se vuelve turbia. Muchos países se dieron cuenta de que estaban poniendo toda la plata para solventar las investigaciones, incluidos los sueldos de los investigadores, y que estos a su vez trabajan gratis para las casas editoriales, haciendo el trabajo de revisión por pares, tan fundamental. Habiendo pagado por el contenido que está dentro de las revistas científicas, se les pide ahora que paguen también por el acceso a ese contenido. De modo que los ciudadanos, con sus impuestos, pagan tanto el conocimiento como el acceso a este. Una locura.

Y comenzaron la movida y la presión para que las revistas científicas cambien su modelo económico, pasando de uno basado en suscripción a uno llamado “de acceso abierto” u open access (ver “El futuro de las publicaciones científicas”). Esto quiere decir que el científico paga cuando publica, pero esa publicación se hace libre para que todo el mundo pueda leerla. ¡Viva el open access! ¡Viva la democratización del conocimiento! Pero esos gritos revolucionarios liberaron también al monstruo de las editoriales “truchas”, que siempre existieron, pero ahora tienen campo fértil para operar. En vez de ir a multinacionales que lucran con la difusión del conocimiento científico, ahora la plata puede ir a parar a unos cuartos llenos de computadoras en recónditos rincones del mundo. Simulan ser editoriales científicas, pero no difunden conocimiento alguno.

Estafa al Estado

Lo peligroso del open access es que el investigador paga por publicar. Lógicamente, no lo hace de su bolsillo, sino mediante fondos para investigación de los que dispone. En la mayoría de los casos, estos fondos tan necesarios son de origen público, y al investigador le pagan por publicar. Entonces aparece una revista fantasma que me manda un correo electrónico escrito por un robot que, en mal inglés y de forma ubicua, propone un negocio redondo: “Tú usas los fondos públicos que administras para pagarme a mí, revista Open Access, por publicar. Yo te garantizo publicación, porque aunque me presento como una revista con revisión por pares, eso es mentira. Nadie va a leer tu trabajo. Va a estar en una página perdida de internet a la que tal vez llegue el buscador de Google y nadie más. Pero estando en internet, tú podrás poner esa publicación en tu curriculum vitae. Y con un buen CV, tal vez te paguen más. Tal vez puedas ganarle a un colega en un concurso abierto de méritos. Así que esto es un ganar-ganar. Pierden los contribuyentes, pero es un mal difuso y nadie pondrá el grito en el cielo”. Lo mismo pasa con las conferencias truchas: “Ven a esta isla exótica a difundir tu trabajo. Yo te cobro por los gastos de hotel y varios adicionales, pero te daré un certificado de asistencia para que los gastos te los reembolse tu gobierno. Por un extra, puedo darte el premio al mejor trabajo presentado en este congreso. Y eso también puedes capitalizarlo”.

Quiero dejar bien en claro dos cosas: a) muchas de las revistas open access son serias, y el modelo open access es en general positivo para la ciencia, porque promueve la popularización del conocimiento; b) la mayoría de los científicos que caen en las garras de estas editoriales truchas o predatorias lo hacen por ingenuidad y no por complicidad. No olvidemos que son expertas en el engaño. Típicamente ostentan nombres muy parecidos a los de otras revistas, serias y prestigiosas en la disciplina. Y los congresos fraudulentos son como las brujas de Macbeth, ya que sus fantasías se vuelven profecías. Si varios investigadores serios sucumben al engaño y asisten a un congreso trucho, ese congreso –ideado como estafa– se puede terminar convirtiendo en un congreso académico verdadero, pues cumpliría con el rol de conglomerar investigadores en un mismo lugar para que hablen de ciencia y compartan sus hallazgos. Por tanto, cuanto más profesional sea el engaño, menos engaño termina siendo. De ahí que los esfuerzos por conformar listas negras de editoriales posiblemente fraudulentas han terminado mal, al meterse con grandes casas editoriales cuyo modus operandi es gris. Quien quiera profundizar en el tema escriba “Beall’s list” en internet.

Pero los casos menos refinados y más obvios rompen los ojos. Por eso, la seudoeditorial OMICS debe ahora pagar una multa de 50 millones de dólares, lo que debería dejarla fuera de combate. O no. Quién sabe qué tan redituable pueda ser este oscuro negocio.

Un último apunte

También están quienes quieren proponer una teoría controvertida pero no disponen de sustento experimental alguno para sostenerla. Su teoría, carente de fundamentos, no podría publicarse en ningún lado. Salvo –¡claro!– en una revista predatoria. Esta es la cara más tóxica del problema. Si quiero argumentar que la Tierra es plana, encontraré en internet un “artículo científico” que así lo avale. Si las vacunas son tóxicas, si quemar petróleo no hace nada, si las armas no matan a casi nadie… una reacción posible es que la gente deje de creer en un sistema científico que permite a cualquiera publicar cualquier cosa. La ciencia es la mejor herramienta que tenemos para defendernos del imperio de la arbitrariedad y de la imposición de caprichos ideológicos carentes de fundamento. La ciencia es una herramienta de libertad. Por eso, lo que daña a la ciencia nos lastima a todos, sin importar nuestra profesión.

Juan Pablo Tosar es profesor adjunto con dedicación total en la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República. Es investigador del Sistema Nacional de Investigadores, del Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas, e investigador asociado honorario en el Institut Pasteur de Montevideo.

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