La frase del título, acuñada por el argentino Marcelino Cereijido, es relevante en este contexto de valoración del rol de la ciencia y de la toma de conciencia de la inversión que implica tener un sistema científico saludable, reflexiona el investigador José Paruelo.
La pandemia de covid-19 ha instalado como un lugar común la importancia de la investigación científica. A nivel nacional, regional e internacional, queda perfectamente clara la contribución del sistema de ciencia y tecnología a la solución de los problemas asociados a la emergencia sanitaria. Disponer de gente formada y conectada a nivel nacional e internacional resultó ser un activo esencial para responder a una situación inesperada y para la cual no disponíamos de protocolos de acción.
En ese sentido la pandemia puso de manifiesto algunas cuestiones que deberíamos considerar en el diseño de políticas públicas: a) La investigación científica y los/las científicos/as son claves para la solución de problemas complejos y (sobre todo) inesperados; b) No se puede generar actividad científica sólo cuando aparece un problema. El sistema de ciencia y tecnología tiene que estar siempre activo, como los bomberos; c) Resulta artificial la línea que pretende dividir investigación básica y aplicada. La conformación de redes de investigadores con distinta proximidad al problema y a las bases conceptuales y teóricas de las eventuales soluciones tecnológicas es esencial; d) La ciencia es universal y colaborativa, pero la disponibilidad de insumos, kits de diagnóstico, respiradores, etcétera, no lo es. Disponer de ciencia nacional es crítico no sólo para garantizar la soberanía cultural, sino para resolver los problemas que plantean las restricciones al comercio, la disponibilidad de divisas o la mercantilización del conocimiento y la tecnología.
¿Qué es hacer ciencia?
La ciencia es una manera de conocer e interpretar la realidad con base en criterios de racionalidad y, sobre todo, en la evidencia empírica (y no con base en el principio de autoridad, los dogmas o las tradiciones). En ciencia las “verdades”, siempre provisorias y criticables, se establecen con base en la estructura lógica de los razonamientos y en el permanente contraste con la realidad. Si los hechos que deberían suceder de acuerdo a lo que postula un razonamiento dado no ocurren, se deben revisar esas formulaciones, aprender del proceso y generar nuevos argumentos.
Este proceso involucra formular hipótesis, o sea explicaciones acerca de cómo ocurre un fenómeno, evaluar cómo esas hipótesis encajan en el cuerpo de conocimientos del que disponemos (otras muchas hipótesis que ya fueron evaluadas) y generar predicciones que puedan ser contrastadas con la realidad. Esto nunca ocurre de manera lineal: se hacen experimentos, se discute, se vuelven a formular nuevas hipótesis a la luz de las observaciones y se generan nuevas preguntas. Para poder llevar adelante este proceso se requiere un entrenamiento riguroso, no sólo en aspectos disciplinarios (biología molecular, limnología o parasitología, por ejemplo) sino también en estadística, en la capacidad de argumentar, comunicar, etcétera.
¿Gastar o invertir en ciencia?
El proceso de formación que lleva a considerar a una persona como un investigador o investigadora independiente es largo y costoso. Más aún, darle condiciones de trabajo para que pueda llevar a cabo la actividad científica implica disponer de más recursos, infraestructura, salarios e insumos. Tener ciencia requiere recursos económicos; sin embargo, las evidencias muestran que se trata de una inversión altamente rentable en términos sociales, culturales, políticos y económicos.
Las medidas del retorno económico (las más evaluadas) de la inversión pública en investigación, desarrollo e innovación se ubican en el entorno de 20%, un valor muy superior al rendimiento de los mercados de capitales (6,8% promedio para los últimos diez años, según índice S&P 500 en Estados Unidos). Estudios globales muestran que un aumento en la cantidad de universidades en una región está asociado con un incremento futuro del producto bruto regional muy significativo.1
A nivel nacional, un estudio del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA)2 sobre el retorno de la inversión en investigación agropecuaria muestra un efecto significativo sobre el crecimiento de la productividad del sector. Para el período 1980-2009, por cada 1% de aumento del stock de conocimiento total producido por el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA), la Universidad de la República y el Instituto del Plan Agropecuario, la productividad agropecuaria crece 0,35%. Este estudio muestra que la inversión en investigación tiene un pico de impacto a los ocho años y sus efectos perduran por 25 años.
“La notoriedad que tiene la actividad científica en estos tiempos de covid-19 plantea una oportunidad única para enfrentar los resabios de ‘analfabetismo científico’ que puedan quedar en la sociedad y el sistema político”.
Para el caso específico del INIA y considerando sólo los aspectos económicos, la relación beneficio/costo que estima el IICA es de 16 a 1. A los efectos económicos se debe sumar la contribución de la investigación a mejoras sociales y ambientales. Por ejemplo, los experimentos de rotaciones agrícola-ganaderas instalados en el INIA La Estanzuela en la década de 1960 han sido la base para el desarrollo de la Ley de Conservación de Suelos y Aguas Superficiales con Propósitos Agropecuarios (15.239), una norma con un enorme impacto sobre la sostenibilidad ambiental.
Crisis, oportunidades y analfabetismo
La notoriedad que tiene la actividad científica en estos tiempos de covid-19 plantea una oportunidad única para enfrentar los resabios de “analfabetismo científico”3 que puedan quedar en la sociedad y el sistema político. Este tipo de analfabetismo se refiere a la incapacidad de interpretar la realidad de manera científica y con las herramientas que la ciencia provee. La consecuencia inmediata del analfabetismo científico es no asignarle una prioridad alta a la inversión en el sistema de ciencia y tecnología.
El argumento puede resumirse así: “Como hay problemas de sequía, plagas, educación, epidemias, cierre de mercados internacionales, desocupación, etcétera, tenemos que posponer el apoyo a la ciencia y recortar su presupuesto”. Detrás de esta afirmación hay dos problemas. Primero, pensar que esos problemas se pueden solucionar sin ciencia es, por lo menos, naïf. Así como la emergencia sanitaria fue abordada con el concurso del sistema científico, las emergencias agropecuaria, laboral y educativa requieren también un abordaje desde la ciencia. Segundo, el razonamiento instala la idea de que los gobiernos deben “apoyar” a la ciencia (o a los investigadores). Así como mantenemos una selección de fútbol o básquetbol, mantener a los científicos constituiría un motivo de orgullo nacional.
Superar el analfabetismo científico implica cambiar la idea de apoyar a la ciencia por la de apoyarse en la ciencia. Es necesario tomar conciencia que disponer de más científicos y científicas trabajando, no sólo en universidades e institutos de investigación, sino también en ministerios, organismos del Estado, sindicatos y empresas, permite enfrentar de manera más efectiva los problemas que nos desafían de manera constante.
Ciencia y soberanía
Desde el analfabetismo científico se pregona también que “no es necesaria la investigación científica para desarrollar soluciones tecnológicas; hay otros que lo hacen y, por lo tanto, se pueden comprar”. Asumir esto implica no sólo clausurar toda posibilidad de desarrollo autónomo, sino también resignarnos a no entender nuestros problemas.
No entender los procesos ni dominar los conocimientos detrás de una tecnología, por ejemplo, la edición génica, restringe o directamente impide adaptar tecnologías y ser un par en el mundo científico que las desarrolla. Limita o impide ajustar una técnica a las condiciones particulares del país o del contexto socioeconómico en el cual se plantean los problemas. No necesariamente la plaga para la cual se desarrolló cierta técnica de control en el extranjero es la que afecta cultivos en Uruguay. ¿Cómo adaptamos técnicas de control biológico sin gente formada y con experiencia en relaciones tróficas o en la identificación taxonómica de insectos? ¿Cómo exploramos el elenco de enemigos naturales de una plaga sin inventarios zoológicos?
“Resignar la posibilidad de desarrollar tecnología propia restringe la posibilidad de entender nuestra propia realidad y, por lo tanto, de cambiarla”.
Las características de las explotaciones en las que una técnica de control se aplicaría no comparten el contexto social, económico o normativo del lugar en donde esa técnica se generó. Comprar tecnología “enlatada” clausura un círculo virtuoso de conexión entre el mundo académico, las políticas públicas, los procesos productivos y la sociedad. La posibilidad de que los actores sociales se apropien de herramientas tecnológicas y de que estas tengan impacto está asociada a procesos de cogeneración.
Los científicos debemos trabajar en los invernáculos de producción de tomate para identificar las plagas, estudiar su ciclo y enemigos naturales en las condiciones de Salto y Canelones, entender las restricciones que las normativas locales, pero también los aspectos culturales y sociales, imponen al sistema. Recién a partir de estos conocimientos se pueden diseñar sistemas efectivos de control biológico. Resignar la posibilidad de desarrollar tecnología propia tiene una consecuencia social aún más grave: restringe la posibilidad de entender nuestra propia realidad y, por lo tanto, de cambiarla.
¿Apoyar, apoyarse o recortar la ciencia?
Si bien el analfabetismo científico trasciende lo económico, se manifiesta, como señalábamos, en el dinero que se vuelca al sistema de ciencia y tecnología. Uruguay tiene un déficit enorme al respecto. No sólo dedica un porcentaje muy bajo del producto bruto interno a la investigación (alrededor de 0,4%, un valor cuatro veces inferior a la media de los países desarrollados y menor que Argentina y Brasil), sino que la cantidad de investigadores e investigadoras cada 100.000 habitantes es muy baja (casi cinco veces menor que la media de países desarrollados). Esto último es crítico, ya que la cantidad de personas que investigan es el indicador que mejor explica la productividad científica de un país.4
En la situación actual, Uruguay no resiste recortes en partidas presupuestarias o de recursos destinados a la investigación y el desarrollo tecnológico. Como lo demuestra la crisis generada por la pandemia, las posibilidades de afrontar los desafíos que plantea la nueva normalidad dependen de que el Estado, el sector privado y la sociedad como un todo se apoyen en la ciencia. Para esto se necesitan recursos y barrer los restos de analfabetismo científico que pudieran quedar en las instituciones y en cada uno de nosotros.
José Paruelo es director de INIA, profesor grado 5 en el Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República e investigador nivel III del Sistema Nacional de Investigadores.
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Valero, A y Van Reenen, J. 2019. “The economic impact of universities: Evidence from across the globe”. Economics of Education Review 68. ↩
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Pareja, M, Bervejillo, J, Bianco, M, Ruíz, A, Torres, A. 2011. Evaluación de los impactos económicos, sociales, ambientales e institucionales de 20 años de inversión en investigación e innovación agropecuaria por parte del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA)-Uruguay. Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura. ↩
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Cereijido, M. 2012. La ciencia como calamidad: Un ensayo sobre el analfabetismo científico y sus efectos. Barcelona, España: Gedisa. ↩
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Paruelo, JM, Sierra, M, y Prieto, D. 2020. “Bricks or people? Investing more and better in Science, a dilemma for South American countries”. https://doi.org/10.31219/osf.io/chf5y. ↩