En Uruguay hay centenas de especies de abejas nativas, varias de ellas poco conocidas incluso para la ciencia. El avance de grandes extensiones de monocultivos no es una buena noticia para ellas. Pero no todo está perdido: si hay voluntad, se puede mitigar este daño.
Cuando pensamos en las abejas, enseguida nos representamos a la abeja melífera que produce miel en colmenas. Pero ese insecto que se usa productivamente, la Apis mellifera, es apenas una de las 20.000 especies de abejas que existen en el mundo. Todas estas abejas comparten una característica: se alimentan del polen y néctar de las flores. Y al hacerlo, permiten que el polen de los órganos masculinos llegue a fecundar los ovarios alojados en el estigma de la flor. Por eso a las abejas –pero no sólo a ellas– se las llama polinizadores: al alimentarse de las flores participan involuntariamente en una orgía sexual vegetal.
Las abejas para producción de miel, las Apis mellifera, son de origen europeo y fueron introducidas en Uruguay en 1834. Como me dijo una vez Ciro Invernizzi, etólogo e investigador, las abejas son los polinizadores que tienen quien los defienda. Y no se trata de un asunto menor: la pérdida de colmenas y una creciente mortandad de las abejas es una tendencia que se ha registrado en el mundo entero y también en nuestro país. Algunas de las causas están bastante claras: pérdida de hábitat por cambios en el uso de la tierra y la expansión agrícola, pérdida de fuentes de alimentación, y el uso de pesticidas. En esa tensión productiva, los apicultores son los primeros en notar cómo algunos agroquímicos y cambios productivos afectan a sus abejas. Pero en silencio, sin que nadie esté contando cuánto dinero se pierde por ello, hay otra gran cantidad de polinizadores que están sufriendo tanto o más que las abejas domésticas. Porque aquí, antes de que llegaran las europeas, ya había varias centenas de especies de abejas nativas. Y, como pueden, muchas de ellas aún viven y luchan.
La reciente publicación del artículo “Diversidad del ensamble de abejas en ecosistemas naturales y de agricultura intensificada en Uruguay”, de los investigadores Estela Santos, Gloria Daners y Enrique Morelli, de los Laboratorios de Entomología y Etología de la Facultad de Ciencias, y Guillermo Galván, del Departamento de Producción Vegetal de la Facultad de Agronomía, todos de la Universidad de la República, brinda importantes aportes para entender qué está pasando con nuestras abejas nativas.
En el artículo se da cuenta de un trabajo previo de Bruno Freitas y colegas, que en 2009 reportaron 74 especies de abejas nativas para Uruguay, pero que, mediante cálculos, estimaron en 532 las especies que podrían encontrarse. Es decir: hay todo un mundo ahí afuera por descubrir. En ese contexto, la investigación de Santos, Daners, Morelli y Galván es tan fascinante como necesaria: si de lo poco que conocemos de las abajas nativas ya apreciamos señales de alerta, cuánto más estará sucediendo con aquello que aún nos resta por conocer.
Una investigación que queda zumbando
“Existe poca información sobre las abejas nativas de Uruguay y esta está restringida a algunos grupos”, sostienen los investigadores en el artículo. También reportan que “las actividades agrícolas en Uruguay aumentaron rápidamente en el período 2000-2016” y que quien lidera esa expansión es el cultivo de soja, que en Uruguay pasó “de 12.000 hectáreas en la temporada 2000-2001 a 1.300.000 hectáreas en la temporada 2014-2015”, lo que implica que el área destinada a este cultivo pasó de ser 0,07% del territorio a 7,4%.
Pero a pesar de que tenemos claro esta transformación de nuestro paisaje –a la soja debemos sumar la expansión de otro gran monocultivo, las plantaciones forestales–, Estela Santos y sus colegas señalan que “no hay información del efecto de esta expansión de áreas agrícolas en la abundancia y composición de las comunidades de abejas”. Dado que su trabajo se realizó en dos áreas mayoritariamente agrícolas, también dejan constancia de que “no hay información sobre si las especies de abejas nativas pueden estar usando la soja como recurso alimenticio”.
Dada esta falta de conocimiento, Santos y sus colegas se propusieron estudiar la diversidad de abejas nativas realizando muestreos en dos temporadas (2015-2016 y 2016-2017) en “prados naturales, pastizales cultivados y campos de soja, entre otras comunidades de flores” naturales del bioma Pampa en dos zonas “contrastantes del sur de Uruguay”. Por un lado buscaron abejas en el “bajo litoral”, región que abarcó partes de Soriano, Colonia y San José caracterizadas “por un incremento en el uso agrícola intensivo durante la última década, particularmente para el cultivo de soja”. Hicieron lo mismo en la “región sur”, que abarcó zonas de los departamentos de Florida, Lavalleja, Canelones y Montevideo “donde las actividades de uso del suelo se mantuvo estable”, con sistemas agrícolas “diversificados (lácteos, aves, frutas y hortalizas)” y donde se da “principalmente la producción de carne, particularmente en áreas de pastizales no aptas para la agricultura”. Además de muestrear las abejas, anotaron en qué plantas se encontraban.
Para estudiar qué abejas podrían estar usando las plantaciones de soja como recurso, adaptándose, si se quiere, a esta invasión verde, estudiaron también la presencia de especies de abejas nativas y de la domesticada Apis mellifera en un campo de soja de Florida, tomando muestras en “transectos sucesivos ubicados a 0, 50, 100 y 200 metros del borde del cultivo” en ambas temporadas.
Antes de conversar con la investigadora Santos, a modo de spoiler adelantamos a grandes rasgos los dos principales resultados que arrojó la investigación. Tras colectar 449 especímenes, que fueron incorporado a la colección de Entomología de la Facultad de Ciencias, e identificar 44 especies nativas de 20 géneros distintos y cinco subfamilias, concluyen que “la diversidad de abejas fue mayor en la región sur, con agricultura tradicional y pastizales, que en la región del bajo litoral, donde tuvo lugar un creciente uso de la tierra agrícola durante la última década, particularmente la soja”.
En cuanto a la presencia de abejas en los propios campos de soja, la abeja doméstica se encontró en todos los transectos, pero no sucedió lo mismo con las nuestras: “Las abejas nativas estaban presentes sólo a 0 y 50 metros” del borde del cultivo, por lo que señalan que esto “indica la relevancia para su preservación de las comunidades de plantas naturales en los bordes de los cultivos”, así como de mantener “parches de comunidades vegetales naturales” y sectores “libres de agroquímicos dañinos”.
Finalmente, sostienen que el suyo es “el primer relevamiento sobre diversidad de abejas nativas en Uruguay” y que “puede considerase como una línea de base y marco para estrategias de conservación”. Por esto mismo, dado que es “un primer relevamiento sin observaciones de largo plazo” y que “los esfuerzos de recolección dentro de las campañas en los lugares geográficos no se distribuyeron de manera uniforme”, dicen que “no es posible establecer una relación causa-efecto directa entre la intensidad agrícola y una menor diversidad de abejas”. Pero para que nadie se confunda con esas líneas anteriores, que sólo hablan de la honestidad del trabajo –es decir, sin un set de datos con registros de décadas no se puede asegurar con 100% de certeza esa relación causa-efecto–, afirman que “sin embargo, la diferencia en la diversidad de las abejas es notable y las diferencias de uso de la tierra entre las regiones pueden explicar en parte la diversidad y abundancia dentro de la familia Apidae”. En otras palabras: los datos de este relevamiento no contradicen la hipótesis de que los monocultivos extensivos y sus paquetes de agroquímicos afectan a los polinizadores. Por el contrario, son un insumo más a tener en cuenta.
No sólo las abejas de la miel
“Ese trabajo tiene valor para entender que necesitamos conservar un poquito más los ambientes”, comienza señalando Estela Santos cuando nos recibe en el Departamento de Etología de la Facultad de Ciencias. “A veces, cuando decimos que algunos agroquímicos matan las abejas o disminuyen la biodiversidad, hay quienes dicen que la abeja melífera con la que trabajan los apicultores es un animal exótico. Entonces, descubrir que tenemos una biodiversidad natural de polinizadores que son los que siempre mantuvieron nuestros ecosistemas es muy valioso”, justifica.
Santos habla con amena serenidad. Sin embargo, sus palabras denotan que está librando una batalla. “Ante aquellos que desde un escritorio decían que hay que autorizar algunos agroquímicos y que si la abeja melífera se muere, que el apicultor se dedique a otra cosa, que es un tema de intereses productivos, ahora tenemos un argumento más fuerte: hay más de 100 especies de abejas nativas que son las que mantienen nuestros ecosistemas, y están desapareciendo”.
Hace años que Santos estudia las abejas. Pero le confieso que hay algo que me sorprende una y otra vez. El trabajo que hizo es “el primer relevamiento sobre diversidad de abejas nativas en Uruguay”. Es como si nuestro país, en distintas áreas de la biodiversidad, aún estuviera en el siglo XVIII esperando por naturalistas que, a la Von Humboldt, o Darwin, o Félix de Azara, salgan a la aventura de describir la vida en estos poco más de 175.000 kilómetros cuadrados de tierra firme. Santos es sin dudas una de esas naturalistas que llevan el conocimiento de nuestra diversidad de polinizadores más allá. De hecho, en otra nota científica que se publicó a principios de noviembre, junto a Sofía Palacios e Ivanna Tomasco, Santos reporta por primera vez la presencia en el país de la abeja Mourella caerulea, ampliando así su rango de distribución mundial un poco más al sur de lo que se conocía. Para quien quiera hacer ciencia, esta monótona penillanura en realidad es una vertiginosa montaña rusa que promete incontables emociones.
“Sí, es de locos” concuerda Santos. “Tenemos algunos historiadores y biólogos que han pasado por el Uruguay y han dejado reportes de que encontraron una que otra especie, pero esta es la primera información un poco organizada que se publica”, afirma. “Y vas a ver en el paper que todavía hay muchas de estas abejas que ni siquiera sabemos de qué especie son. No es algo que nos pase sólo a nosotros, les pasa a los países vecinos también, porque faltan claves taxonómicas regionales”, afirma. “Falta mucha información y nos gustaría poder completarla para poder tener un día un catálogo de cuáles son nuestras abejas”, afirma mirando hacia adelante. Y la tarea no es sencilla: “Con nombres específicos, en la lista que publicamos en el artículo capaz que tenemos la tercera parte. Además tenemos unas 100 especies en la colección que no quedaron incluidas en ese paper; al menos pudimos determinar el género de unas 80, pero hay otras 20 que son abejas raras a las que estamos esperando poder asignar alguna categoría”.
Sí, así de diversas son nuestras abejas nativas. Y es fácil no darse cuenta a pesar de que las tengamos frente a nuestras narices. Santos toma unas pequeñas bolsitas en las que guarda especímenes con las correspondientes anotaciones. Uno queda asombrado. Hay abejas tornasoladas que hubieran pasado por moscas fácilmente. Otras podrían confundirse con las abejas que se usan para producir miel. Otras son tan diminutas que el cerebro lucha por asignarle la palabra “abeja” a tan milimétrico bichito, y otras son inmensas, como las Bombus bellicosus o las amarillas del género Xylocopa, para las que parece que precisáramos otras palabras, y entonces necesitamos decirles a los primeros abejorros y a los segundos, mangangá o abejas carpinteras. Pero esos gigantes son apenas las reinas. Sus juveniles son muy distintos. Y también los machos. ¿Cómo llamarle a toda este conjunto de animales con tanta variedad de formas y colores? “Abejas, son todas abejas nativas” me auxilia Santos. Y toda esta variedad de formas y tamaños es el verdadero punto de interés de la importancia de tener polinizadores saludables. Ya volveremos sobre eso.
En el artículo publicado, Santos y sus colegas dan a conocer este relevamiento llevado a cabo apenas en dos zonas de nuestro país. Allí encontraron 44 abejas nativas diferentes, de las cuales pudieron determinar la especie concreta de sólo 13. A 25 se les pudo asignar el género, pero a seis apenas la subfamilia. ¿Serán nuevas especies que no conocíamos? ¿Cuántas más habrá en el resto del país? “Estimo que de seguir con estos relevamientos nos vamos a topar con muchas nuevas especies no registradas para Uruguay” responde Santos.
Volviéndolos locos a todos
“Soy apicultora desde que tengo 14 años. Me dedico a las abejas desde siempre y moriré entre las abejas, también. Vengo del medio rural, donde la apicultura era una ayuda económica al ingreso familiar mientras estudiaba. Cuando entré a la Facultad de Ciencias nadie trabajaba con abejas. Cuando quería hacer la tesis en Entomología me dijeron que sólo trabajaban con cucarachas o escarabajos. Entonces encontré a Ciro, que es etólogo, era apicultor y trabajaba con insectos sociales, y le empecé a insistir en que había que trabajar con abejas. Ahí empezamos con varias líneas de investigación en la Facultad de Ciencias. Y aún hoy los sigo volviendo locos a todos”.
No nos conocimos y ya te perdimos
Le planteo que se me plantea una paradoja. Por un lado están encontrando especies que no se conocían. Pero por otro, ven que las abejas nativas están comprometidas, que sus poblaciones están siendo afectadas. ¿Cómo sabemos que estamos perdiendo lo que no conocemos?
“Hay algunas especies que venimos estudiando desde hace más tiempo, por ejemplo los Bombus, que son de interés comercial porque se pueden manejar de forma artificial en el laboratorio y proveer servicios de polinización en algunos cultivos. Para eso los tenemos que salir a buscar el campo, conocer dónde están, recorrer el territorio, y entonces estamos en una situación similar a la del apicultor con sus abejas, que como trabaja con ese bicho, se da cuenta de que tuvo mortandades, que determinado año producen más o menos. Y cuando salimos al campo, a lugares donde sabemos que estaban, a veces no las encontramos. En Brasil hay algún trabajo que empieza a asociar su desaparición con la degradación del medioambiente, con la pérdida de hábitats naturales” explica Santos.
Hay otro dato a tener en cuenta: si bien para el país se habían reportado cinco especies nativas de estos abejorros, en un relevamiento que realizó Santos junto con sus colegas Natalia Arbulo, Sheena Salvarrey y Ciro Invernizzi, publicado en 2017, sólo encontraron dos especies, Bombus pauloensis y Bombus bellicosus, y la segunda sólo fue encontrada en el sur del país. Si las otras tres ya no están entre nosotros es algo que sólo más esfuerzos de monitoreo dirán. Por ahora, no sería temerario decir que hemos perdido más de 50% de las especies de nuestros abejorros Bombus nativos. Como decía antes Santos, estas dos especies nativas que aún quedan están siendo empleadas para polinizar algunos cultivos.
De pronto mira una caja de madera bastante grande que hay en el piso. Ante mi entusiasmo la abre y nos muestra al fotógrafo –que comienza a disparar su cámara– y a mí el criadero de abejorros belicosos y paulenses. En pequeñas cajas, cada reina tiene su nido y es alimentada con una solución en la que, imagino, hay algo de azúcar. Hay millones de años de separación evolutiva entre el mundo de los insectos y el de los mamíferos, pero se nota que Santos conecta con estos gigantes alados.
“Actualmente en algunas chacras de producción de zapallos, melones y otras cucurbitáceas, así como de tomates, se está apreciando mucho el valor de los polinizadores, en contraste con la polinización artificial y el manejo hormonal”, cuenta la investigadora. “La planta polinizada naturalmente produce mejores frutos y se está pagando mucho por el servicio de polinización de estos abejorros”, cuenta, aunque no todo es color de rosa. “El problema es que hasta ahora se están usando de forma comercial abejorros traídos de Argentina. Por suerte es la misma especie que tenemos acá, pero estamos desarrollando toda esta investigación con las dos especies nativas para ver cómo criarlos, especialmente al Bombus bellicosus, que no se maneja tanto a nivel comercial, para ver si evitamos ese tránsito de animales que vienen de otra parte y que son un peligro de entrada de patógenos”.
“Estos abejorros, para nidificar e hibernar, precisan lugares que estén intocados, de vegetación que esté resguardada, de hojarasca, troncos en descomposición, que sirvan de lugar de anidamiento para las reinas”, sostiene Santos. “En Brasil empezaron a ver que los cambios de los usos del suelo hacen que estas abejas no tengan dónde invernar”. Sin poder hacer su nido, o con nidadas destruidas, el futuro es más oscuro que el renegrido aspecto del abejorro paulense. “De un nido de Bombus pueden salir unas 20 o 30 reinas, que son 20 o 30 posibles nidos para el siguiente año. Pero vemos que esas 20 o 30 reinas no prosperan. Seguro no encontraron dónde hibernar, o estaban hibernando en una depresión de suelo, en alguna grieta superficial, que se destruyó con el laboreo o con la tala de monte. Se está perdiendo mucho sitio de sostén del ciclo de vida de estos animales”, afirma.
La vida al borde
La literatura científica habla del cambio de uso de la tierra como uno de los principales factores para la mengua de insectos y, en particular, de polinizadores. Con la extensión de las zonas de cultivos, que además trae aparejado el uso de agroquímicos, las abejas nativas, como muestra el trabajo, disminuyen. “En este estudio, haciendo la misma inversión de muestreos en dos zonas distintas, donde en una se ve la intensificación del uso de suelo más acentuada, tuvimos la señal de que aparecen más especies en un lado que en el otro. Son zonas contiguas que registran distinta diversidad de abejas nativas. Entonces, a pesar de que no tenemos el registro de lo que sucedía antes como para establecer esa causa-efecto, sí vemos que el uso del suelo es más intensificado y conocemos que con ello se pierden los bordes de cultivo, que es algo que yo defiendo tanto”, afirma Santos. ¿Cómo es esto de la vida al borde?
“Es importante que no planten en toda la superficie, que dejen espacios con vegetación natural e inalterada, porque las abejas no sólo necesitan recursos alimenticios, sino que precisan sitios de nidificación, precisan sitios para hacer sus vuelos de apareamiento. Esos bordes de cultivo, esos refugios, en zonas muy intensificadas, los estamos perdiendo. Tenemos cientos de hectáreas donde estoy segura de que no encontramos un solo nido de estos abejorros, y ni qué hablar de otras abejas nativas”, explica la investigadora.
Y aquí es importante hacer una precisión: si bien en la zona sur, que abarcaba partes de Florida, Lavalleja, Canelones y Montevideo, se registraron más cantidad de especies de abejas nativas, eso no quiere decir que sean zonas prístinas de naturaleza inalterada. Y esto es clave para tomar acciones ya que impidan una disminución de estos polinizadores: hay formas de hacer convivir los cultivos con la biodiversidad.
“Canelones es una zona con mucha fruticultura, horticultura, en la que hay muchas chacras chicas. Entonces, entre terrenos vecinos quedan bordes inalterados, o en cañadas y arroyos que pasan por esas chacras en los que hay lugares que quedan intocados. Y esos pequeños lugares intocados son grandes refugios de abejas”, defiende Santos. “A veces se desestima el valor de una esquinita de campo, pero me gusta decir a menudo que ese rinconcito es para los polinizadores nativos, como dejar cinco hectáreas para un elefante en una reserva. En esa esquinita de campo nuestras abejas pueden establecer una decena de nidos. Y como no son abejas acopiadoras, no comen mucho y no necesitan muchas flores. No son como la Apis mellifera, que una colmena demanda 50 kilos de polen. Estos bichos nativos se conforman con poco”. ¿Podrán nuestros productores conformarse con unas esquinitas de campo menos?
“Es verdad que, por ejemplo, Canelones no es un lugar prístino, y de hecho tenemos muchos problemas con agroquímicos. Pero es un poco más diverso florísticamente que departamentos de la otra región estudiada, tiene zonas con pequeñas chacras e incluso, más hacia el norte, zonas con campo natural” agrega.
Es que hay algo que es lógico: una mayor riqueza de flora sostiene a una mayor riqueza de polinizadores. Y también se da en sentido inverso: una mayor riqueza de polinizadores sustenta una mayor diversidad vegetal. Son fenómenos que están interconectados y por ello se habla de la coevolución entre distintas especies de plantas con flores y polinizadores. Siguiendo ese razonamiento, es evidente que grandes extensiones dedicadas a un único cultivo atentan contra la diversidad de abejas, aves y otros animales, como lo vienen demostrando una gran cantidad de investigaciones, tanto aquí como en todas partes del mundo.
Cada flor con su abeja, cada abeja con su flor
El muestreo realizado también registró en qué plantas aparecían las abejas nativas. Y allí se ven asociaciones relevantes para comprender qué sucede en nuestros ambientes, qué plantas y qué especies de abejas se precisan mutuamente para prosperar.
“Hemos visto cómo algunas abejas las encontramos siempre sobre un determinado recurso. Y cómo algunas plantas, algunas de ellas con valor medicinal, como la marcela, y otros yuyos, dependen de la presencia de los polinizadores”, dice Santos. Porque no todo insecto que se alimenta de polen fecunda la planta de la que se alimentó. Esa coevolución de plantas con flores e insectos polinizadores fue alterando las formas de cada uno de manera de que se produzca la fecundación en parejas que se conocen desde hace cientos de miles de años.
“Sólo un determinado tipo de abeja puede ingresar a la estructura floral de forma adecuada para hacer que entren en contacto las partes femeninas y masculinas y se produzca la fecundación”, reafirma Santos. Y si bien en muchas plantas nativas la abeja doméstica va, se alimenta y revuelve el polen, eso no implica que las esté polinizando. Sin buen sexo, las plantas no polinizadas no tienen más remedio que no dejar descendencia.
“Por eso precisamos la diversidad de flores, para sostener la diversidad de insectos. Y al revés. El murucuyá, que tiene una flor enorme con sus estigmas altos, es visitado por muchas abejas Apis mellifera que le roban néctar, y otras chiquitas que sacan polen, pero sólo el mangangá es capaz de entrar de una forma correcta, tocar con el lomo las anteras que están bien altas y ser un efectivo polinizador”, pone de ejemplo Santos. Esto tiene un corolario: no alcanza que haya abejas melíferas en un campo para pensar que todas las plantas están siendo polinizadas.
Lidiando con la soja
Como ya adelantamos, la investigación arrojó que mientras las abejas domesticadas estaban presentes en los campos de soja, las abejas nativas sólo se adentraban en ellos hasta los 50 metros del borde del cultivo. “Eso está un poco dado por la capacidad de vuelo. Distintas especies de abejas tienen capacidades de vuelos diferentes, y eso va un poco atado a cómo es su conformación social, si se arriesgan más o no. Cuando se trata de abejas solitarias, que viven solas y que son de tamaño pequeño, tienen poca capacidad de vuelo, tienen poca energía para desplazarse largas distancias desde el punto donde establecen sus nidos, entonces pecorean lo que tienen cerca”, afirma. “Y ahí se hace importante de nuevo la existencia de esos parches de zonas inalteradas y de los bordes de cultivo. Estoy segura de que en una zona de cultivo súper extensiva, donde no hay un borde, ni me topo con esas abejas nativas, porque vienen de esos bordecitos silvestres, donde puede haber vegetación nativa, un yuyal o pradera natural”.
Santos insiste en la idea de dejar parches sin cultivar donde puedan crecer pastizales, yuyos y otra vegetación. “Plantemos, sí, pero dejemos un reservorio. Algo así se hace en Brasil y medianamente se cumple. Si se plantan diez hectáreas, hay que reservar un 10% del territorio sin cultivar para la fauna y flora silvestre. No es sólo para no perder diversidad de polinizadores, sino también de plantas que pueden tener incluso propiedades medicinales o alimenticias que no conocemos”, amplía. “Si vamos a seguir plantando en grandes extensiones, ya sea soja o forestación, tenemos que ir por ese camino de reservar áreas sin cultivar”.
Artículo: “Diversity of Bee Assemblage (Family Apidae) in Natural and Agriculturally Intensified Ecosystems in Uruguay”
Publicación: Environmental Entomology (octubre 2020)
Autores: Estela Santos, Gloria Daners, Enrique Morelli, Guillermo Galván.