El 28 de diciembre de 1807, un hombre llevó al Hospital de la Caridad de Montevideo a un esclavo de 27 años que había sido mordido por un perro, convencido de que tenía síntomas de rabia. El médico responsable, Cristóbal Martín de Montújar, creyó que se trataba de un diagnóstico equivocado “pues no existía tal veneno en la campaña”, pero “a pedido del amo” procedió a someterlo a un tratamiento intenso con base en aplicaciones de mercurio. El paciente sobrevivió.
Un mes después, fue internado otro hombre de 50 años con síntomas similares, pero Montújar no creía aún que se tratara de hidrofobia. Tenía sus buenos motivos: la enfermedad no era conocida en el virreinato del Río de la Plata, como lo expresara el propio naturalista Félix de Azara en 1801 tras dos décadas de recorrer aquel territorio.
Luego de 30 días, sin embargo, una de las cicatrices del hombre se puso morada y se inflamó, lo que despertó las primeras sospechas de Montújar. A los diez días el hombre moría en su cama “arrojando con el vómito mucha espuma blanca”, luego de haber presentado “síntomas de hidrofobia confirmada”. Montújar describió así el primer caso clínico de rabia en el Río de la Plata, pero a pesar de ello no estaba completamente convencido.
A los pocos días ingresó un tercer hombre que, a diferencia del anterior, despreciaba las heridas sufridas y quería largarse del hospital cuanto antes. Montújar comenzó a administrarle curaciones pero dudaba aún de que se tratara de hidrofobia. Pese al tratamiento, 30 días después “murió aullando y revolcándose por el suelo”. Esa escena digna de una película de exorcistas bastó para despejar las últimas dudas del médico. Se encontraba ante un brote de una enfermedad que hasta entonces no había existido en esa región.
Contagiaré con perros cimarrones
¿Qué había sucedido? “Los ingleses”, responde a la diaria el médico e historiador Antonio Turnes, autor del libro Bernardo Porzecanski y la lucha contra la rabia en el Uruguay y miembro de la Sociedad Uruguaya de Historia de la Medicina. “La rabia apareció en la Banda Oriental con las invasiones inglesas y sus perros infectados”, explica. Los animales habían llegado desde Sudáfrica e Inglaterra en barcos de guerra o de intercambio comercial, y en los seis meses de estadía de los británicos el virus que llevaban tuvo tiempo de sobra para propagarse en la población canina que ya abundaba.
Aquel brote de rabia, descrito con precisión por Montújar (que ya convencido de la enfermedad pudo salvar a sus siguientes pacientes, pese a que faltaban aún 78 años para que existiera una vacuna), es el registro documentado más antiguo de una zoonosis en Uruguay, explica Turnes. Eso no es para nada extraño. La rabia es también la primera zoonosis registrada por escrito en el mundo. En el Código de Eshnunna, una serie de reglamentos creados unos 1.800 años antes de Cristo en esa ciudad de la Mesopotamia, ya se establecía un sistema de multas para quien tuviera “perros locos” que causaran la muerte de un hombre o un esclavo, pagándose menos de la mitad si la víctima era un esclavo. 3.600 años después el problema seguía sin erradicarse (el de la rabia y el de la esclavitud).
La zoonosis, una enfermedad infecciosa causada por un patógeno que salta de animales a humanos o en sentido inverso, no es un concepto nuevo, pero la pandemia global que se desató en plena era de la información le dio más prensa que nunca. El Homo sapiens, como animal que es, lidia con estos saltos de agentes infecciosos desde que pisa la tierra, pero la frecuencia con que emergen, reemergen o se propagan los brotes infecciosos en las últimas décadas está demostrando ser un síntoma de otros trastornos. Y Uruguay no escapa a esta tendencia.
Nos confunde a todos
La familia de las zoonosis es muy amplia y tiene algunos integrantes ilustres. El sida es uno de ellos. El ébola es otro. Más cerca en el tiempo, la gripe aviar, el SARS (primer coronavirus humano en provocar enfermedades graves), la gripe porcina o la estrella del momento: la covid-19. Aunque en estos meses abundaron los artículos de prensa sobre las dotes adivinatorias de escritores o líderes mundiales que previeron con notable precisión la situación que estamos viviendo, no se trataba de predicciones al estilo de Boris Cristoff. Bastaba con escuchar a los científicos.
En 2012, el divulgador de ciencia David Quammen se preguntaba en su libro Spillover, dedicado a las zoonosis: “¿Saldrá la próxima de un mercado de China? ¿Matará la próxima a 30 o 40 millones de personas?”. De sus charlas con investigadores pudo deducir que probablemente se trataría de un coronavirus nuevo para los humanos y proveniente de fauna silvestre, quizá de un murciélago. El origen sería un contacto disruptivo entre el humano y estos animales en algún mercado asiático. No estaba frotando la bola de cristal. Con miles o millones de virus circulando en una fauna silvestre que está adaptada a ellos, el factor humano y su irrupción en el mundo natural sólo podían dar paso al contagio, con el surgimiento (y éxito) de nuevas enfermedades infecciosas.
China, con sus prácticas poco seguras de manipulación animal y su variada dieta en animales silvestres (por usar un eufemismo), era un candidato firme, pero no el único en un problema a escala global. Incluso la historia de las zoonosis en Uruguay muestra también la importancia de este factor, cuya incidencia despegó en estas últimas décadas.
Volvamos al siglo XIX y a Turnes, que también es autor del libro La hidatidosis en el Río de la Plata. Esta zoonosis –una enfermedad parasitaria grave– tiene también un lugar de privilegio en la historia del país, lo que queda demostrado en el hecho de que la actual Comisión Nacional de Zoonosis se llamaba antes Comisión Nacional de Lucha contra la Hidatidosis. Su origen en el país tiene los mismos protagonistas que la rabia, según queda claro en el libro. Para que se propagara, un polizón tuvo que hacer un viaje hasta estas tierras: un parásito que venía dentro de los canes que llegaron a la Banda Oriental junto a europeos, en este caso los noruegos de los buques balleneros que establecieron las primeras factorías en Maldonado y Montevideo entre 1779 y 1820.
Como dice el virólogo Stephen Morse, los virus no nadan, no caminan ni se arrastran, pero muchos de ellos han recorrido todo el mundo: viajan como pasajeros. Incluso hace más de un siglo, antes de la era de la industria aeronáutica, otra zoonosis como la gripe española llegó a Uruguay y dejó 2.000 muertos. En aquellas épocas la cuarentena se hacía aún en la Isla de Flores, no en la comodidad de los hogares con Netflix, pero la frecuencia de los brotes infecciosos no era tan amenazante como en estos días.
Érase una vez el hombre
“Las zoonosis siempre existieron, pero su frecuencia, patrones y dinámicas han sufrido alteraciones considerables en el marco del cambio global, del cual el cambio climático es una de las dimensiones”, dice Pablo Zunino, doctor en Medicina y Tecnología Veterinaria, con una maestría y doctorado en Ciencias Microbiológicas. Como prueba, Zunino recuerda que actualmente 60% de las enfermedades infecciosas de los humanos son zoonosis, cifra que sube a 75% cuando se habla de enfermedades emergentes (enfermedades nuevas y graves de rápida difusión) como la covid-19.
Además del cambio climático, que hace que los vectores de las enfermedades se expandan hacia el sur y el norte, hay otros aspectos fundamentales que tienen lugar también en Uruguay. Por ejemplo, “el cambio radical de los sistemas productivos en las últimas décadas, la alteración de los hábitats naturales, la deforestación, las grandes extensiones de monocultivos, la destrucción de ambientes naturales”.
Todo ello tiene como consecuencia que se incremente el contacto entre el ser humano (o sus animales domésticos) y la fauna silvestre, y que se modifiquen los parámetros de comportamientos de estas especies. Es un caldo perfecto (y no de murciélagos, made in Wuhan) para permitir el salto de patógenos que no encuentran defensa en nuestro organismo, o la reemergencia de enfermedades que creíamos erradicadas.
Esta tendencia también se percibe en algunas de las zoonosis registradas en Uruguay. El doctor en Ciencias Veterinarias Rodrigo Puentes, del Departamento de Ciencias Microbiológicas de la Facultad de Veterinaria, señala que si bien este fenómeno no es tan visible en Uruguay como en otros lados, los cambios a nivel productivo, la deforestación, el deterioro medioambiental y la tendencia a la urbanización sí pueden explicar el surgimiento de algunas enfermedades. Ejemplo de ello podría ser la la leishmaniasis, enfermedad zoonótica grave causada por un parásito que usa como vector a la mosca de la arena (Lutzomia longipalpis) y que tiene a los perros domésticos como reservorio principal. A fines de 2018 se registró el primer caso de infección humana en Uruguay.
“El problema ahí está en el vector. Si se dan las condiciones para que pueda llegar a Uruguay y adaptarse, probablemente vaya a aparecer la enfermedad”, dice Puentes. Zunino concuerda y asegura que lo mismo ocurre con otras enfermedades que no son estrictamente zoonosis pero que dependen de un vector como el mosquito para su transmisión, como el recién llegado dengue y la amenaza del zika y el chikungunya.
Menciona también la emergencia y reemergencia en Uruguay de enfermedades como hantavirus y leptospirosis, vinculadas con los cambios ecológicos y el uso de la tierra. Por ejemplo, la anegación de suelos, que cambia la dinámica de algunos patógenos (como las leptospiras), o la disrupción del hábitat natural de otras especies (roedores silvestres, por citar uno), que promueven la interacción con el ser humano.
Para Turnes, otras enfermedades como la leishmaniasis sólo eran conocidas por los uruguayos “de haber leído sobre ellas”, pero fueron llegando al país en los últimos años. El médico también advierte sobre los brotes infecciosos que no se vieron durante décadas pero que actualmente están reapareciendo o amenazando con resurgir, algo que según él ocurre debido a problemas en el cuidado del ambiente, la deforestación y la huida de algunas especies hacia el sur. Y eso nos lleva nuevamente al comienzo de nuestra historia: la temidísima rabia, la misma que a principios del siglo XIX impulsara a curanderos a tratarla arrojando pólvora a las heridas y prendiéndolas fuego. Menos mal que llegó Pasteur.
Marcha de la rabia
En marzo de 1966 se produjo el último caso registrado de rabia humana en Uruguay, sufrida por un niño internado en el Pereira Rossell. En octubre de 2007 la enfermedad reapareció en Uruguay, aunque en forma distinta. Se diagnosticó por primera vez en el país rabia paresiante (llamada también paralítica) en bovinos y equinos, tras haber sido mordidos por murciélagos hematófagos infectados. Como en el caso del nuevo coronavirus, estos animales cumplen el papel de reservorio del virus.
Para Zunino, la reaparición de la rabia en el norte está asociada fundamentalmente con el incremento de producción forestal, algo que comparten Puentes y Turnes. “Al avanzar sobre el nicho ecológico de los animales, comienzan a tomar contacto con nosotros y el ganado”, explica Puentes. Dicho de otro modo: el virus probablemente ya estaba circulando en la población silvestre, pero el problema surge cuando se rompe esa distancia necesaria (y no hablamos de la distancia social tan de moda, aunque es igual de importante).
Claro que el virus no actúa igual en los canes que en las vacas, por ejemplo, ya que su ecología y variantes cambian según el huésped, pero eso no es lo importante. La casuística regional indica que las principales variantes que afectan al humano provienen de murciélagos, perros y gatos. “¿Es posible que Uruguay vuelva a tener rabia humana? Sí lo es. Tenemos riesgos, ya que compartimos nichos ecológicos con especies transmisoras”, señala Puentes.
No hay que precipitarse a pensar que el murciélago, como Drácula, se lanzará sobre nuestros cuellos para inocularnos el virus, acrecentando así su injusta mala fama. “En América Latina se ha controlado muy bien la rabia canina, que es la forma de contagio más común en humanos. No es tan usual el contacto entre murciélagos infectados y humanos, pero la posibilidad existe”, tranquiliza parcialmente Puentes. La alerta, sin embargo, está, sin necesidad de un mercado chino que ofrezca civetas o pangolines a la plancha.
Todos estos factores modifican la circulación de los virus y exponen al ser humano al contacto con nuevos patógenos, ¿pero eso significa que en Uruguay puede surgir una enfermedad emergente como la covid-19?
“Los factores que han incidido en el caso de la pandemia, como la gran aglomeración de animales muertos y vivos, en contacto con seres humanos en espacios reducidos, no parecen darse acá, pero no estamos en condiciones de descartar nada”, responde Zunino. En la misma línea, Turnes cree que aunque no tengamos los hábitos de China no estamos a salvo de una zoonosis grave (que surja aquí, porque ya estamos experimentando lo sencillo que es que lleguen las que emergen en lugares lejanos). Y Puentes agrega que en Uruguay, desde el punto de vista sanitario, se controla mucho mejor el consumo de alimentos de origen animal y no existen mercados como los chinos, pero aun así hay un riesgo potencial. Sin olvidarse, además, del impacto que puede generar el comercio y tráfico ilegal de especies silvestres en nuestro país. Al fin y al cabo, nosotros también tenemos virus circulando en la fauna silvestre, mutando rápidamente en hábitats cada vez más reducidos. Lo que nos lleva a la pregunta del millón: ¿cómo prevenir o minimizar los riesgos?
En la salud o la enfermedad
Ninguna de las respuestas posibles a esta pregunta tiene una solución sencilla. Para Zunino, las zoonosis dejan en evidencia la “tensión cada vez mayor entre los sistemas de producción y los aspectos de ganancia económica con respecto al ambiente y la salud”. Por eso, esta es una buena oportunidad para “replantearse los sistemas productivos que están teniendo estos efectos” en la naturaleza. Obviamente reconoce que son “reflexiones de una magnitud enorme”, pero advierte que no habrá más remedio que ocuparse de ello en profundidad, porque estos brotes seguirán repitiéndose en el futuro.
Turnes y Puentes insisten también en la vigilancia epidemiológica y el estudio de vectores y reservorios. Eso corre para las zoonosis que conocemos y también para las que no, algo bastante más complejo. Es necesario “saber qué es lo que circula, conocer los potenciales virus o bacterias y su potencial zoonótico”, advierte Puentes al respecto de las complicaciones de brotes nuevos que surgen del contacto entre humanos y fauna silvestre.
Por supuesto que hay otras dimensiones a atender, algunas ya mencionadas, explica Zunino: el cambio climático, la hiperurbanización, el tránsito humano a nivel global, las desigualdades en el acceso a los sistemas de salud y la creciente resistencia a los antibióticos y antimicrobianos, muchos de ellos causantes de zoonosis.
La clave también reside en dejar de pensar en términos de “ellos y nosotros”. Los tres entrevistados insisten en el concepto de que no hay una salud animal, una humana o una ambiental, sino que hay solo “una salud” interconectada. Si se daña uno de sus aspectos, lo que se perjudica es la salud de todos, lo que equivale a darse un tiro en el pie.
Quienes han sufrido los peores brotes de zoonosis lo comprenden incluso desde una perspectiva muy alejada de la ciencia. En el 2000, cuando el ébola asoló a Gulu, Uganda, con una tasa de mortalidad superior a 50%, el grupo étnico acholi lo atribuyó a una presencia maligna llamada gemo. Lo que provocaba la llegada de esta entidad invisible y devastadora era la falta de respeto por los espíritus de la naturaleza. El Popol Vuh del pueblo maya quiché dio datos aún más precisos 500 años atrás: enfermedades como la epidemia de fiebre amarilla que sufrieron a fines del siglo XV se daban por la “constante convivencia con los monos”.