“El exterminio de los indígenas del Uruguay fue un genocidio que falló, pero un etnocidio que tuvo éxito”, nos decía el bioantropólogo Gonzalo Figueiro hace un par de años. En aquella frase breve se concentran una multiplicidad de fenómenos, desde la invisibilización de lo indígena, patente en los mitos que sostienen que “venimos de los barcos” o que “somos un país sin indios”, pasando por la violencia de la conquista europea ‒y luego criolla y estatal‒ sobre los habitantes nativos de esto que hoy llamamos Uruguay, hasta cómo en tiempos recientes, con auxilio de la genética, se han ido conociendo algunas facetas de ese pasado indígena que aún está presente en los genes de gran parte de la población.

Figueiro seguía enhebrando pensamientos: “Al gobierno nacional de la época le bastaba con que los indios dejaran de ser indios. Atacaron las bases de su cultura, atacaron su cohesión poblacional, se desarticularon los grupos, se mató a los hombres, y las mujeres y los niños fueron repartidos entre las estancias y se les dio una crianza criolla a la que luego contribuyó la escuela vareliana. Por eso hoy hay una gran cantidad de gente que tiene ancestría indígena, pero está lejos de identificarse como tal”. Así explicaba el éxito, si tal palabra aplica para el horror, del etnocidio perpetuado. “Pero en tanto genocidio, entendido como el exterminio biológico de un grupo en cuanto a entidad física, no tuvo éxito alguno”, sentenciaba.

Los investigadores Lucía Spangenberg y Hugo Naya publicaron el año pasado en la revista francesa Corps un artículo de divulgación titulado “El genoma humano: la tinta invisible (pero indeleble) de nuestra historia”. Allí abordaban justamente aquel “fracaso” del genocidio: en los genes de uruguayas y uruguayos contemporáneos hay señales contundentes de que ni bajamos de los barcos, ni que en este país los indios desaparecieron, a fuerza de pólvora y asimilación cultural, sin dejar rastros.

Hugo Naya, de la Unidad de Bioinformática del Institut Pasteur de Montevideo y del Departamento de Producción Animal y Pasturas de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República, es coordinador general del proyecto “Urugenomes”, que se propone realizar un estudio profundo sobre cómo somos los habitantes de este país, no sólo para conocer de dónde venimos, sino también para hacer aportes a la medicina. Dado que nuestra población tiene una mezcla genética singular ‒en todas partes es así, nada de chauvinismo hay en esto‒, puesto que uruguayos y uruguayas cargamos en líneas generales con entre 10% y 14% de genes indígenas amerindios, entre 6% y 8% de genes africanos y el resto mayoritariamente de europeos, el futuro de la medicina genómica personalizada nos empuja a generar ciencia local. De esta manera, el proyecto no sólo nos permite conocer más de nuestro pasado, sino que también se preocupa por cómo nos puede ir en el futuro. Lucía Spangenberg, de la misma unidad del Institut Pasteur, es también la responsable técnica de “Urugenomes”, proyecto interdisciplinario que además involucra a investigadores de las facultades de Humanidades y Ciencias de la Educación, de Ciencias y de Medicina. Ambos, junto con colegas del país, de Corea del Sur y de la Universidad de Chicago, acaban de publicar un artículo que es, sencillamente, maravilloso. Esa curiosa tinta invisible, pero indeleble, una vez más arremete contra la invisibilización de lo indígena en Uruguay.

¿Podemos saber cuándo los nativos de este territorio comenzaron su mestizaje con los conquistadores europeos? ¿De cuándo data el último antepasado completamente sudamericano de las personas con ancestría indígena en la actualidad? ¿A qué grupos de indígenas sudamericanos se parecen más quienes fueron los ancestros de estos uruguayos y uruguayas de nuestros días? ¿Los nativos de esta región que dejaron sus marcas en nuestros genes tendrían características propias o simplemente eran parte de otras tribus, por ejemplo los guaraníes, como sostuvieron por mucho tiempo varios autores? Varias de esas preguntas comienzan a contestarse con la publicación del artículo “Ancestría indígena y mezcla genética en la población uruguaya” en la revista Frontiers in Genetics, parte de la primera etapa del ambicioso proyecto “Urugenomes”. Así que vayamos al encuentro de Spangenberg y Naya.

Genes interrogados

Nos esperan en el Institut Pasteur de Montevideo. El tema de la ancestría sobrevuela el ambiente: cuando le hago un comentario a Hugo acerca de sus bermudas ‒era un día más bien invernal‒ responde que se viste así todo el año y bromea con que debe tener algún ancestro finlandés. Fuera de la chanza, le pregunto por qué enfocarse en mirar la ancestría de los uruguayos.

“Este proyecto surge como la idea de desarrollar capacidad nacional en genómica humana. Si bien había aquí quienes trabajaban a nivel de genes, no había entonces capacidad real de interpretar el genoma humano”, dice Naya. La idea, que tuvo con Luis Barbeito, entonces director del Institut Pasteur de Montevideo, comenzó a gestarse en 2012 cuando ambos visitaron Corea del Sur, una de las mecas de la secuenciación genómica.

“Cuando pensamos qué cosas podíamos hacer, la parte de genómica médica era fundamental, pero además queríamos algo que fuera relevante también desde un punto de vista más social sobre por qué estudiar el genoma humano de los habitantes de Uruguay. Surge entonces la idea de estudiar el tema de la ancestría indígena de nuestra población”, resume Naya. Pero dentro de todo ese mundo amplio tenían un interés particular: “Más allá de que se reconoce que aquí existieron indígenas, nuestra intención era ver si se podía rescatar la ancestría charrúa”.

Si bien la ancestría indígena hoy es innegable, como demuestran varios trabajos, entre ellos los de la pionera en la antropología biológica Mónica Sans y su equipo, hablar de charrúas ya es un poco distinto. “Tuvimos una discusión importante en ese momento, y en el comité de ética un historiador sostenía que tal vez fuera mejor secuenciar a los guaraníes, ya que afirmaba que sus descendientes eran más importantes para el desarrollo de la República de lo que habían sido los charrúas. Pero para nosotros eso no era lo importante, sino que nos proponíamos rescatar lo que no era rescatable de otra manera”, sostiene Naya.

Se refiere a los inconvenientes que generó la Ley 17.767 de 2004, que prohibió “la realización de experimentos y estudios científicos en los restos del cacique Vaimaca Perú” repatriados a nuestro país pocos años antes. “A partir de la ley, el único charrúa certificado al que podíamos acceder quedó afuera de toda posibilidad de investigación”, afirma. Pero en lugar de bajar los brazos, movilizaron neuronas.

“La idea era entonces ver si podíamos usar estas herramientas genómicas para eludir el bloqueo y poner arriba de la mesa la existencia de esa ancestría indígena charrúa”, dice Naya. “Socialmente se ha cuestionado mucho si los charrúas dejaron algo. La historiografía oficial, defendida mayoritariamente por Julio María Sanguinetti y el Partido Colorado en general, de alguna manera sostiene que los charrúas no tuvieron ningún rol o escasa participación”, agrega.

En el trabajo publicado señalan que quien acuñó el término “macroetnia charrúa”, en 1963, fue Daniel Vidart. Irónicamente, tras el surgimiento de asociaciones de personas que se autodefinían como descendientes de charrúas, Vidart emprendió una virulenta campaña anticharrúa. Para Naya esa no es la única ironía en todo este asunto. “El intento de eliminar a los charrúas, mandar a Francia a estos cuatro supervivientes de Salsipuedes, fue lo que aseguró su supervivencia a lo largo de la historia. Si no existieran esos cuatro charrúas, si Vaimaca Perú no hubiera sido enviado a Francia, no quedaría ningún charrúa ‘puro’ identificable en los registros”, dice. Pero encuentra otra más: “La tercera mueca del destino es que curiosamente se unen de cierta manera los herederos de quienes perpetraron esa matanza con los que la recibieron al prohibir la exploración científica de los restos de Vaimaca Perú. Eso se aprobó durante el gobierno colorado, pero fue defendido por algunas agrupaciones indigenistas. Y el resultado de esa rara coincidencia es que nuevamente queda oculto lo charrúa, al menos para este tipo de investigación”. Pero como decían en su otro artículo, los genes son como tinta indeleble.

Varios años han pasado desde aquella ley. Y alguna confianza se ha ido forjando. De hecho, este trabajo que acaban de publicar contó con la participación voluntaria de 15 personas que se autoidentifican como descendientes de indígenas. Al permitir trabajar con sus genomas, colaboran en hacer visible parte del pasado ocultado. “Al principio tal vez esto generaba más miedo o rechazo, porque no se conocía qué íbamos a hacer o qué información íbamos a obtener. Pero hay que entender que tener tanta información libre sobre el ADN es algo que puede generar miedo”, dice Spangenberg. “El ADN que secuenciamos en este proyecto queda público en una base de datos. Una de las consultas que nos hacían varios de los descendientes que participaron del trabajo era cómo asegurarnos de que luego no venga alguien y diseñe un arma biológica específica contra ese ADN. Lo creo muy improbable, pero una no les puede asegurar con 100% de certeza que no se hará nada malo, porque es imposible saber con qué pueden salir algunas personas de acá a no sabemos cuánto tiempo”, reconoce. Naya la secunda: “Es un campo muy nuevo y nadie sabe bien las consecuencias a largo plazo de hacer pública esta información”.

Naya cuenta que James Watson, uno de los descubridores de la estructura de la molécula de ADN junto a Rosalind Franklin y Francis Crick, para impulsar la secuenciación de los genomas y su publicación en bases de datos abiertas, aceptó secuenciar el suyo. Apenas puso una condición: que no se hiciera público un gen relacionado al Alzheimer. Su genoma se publicó con las letras de ese gen tachadas. Pero viendo lo que había al costado, unos investigadores dedujeron qué alelo tenía el gen que habían evitado publicar. “Si Watson, con el conocimiento de la genómica que tiene, se puede llevar sorpresas de este tipo, es natural que el resto de las personas tengan miedo o desconfianza sobre qué va a pasar en el futuro con estas cosas”.

A diferencia de lo sucedido con el genoma de Watson, en este caso la información de los participantes del estudio ha sido anonimizada. Los riesgos están, como en casi toda actividad, desde cruzar la calle o darse una vacuna. Analizar la relación que tiene ese riesgo con el beneficio que obtendremos es fundamental. Y aquí el beneficio es muy concreto: sin la colaboración de estos voluntarios que declaran conocer cierta ancestría indígena, ninguna de las cosas fascinantes que vienen a continuación y que nos permiten contemplar mejor nuestro pasado estarían disponibles.

Ancestría confirmada y mayor que la autopercibida

Uno de los resultados impactantes del artículo que acaban de publicar es el hecho de que aun cuando trabajaron con un grupo de personas que se autodeclaraban con ascendencia indígena, los genes mostraron que tenían un aporte nativo mayor al que pensaban.

“Desde la salida del artículo aún no hemos tenido instancias con la comunidad para contarles los resultados”, dice Spangenberg. Pero no es que se hayan dormido en los laureles: el artículo salió el 23 de setiembre. “Ahora vamos a hacer un video de difusión de los principales resultados con el fin de hacerle una devolución a la gente que participó y al resto de la sociedad”, adelanta. “El proyecto lo comenzamos en 2015 y recién en 2021 culminamos esta primera parte. Nos llevó mucho tiempo por varios factores, desde el tiempo que se tomó el Comité de Ética, pasando por el análisis de los datos, que en poblaciones mezcladas son muy difíciles de manipular porque no teníamos el genoma de un indígena completo de referencia”, agrega. Naya amplía: “Tuvimos que desarrollar algunas estrategias novedosas para trabajar con estos datos”.

Ahora expliquemos brevemente cómo hicieron su trabajo. Si bien en el país ya se habían realizado trabajos con ADN mitocondrial, que se hereda sólo por vía materna, o con algunos puntos del ADN, ellos fueron más ambiciosos y secuenciaron todo el genoma. ¿De quiénes? De diez de 15 voluntarios que declararon tener ascendencia charrúa. De esos diez seleccionados para la secuenciación completa del genoma, “seis individuos declararon tener ascendencia charrúa, dos declararon ascendencia mixta (guaraní y charrúa), uno declaró guenoa y uno de un grupo indígena desconocido”. La información obtenida fue abundante: “Si hacés solamente el ADN mitocondrial o sólo el del cromosoma Y, estás viendo un único cromosoma, es una información mucho más pequeña. En este caso vemos los 3.000 millones de bases del genoma, lo que permite tener una visión más amplia”, dice Spangenberg.

Claro que ver todo eso implica manejar grandes cantidades de información. Cada genoma de cada individuo ocupa unos 300 gigas de almacenamiento. Al procesar esa información, ya se requiere un tera para cada uno. Contrario a lo que dice el refrán, el saber (de los genes de nuestros antepasados) sí ocupa lugar.

“La primera pregunta que le hicimos al genoma completo era si existía ancestría indígena en estos individuos”, prosigue Spangenberg. Para ello se fijaron en cada porción del genoma cuál era la ancestría más probable para ese fragmento comparando las muestras con paneles de individuos europeos, africanos e indígenas sudamericanos ya secuenciados. De acuerdo con esas ancestrías, fueron pintando los cromosomas, es decir, asignándoles distintos colores de acuerdo a la distinta procedencia de cada fragmento. Las partes pintadas relacionadas con ancestrías europeas y africanas fueron enmascaradas en los diez participantes. Lo que restaba pintado era entonces lo correspondiente a lo amerindio. “Esos pedacitos, en principio nativos nuestros, son los que comparamos contra todo el resto de las tribus regionales que están secuenciadas en bases de datos”, explica Spangenberg. Y entonces ¡bingo!

“En estos diez individuos que se autoreconocen como descendientes de indígenas encontramos un promedio de 15% de ancestría indígena”, comenta la investigadora. Puede parecer trivial, pero no lo es: confirmar que personas que autodeclaran su ancestría indígena efectivamente tengan rastros de sus antepasados en los genes es importante, más aún cuando muchos son mirados con recelo y desconfianza por algunos sectores de la sociedad. Pero encima hubo un resultado sorprendente: “En tres o cuatro casos, la ancestría indígena que estimamos genéticamente fue mucho más alta que lo ellos pensaban”, remarca Spangenberg.

Los seres humanos tenemos, salvo excepciones, dos pares de 23 cromosomas. Cada uno de esos pares tiene en cada posición un gen que fue aportado por nuestra madre y uno por nuestro padre. Si ambos pares de cromosomas tienen en la misma región genes identificados con ancestría indígena, quiere decir que tanto nuestro padre como nuestra madre nos pasaron esa información. Spangenberg entonces comenta: “En ellos vimos que en los dos pares de cromosomas, en la misma posición, tenían fragmentos indígenas pintados, lo que es evidencia de que esa ascendencia es tanto por línea materna como paterna. Muchos de ellos no sabían de esa doble ancestría”.

Para que se hagan una idea, los investigadores, tras analizar el genoma completo de estos diez individuos, encontraron 4.524.317 de variantes ‒al menos presentes en un individuo‒ indígenas. Dentro de esos “fragmentos indígenas”, 809.497 “fueron muy frecuentes en los fragmentos de charrúas observados”.

Ahora, antes de seguir comentando el artículo publicado, detengámonos en un aspecto no menor. “En este estudio trataremos a estos descendientes indígenas como ‘charrúas’, entre comillas, ya que existe cierta incertidumbre sobre la ascendencia exacta de los individuos. En la actualidad los charrúas son considerados el grupo principal, pero también había otros grupos adicionales en el territorio, que también podrían haber dejado descendientes en la región”, señalan en el texto. “En este trabajo es muy difícil de decir porque justamente no tenemos las referencias genéticas de esos grupos. De hecho, no sabemos si la ancestría que encontramos en estas personas responde toda a un mismo grupo”, afirma Naya. Spangenberg complementa: “Lo primero que nos dijo Mónica Sans es que usáramos las comillas al hablar de charrúas y que las mantuviéramos a lo largo de todo el texto”. Así que eso hicieron. “Nosotros no somos antropólogos. Si bien estos temas nos interesan y nos gustan, es importante entender que lo que aportamos es una visión muy parcial y chiquita de un problema complejo. Hay todo un tema más amplio, más de la antropología social o cultural, sobre qué es sentirse charrúa, que nos excede ampliamente”, aclara Naya.

Ahora sí, pasemos a ver entonces que encontraron de particular en estos descendientes de indígenas que se autoidentifican como charrúas.

Distintos a otros indígenas sudamericanos

La investigación determinó que de los más de cuatro millones de fragmentos indígenas encontrados en estos diez individuos, 809.487 fueron muy frecuentes. Y de esos muy frecuentes, reportan que “105 eran muy raros a los del resto del mundo”. Ahora retomemos puntos que ya abordamos: muchas personas, bien o mal intencionadas, han abonado la idea de que los rastros de indígenas en la población actual se deberían mayoritariamente al aporte de los guaraníes. ¿Pero fue esto lo que encontraron?

“Lo que nosotros encontramos es algo que, en principio, se diferencia de los guaraníes”, adelanta Naya. Pero remitámonos al artículo publicado: para “evaluar la similitud entre los ‘charrúas’ y otras tribus de América del Sur” compararon sus datos con una base de “525 individuos de diferentes poblaciones (214 europeos, 109 africanos, 202 amerindios), incluidos 169 individuos de 14 poblaciones sudamericanas” en las que hay “guaraníes (de la frontera Paraguay-Brasil y Paraguay-Argentina), aimaras, quechuas, chilotes, diaguitas, káingangs, wichís, tobas, guahibos, piapocos, karitianas y surui”.

En el texto también reconocen que “se esperaba una señal guaraní, ya que distintas fuentes han señalado que los guaraníes llegaron a Uruguay alrededor del siglo XIII y continuaron llegando en tiempos históricos. La mayoría de ellos procedían de las misiones jesuíticas. Sin embargo, la señal fue más baja de lo esperado”. ¡Ohhh! No es que no tuvieran similitudes, pero había sorpresas. “Menos esperado, encontramos una alta similitud genómica de los charrúas con los diaguita de Argentina y Chile”, reportan. “Aparecieron mucho más pegados a nosotros que lo esperado inicialmente, ya que están en Chile y en esa región denominada Mesopotamia argentina”, comenta Spangenberg.

“Cuando hacemos el dibujo de lo que da el análisis de componentes principales de nuestros ‘charrúas’ con el resto de las poblaciones, no vemos que estén todos mezclados con otros grupos, no vemos que los guaraníes engloben a estos ‘charrúas’, sino que vemos que formaban un grupo homogéneo cercano, pero separado y distinto de los guaraníes, cercano pero distinto de los diaguitas”, explica. “Vemos que hay obviamente similitud, pero hay algo que los hace homogéneos y únicos, características que los llevan a estar en esa posición y no mezclados con otras poblaciones”, amplía.

En el trabajo apelan a las comillas. No podemos estar seguros de que estos diez individuos respondan a ancestrías indígenas de un único grupo. Pero sí podemos estar seguros de que esos rastros genéticos los separan de las poblaciones amazónicas guaraníes y káingangs y de otras, que a priori no se consideraban, pero que parecen estar próximas genéticamente, andinas, en este caso los diaguitas. Puede que no todos sean charrúas, pero parece quedar claro que tampoco son guaraníes.

En el trabajo luego analizan que esta señal de parecido a los diaguitas no debería sorprender tanto, ya que junto a la arqueóloga Moira Sotelo y la ayuda de otros investigadores, vieron que los diaguitas dejaron sus huellas arqueológicas en varias partes de Argentina y en zonas linderas a nuestro territorio. “Los diaguitas tuvieron períodos de expansiones importantes”, acota Naya, y señala que “a eso tenemos que sumarle que estos grupos indígenas eran nómadas, por lo que es probable que hayan estado en contacto varias veces”.

“Hay estudios que muestran que los charrúas también estuvieron en varias partes de Argentina, así que hay varias chances de que se cruzaran sus caminos”, dice Spangenberg. Y eso se suma además al hecho de que tras el dominio colonial, en las tolderías y reducciones convivieron etnias de distinta procedencia. Leyendo el trabajo uno se pregunta dónde están los guenoas, chanás, yaros y otros grupos. “En el futuro queremos ver si existían diferencias entre los distintos grupos de los registros históricos o a qué corresponde eso. Si esa diferenciación de los grupos es muy reciente, desde el punto de vista genético puede no tener un correlato, pero eso será motivo de futuros trabajos”, adelanta Naya. Habrá que esperar entonces. Pero sigamos con más revelaciones de esta publicación.

El último ancestro 100% indígena

El trabajo presenta algo totalmente novedoso: rastrea, en esto diez individuos, dónde se encontraría el ultimo ancestro 100% indígena, es decir, cuyos genes no se hubieran mezclado con genes europeos ni africanos.

El texto es diáfano. “Para la mayoría de los individuos”, encontraron que “el antepasado completo estaba hace dos o tres generaciones, lo que sugiere un antepasado de alrededor de 1830 o antes, por ejemplo, un tatarabuelo”. En otros casos ese ancestro completo era un poco más reciente, “por ejemplo, hacia finales del siglo XIX, un bisabuelo”. ¡Asombroso! Es algo que nunca había visto antes. Spangenberg lo confirma. “Este algoritmo no se había aplicado antes. Lo desarrollamos en cooperación con Gabriel Illanes y Ernesto Mordecki, del Centro de Matemática, el Cemat, de Facultad de Ciencias, y María Inés Fariello, de Facultad de Ingeniería. Una de las aplicaciones de la tesis de doctorado en matemáticas de Illanes era este análisis que hicimos para esta investigación, un test de hipótesis anidado”.

En el trabajo explican que el promedio de las fechas de nacimiento de los diez descendientes de “charrúas” analizados es 1958. A partir de ahí corren los modelos matemáticos y llegan a la conclusión que comentamos: para cuatro de ellos ese último antepasado 100% indígena estaría en el entorno de 1830 ‒una tatarabuela casi seguramente‒, mientras que para otros tres ese ancestro podría ubicarse más hacia finales del siglo XIX ‒una bisabuela‒. La observación calza bien con los datos históricos.

“De alguna manera era lo que esperábamos encontrar. Si luego de Salsipuedes, que ocurrió en 1831, los segregan, dispersan a las mujeres y niños, ahí se acaba la posibilidad de que haya hijos sin ancestría europea o africana”, dice Naya. Pero el trabajo guarda aún otro dato revelador que, una vez más, calza bien con hechos históricos.

¿Cuándo empezaron a intercambiar genes indígenas y europeos?

Puede que algunos europeos se preguntaran si los indígenas tenían alma, pero es claro que para los que llevaron a cabo la colonización sí tenían todo como para andar teniendo sexo. Mediante modelos, cálculos y jornadas enteras de análisis, en el trabajo estiman entonces cuándo fue la primera oleada de mezcla de gentes indígenas y europeos.

“Al ajustar modelos de mezcla de ascendencia amerindia y europea para la población uruguaya, pudimos estimar que el momento del primer pulso de mezcla entre europeos y los pueblos indígenas uruguayos en aproximadamente 1658 y el segundo pulso de migración se da en 1683”, reportan. En esa segunda ola también encuentran una mezcla entre indígenas y africanos.

Lo llamativo del asunto es que las fechas que arroja el análisis no son para nada irrelevantes históricamente. “El primer evento de mezcla estimado coincide con el establecimiento de la misión franciscana, Santo Domingo de Soriano, fundada en 1662-1664”, anotan. El segundo pulso cercano a 1680, “tentativamente, coincide con la fundación de la Nova Colônia do Santíssimo Sacramento”, que afirman que implicó a “más de 400 soldados, alrededor de 60 esclavos africanos y algunos amerindios”.

“Si bien son análisis basados en modelos y a partir sólo de los genomas de diez individuos, los resultados son coherentes con los hechos históricos”, comenta Spangenberg. El asunto implicó desafíos metodológicos, más aún cuando un revisor les pidió que calcularan eso mismo con otro método para acotar el amplio rango de incertidumbre.

Sin dudas fue un balde de agua fría. Y eso les llevó un tiempo extra. Pero en ciencia estas observaciones, si bien pueden ser incómodas, permiten darles más robustez a los resultados. Y lo lograron. “Aplicamos otra metodología y, dentro de su rango de incertidumbre, entran estas fechas que vimos en el primer modelo”, dice Spangenberg. En la discusión del artículo también aclaran que esas fechas no deben tomarse exactamente, que podría ser un gran período y no necesariamente dos olas, una cercana a 1660 y otra cercana a 1680. Sin embargo, la señal estaba allí, en los genes, y volvía a ser coherente.

“Tenemos algunos hechos históricos que son innegables, y de alguna manera con este pequeño tamaño de muestra que tenemos, lo que vemos permite una reconstrucción válida y creíble. Los máximos de la verosimilitud que nos dan las aproximaciones coinciden preciosamente con los hechos históricos. Pero es eso, calzan, por ahora no explicamos nada”, acota Naya.

El trabajo hace otras contribuciones importantes. Por ahora nos quedamos con estas, satisfechos al borde el empacho. “Creo que de los pequeños aportes que hacemos nosotros está el de mostrar que hay evidencia actual y real de que es un problema y un tema que se puede poner sobre la mesa, que no es algo que pasó hace 200 años y que por tanto ya no hay nada para decir. Son cosas que están ahí y, como muestra el trabajo reciente de Mónica Sans y sus colegas, siguen incidiendo en el presente”, reflexiona Naya. El trabajo que menciona arrojó que en Montevideo la población con ancestría indígena estaba más representada en los segmentos de menor nivel socioeconómico. Las huellas indelebles del pasado parecen no estar solamente en los genes. La ciencia hace su aporte para dejarlas en evidencia.

Artículo: “Indigenous Ancestry and Admixture in the Uruguayan Population”
Publicación: Frontiers in Genetics (setiembre, 2021)
Autores: Lucía Spangenberg, María Inés Fariello, Darío Arce, Gabriel Illanes, Gonzalo Greif, Jong-Yeon Shin, Seong-Keun Yoo, Jeong-Sun Seo, Carlos Robello, Changhoon Kim, John Novembre, Mónica Sans, Hugo Naya.