Pese a que los españoles nombraron al estuario que tenemos al sur como Río de la Plata, pronto quedó claro que los minerales preciosos aquí brillaban por su ausencia. Ya en los primero años de 1600 el territorio del lado oriental del Río Uruguay era considerado “tierras sin provecho” para la Corona, aunque quienes vivían aquí antes de que los europeos decidieran colonizar esta parte del continente seguramente no coincidieran. Entonces un visionario –un innovador o emprendedor, diríamos hoy– tuvo una gran idea. Ya que aquí no había nada de demasiado valor, y teniendo en cuenta la abundancia de pastos, tal vez diera resultado soltar una cantidad importante de ganado. Sin imaginar todo lo que vendría, Hernandarias había puesto en marcha un proceso que terminaría definiendo el destino de una república que por aquel entonces no estaba en los planes de nadie. Una república ganadera que se haría lugar en el mundo con base en cueros, carne y, más tarde, también granos.
El bovino, el caballo (ambos en el escudo nacional), el gaucho, la vida campestre, aportarían su cuota al relato de la novel nación. Un país constituido por inmigrantes, blancos europeos que bajaron de los barcos. Una tierra de oportunidades en la que no había nada ni nadie y en la que, por lo tanto, estaba todo por hacerse. Sin embargo, de la misma manera que al vernos en el espejo elegimos algunas características para hacernos una idea de cómo somos en detrimento de otras, lo mismo pasa con los países y sus mitos fundacionales.
Estas tierras ya tenían personas que vivían sus vidas sintiéndolas tan plenas como las de quienes los invadieron. Tampoco era tan cierto que las tierras tuvieran tan poco valor. Y como veremos, incluso es posible que ya hubiera aquí gente que hacía un manejo de animales herbívoros miles de años antes de que la primera vaca pisara el actual departamento de Rocha. Ese conocimiento del manejo de manadas de ciervos y venados podría haber sido de gran utilidad cuando el ganado traído desde Buenos Aires y el de las misiones jesuitas creció casi descontroladamente en esta región. Eso es lo que muestra el trabajo llevado adelante por un grupo de investigadores del Centro Universitario Regional Este (CURE) de la Universidad de la República, que acaba de ser publicado en la revista Latin American Antiquity y que tiene como protagonistas a los corrales de palmeras butiá de Rocha.
Titulado “Encierros ganaderos en la frontera colonial de la Banda Oriental: El caso de los corrales de palmas del sureste del Uruguay”, el artículo, firmado por Juan Martín Dabezies, Carlos Marín Suárez, Cristina Bañobre, Laura del Puerto y Facundo Rodríguez, hace un importante aporte al plantear que los “corrales de palmas butiá conforman el testimonio material más conspicuo de la ganadería de vacunos desarrollada por los grupos indígenas previo a la colonización efectiva del territorio por las potencias imperiales ibéricas, pero en estrecha relación con ellas”.
Es más, sostienen que estos corrales son “el testimonio de una de las primeras ganaderías de la Banda Oriental desarrollada por indígenas”, lo que constituye “un aporte crítico que cuestiona las concepciones esencialistas del relato sobre el pasado del Uruguay y de la región”. Pero decir esto es empezar por el final, así que vayamos al inicio de esta investigación que une a humanos –indígenas y conquistadores–, ganado –vacuno y cérvido–, ecosistemas –palmares, bañados y pastizales– interactuando y adaptándose a condiciones cambiantes durante miles de años. La Asociación Rural del Uruguay podría tomar nota: el manejo ganadero tiene muchos más años de los que suponíamos en este rincón tapizado de pasto del planeta.
Misteriosos corrales de palmas
Rocha es un departamento con paisajes cautivantes, entre los que se destacan sus palmares de butiá (Butia odorata). Pese a que la regeneración de las palmeras se ha visto afectada por distintos factores, entre ellos la presencia de ganado y el avance del ser humano sobre diversos ecosistemas, en algunos lugares los palmares llegan a tener densidades de 600 palmeras por hectárea, la mayoría de ellas bastante longevas. Sus troncos rectos y sin ramas se elevan como columnas superando los diez metros de altura.
Antes de la llegada de pinos y eucaliptus, entre otros árboles exóticos, las palmeras eran la única madera recta de un tamaño considerable de la que uno podría disponer en la zona, ya que el monte nativo tiende a ser más retorcido que quienes se empecinan a negar el papel de los indígenas en la historia y presente de estas tierras. En la zona de los palmares y humedales de Rocha, la presencia humana desde hace al menos unos 4.000 años ha sido reconocida, y los cerritos de indios y los sitios arqueológicos costeros, como los de Valizas o Cabo Polonio, son testimonios materiales de aquellos pobladores. Si tenemos en cuenta que las butiá son lo más parecido a un árbol grande y recto –técnicamente son plantas arborescentes y no árboles propiamente dichos– sería raro que los habitantes de este territorio no echaran mano a ellas. Y así lo hicieron.
En varias partes de la zona cercana a Castillos y siguiendo la ruta 16, que coincide con el Camino del Indio hacia Santa Teresa y Brasil, pueden encontrarse agrupaciones circulares –y unas pocas rectangulares– de palmeras. Es obvio que fueron plantadas –o trasplantadas– para formar estas figuras geométricas. Desde hace tiempo estas estructuras llamaron la atención y fueron denominadas “corrales de palmas”. No sólo están presentes en nuestro país, sino que, siguiendo una línea paralela a la costa, cruzan la frontera y se encuentran también hasta Santa Vitoria do Palmar, en el estado brasileño de Rio Grande do Sul. Trabajos de expertos locales, como Néstor Rocha y Giancarlo Geymonat, los relevaron cuidadosamente en colaboración con los pobladores de la zona.
Sin embargo, pese a saber dónde están y entender su origen humano, estas construcciones de cercos vivos, con palmeras centenarias que aún hoy siguen majestuosamente formadas en círculos y rectángulos, presentan algunas interrogantes que no habían sido abordadas desde una metodología científica. ¿Quiénes construyeron estos cercos? ¿Con qué motivo? ¿Cuándo? ¿Lo que vemos hoy era toda la estructura del cerco, o tenían además cueros y tientos entre las palmeras para cerrar aún más esas zonas?
Buscando responder algunas de esas interrogantes, los investigadores del CURE hicieron un trabajo interdisciplinario que combinó entrevistas con los pobladores locales, fuentes historiográficas, la medición de distintos aspectos de cada una de las palmeras que forman los corrales, y análisis fisicoquímicos de los sedimentos de los corrales y sus alrededores. Los resultados son sumamente interesantes y por ello contactamos a Juan Martín Dabezies, antropólogo que desde su tesis se ha sumergido en el fascinante mundo de los palmares de Rocha.
Trabajo pormenorizado
“Esta investigación llevó mucho trabajo. Comenzó en 2013, gracias al poyo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, y recién publicamos el artículo este año”, dice Dabezies desde la sede Rocha del CURE. “El trabajo de campo se realizó entre 2014 y 2015. Medimos palmera por palmera”, recuerda.
Imaginen lo que fue eso. Analizaron 14 corrales de palmas circulares y dos rectangulares ubicados en las inmediaciones de Castillos y a lo largo del Camino del Indio. El más grande de todos tiene 532 palmeras butiá. El más pequeño, 13. Entre todos suman 1.374 palmeras. Dabezies y Facundo Rodríguez, estudiante de la Licenciatura en Gestión Ambiental del CURE, ayudados por otros estudiantes del centro, tomaron múltiples medidas a cada una de las más de 1.300 palmeras: altura, diámetro del tronco a la altura del pecho y las distancias mínimas entre ellas en cada corral. No contentos con ello, también registraron las marcas que presentaba cada una de las palmeras, ya fueran orificios de nidos de insectos y aves o hechos por humanos, así como si tenían angostamientos en sus troncos y a qué altura. Para conocer el emplazamiento de los 16 corrales se valieron del trabajo previo de expertos de la zona y de entrevistas con pobladores locales.
“La verdad que lo pienso ahora y creo que trabajamos demás. Tal vez si hubiéramos realizado una muestra alcanzaba, pero como soy medio queso con los números, las medimos todas”, dice riendo. Pero más allá de bromear con sus limitaciones, tenía otro buen motivo para medir obsesivamente cada una. “La idea era tomar un punto de GPS para cada una de manera de saber exactamente en dónde está cada palmera, y así generar una base de datos con un valor patrimonial de manera que puedas hacerle un seguimiento”, dice, y agrega que lamentablemente ese punto aún no ha logrado implementarse.
“Las palmeras no se pueden talar, están protegidas por ley. Ante el caso de una denuncia de que alguien taló una palmera, el denunciado podría argumentar que allí no estaban. Con este trabajo se podría demostrar no sólo que había palmeras, sino cuántas y el sitio exacto”, dice esperanzado de que en algún momento eso se concrete.
Elevando hipótesis junto a la comunidad
El trabajo de Dabezies y sus colegas partió de una revisión historiográfica sobre los corrales de palmas, pasó por entrevistas a los pobladores para incorporar los saberes locales, y de esa manera, arribar a hipótesis sobre el origen y uso con el que fueron concebidos esos corrales.
“Todo eso parte de que en mi tesis trabajé mucho con la gente local buscando ver los usos que se le daban y dan al butiá, desde los productos que se hacen, como el dulce, que se vende y se come, como cuestiones más simbólicas, de una trama de significados y valorizaciones”, dice Dabezies. Con esos vínculos ya generados con la gente, lo primero que se propusieron fue ver qué sabía la comunidad local sobre estos corrales de palmeras. “Partimos entonces de las hipótesis que obtuvimos de sus testimonios, que es algo que en arqueología, y también en muchas ciencias, se hace habitualmente. Buscamos la forma de darle un lugar especial a todo ese aporte de los saberes de la gente, de poner seriamente sobre la mesa las hipótesis locales, y citamos los trabajos de expertos de la zona que trabajaron durante años recopilando todo ese conocimiento, como es el caso de Néstor Rocha”, señala.
De esta manera, sumando la revisión de materiales históricos al trabajo con los locales, el artículo nos lleva como un embudo –o la manga de un corral ganadero– a la elaboración de dos posibles hipótesis sobre el uso de estos corrales: o bien “habían sido utilizados para el encierro de ganado” o bien se construyeron “como campos de cultivo (maíz o alguna leguminosa)”.
Esas dos hipótesis fueron luego contrastadas con evidencia más “dura”: tomaron muestras de los suelos de dentro y fuera de los corrales, y buscaron determinar si eso les permitía quedarse con una. “Esto parte del enfoque interdisciplinario que seguimos. En el equipo estamos Cristina Bañobre, que es química, Laura del Puerto, que es experta en arqueología y paleobotánica, Carlos Marín, que es historiador, Facundo Rodríguez, que es el estudiante que más me acompañó en el trabajo de campo de medir las palmeras y yo, que soy antropólogo”, resume.
El diseño elegante de la investigación, entonces, los llevó a contrastar la hipótesis de que estos corrales se usaron para encerrar ganado analizando el fosfato en los sedimentos de los corrales. “Los encierros de ganado generan un enriquecimiento de fosfato en los sedimentos debido a los desechos de los animales, los cuales contienen fósforo, que es fijado en el suelo por los microorganismos. El radical fosfato es muy estable y permanece en el suelo durante cientos de años, por lo cual presenta una gran utilidad arqueológica”, señalan en el trabajo.
Para contrastar la hipótesis de que habrían sido usados para cultivos de maíz o leguminosas, como señalaban algunos pobladores en las entrevistas y también las fuentes históricas, “se analizó el material biosilíceo de las muestras, apuntando a la identificación de silicofitolitos de especies domésticas”. Los restos de las plantas son rápidamente incorporados al suelo, por lo que buscar los cristales de sílice que forman algunas células de las plantas al mineralizarse –los fitolitos– era una buena forma de saber si allí había habido cultivos.
Ya iremos a los resultados de estos análisis que permitieron afirmar una de las dos hipótesis. Pero antes veamos otros misterios de estos corrales que también fueron esclarecidos por el trabajo de los investigadores del CURE.
¡Ahora es evidente!
Al ver los corrales hoy en día es sencillo ceder a la tentación de pensar que algo pondrían entre palmera y palmera para que las vacas no salieran de ellos –o para que no entraran, en caso de tener cultivos–. En el trabajo se reseñan investigaciones llevadas a cabo en el lado brasileño, donde también hay de estos corrales de palmeras, que respaldarían estas impresiones que se nos disparan.
“En cuanto a las técnicas constructivas, las palmas presentan una serie de marcas que han sido objeto de diferentes hipótesis. La gran mayoría presenta un estrechamiento en su tronco a una altura variable que oscila entre los 1,5 y los 2,0 metros, mientras que sólo algunas de ellas tienen orificios u otro tipo de marcas”, dice el artículo. A continuación afirman que trabajos de los brasileños Oliveira y Teixeira, publicados en 2006, “proponen que el estrechamiento de las palmas y los orificios mencionados se deben a la utilización de cueros fijados con clavos para cerrar el espacio entre las palmas”. Algunos testimonios locales también apuntan en esa dirección.
Tras medir todas las palmeras, Dabezies y sus colegas reportan que 98% de las palmas que componen los corrales presentan esos estrechamientos en el tronco, que es del orden de 20%, por lo que es fácilmente apreciable a simple vista. Pero lo que vemos hoy no es exactamente lo que había hace 200 años.
“Eso que decís es tal cual, yo me comí la pastilla abundante tiempo”, dice riendo Dabezies. “Me preguntaba cómo hacían para completar el espacio que había entre palmera y palmera para que las vacas no se escaparan. Hasta que en un momento vi la foto que está en el libro de Benjamín Nahum de 1966 y entonces me di cuenta de que ahí estaba la respuesta: las palmeras estaban más juntas, algunas de ellas se murieron y ya no están allí”. Pero no se quedaron sólo con eso. Tenían todas las medidas de las palmeras de los corrales, incluidas las distancias entre unas y otras. “Miramos entonces las que estaban más cercanas, porque ellas eran la evidencia de las distancias originales. Y ahí nos dimos cuenta de que no era necesario nada más”, dice.
Al considerar las 146 distancias mínimas de sus mediciones, el promedio de separación entre palmeras fue de 38 centímetros, por lo que en el trabajo concluyen que “no haría falta la utilización de cueros para cerrar el espacio entre ellas”. Pero aun hay más: “Considerando que la altura media de los estrechamientos es de 1,6 m, las palmas fueron trasplantadas cuando tenían esa altura. Por tanto, la copa constituida por ramas leñosas y levemente punzantes habría fortalecido el sistema de cierre”.
Y ese es otro dato interesante: “El análisis de las marcas de estrechamiento en las palmas, sumado a las otras evidencias morfométricas, nos permite afirmar que su origen está asociado al trasplante de las palmas y no al cerramiento de los corrales”, reportan. Para los citadinos como uno, explican también que el trasplante implica un estrés importante para la planta, que deja esa marca o estrechamiento en el tronco a la altura que la palmera tenía en ese momento.
Uno tiene entendido que trasplantar una palmera no es algo muy sencillo. Y eso nos habla de que los pobladores de los bañados de Rocha, hace al menos unos 250 o 300 años, ya dominaban a la perfección el arte de plantar palmeras donde y como quisieran. Los indígenas parecerían tener un brillante conocimiento de la biología del butiá. “Trasplantar una palmera es complicado. Sin embargo, en general trasplantar una palmera grande es más simple que trasplantar un árbol grande. Las palmeras grandes suelen prender”, me desasna Dabezies, aunque confiesa que fue algo que también aprendió en contacto con los locales. “Cuando comencé a hacer mi tesis me sorprendí al ver cierto rewilding con palmeras nativas y comencé a preguntarles cómo las trasplantaban. Y ellos me decían que era algo bastante simple y les sorprendía que yo no supiera cómo hacerlo”, dice.
“De todas formas eso implicaba un gran despliegue. Había que sacar las palmeras, arrearlas, llevarlas al lugar deseado”, afirma. No serán las pirámides de Egipto ni las cabezas de la isla de Pascua, pero sin duda se trataba de una actividad constructiva planificada y que necesitaba el trabajo en colaboración de varios individuos y destreza constructiva. Que el trabajo nos permita hacernos esa imagen ya es un gran aporte.
¿Desde cuándo se construyen estos corrales con palmeras?
“Algo que retrasó bastante la publicación del trabajo es que intentamos datar a las palmeras usando varios métodos, pero fracasamos”, confiesa Dabezies. “Invertimos un montón de tiempo y dinero en la datación, que nos hubiera dado un dato duro, absoluto, pero no obtuvimos resultado”, vuelve a decir, mostrando que en la ciencia hay tantas –o más– perdidas que ganadas.
“A los árboles podés datarlos por el crecimiento de los anillos, pero las palmeras no tienen ese crecimiento. Generan ese tronco ancho y la parte más vieja es la de abajo y la más nueva la de arriba. A su vez, en algún momento, como todo ser vivo, paran de crecer. De lo contrario, las que tienen más de 200 años medirían más de 45 metros”, dice a modo de reproche contra estos vegetales que tanto le fascinan.
“Las dataciones con carbono 14 no nos permitieron obtener resultados. Eso fue una pena, porque en un momento casi todo el trabajo giraba en torno a eso, y tuvimos que buscarle la vuelta”, sostiene. Un tropezón no es caída. Y si la evidencia directa no está al alcance de la mano, hay que ir por otra. “Hoy en día no podemos saber la edad de los corrales con métodos de cronología absoluta, así que empleamos un método de datación relativa con base en distintas fuentes que nos permiten aproximarnos a una fecha a través de evidencias indirectas”.
En el trabajo señalan que la mención más antigua a los corrales es el testimonio del naturalista francés Auguste de Saint-Hilaire, del año 1821. Y entonces razonan que si las palmeras se trasplantan cuando tiene una altura de poco más de un metro, si el corral hubiera sido hecho hacía poco al viajero le hubiera llamado la atención la diferencia de altura de las palmeras del corral con las de las palmeras del resto del paisaje, que rondaban los diez metros. “Es decir, se trataba de corrales cuyas palmeras tenían varias décadas de edad, lo que nos lleva a finales del siglo XVIII como límite más reciente para su construcción”. Como además, entre otros datos que manejan, hay testimonios de intercambios comerciales de cueros entre los guenoas-minuanes y los jesuitas en 1677, proponen como límite posible más antiguo el final del siglo XVII.
Ahora sí: corrales ganaderos
Tras analizar los sedimentos de dentro y fuera de los corrales, la hipótesis de su construcción con fines ganaderos adquiere preponderancia. “Los resultados de los análisis de fosfatos (valores mayores dentro de los corrales) y de partículas biosilíceas apuntan a que los corrales de palmas tuvieron un uso principalmente ganadero”, concluyen. “Consideramos que el uso ganadero fue el principal y más extendido a lo largo del tiempo, aunque no se debe descartar que en reutilizaciones históricas posteriores los corrales hayan sido utilizados para proteger cultivos”, añaden.
También aclaran que si bien pueden estar seguros de este uso para encerrar ganado, “es más difícil establecer una funcionalidad más específica, o sea para qué era encerrado el ganado”. Es que salvando a los dos corrales más grandes, con superficies de 50.000 y 25.000 metros cuadrados, los tamaños de estos corrales permitirían “el encierro de un número de animales que, según las fuentes históricas, está muy por debajo de la cantidad de cabezas que eran arreadas desde la Vaquería del Mar”. Proponen que para manejar grandes cantidades de vacas “posiblemente se hayan utilizado más que nada los encierros naturales entre rinconadas de arroyos, los cuales proporcionaban acceso a pasturas y agua”. Y por eso concluyen que “más allá de que todo indica que el uso principal fue para el encierro de ganado, el motivo de este encierro pudo haber sido variado, dependiendo de los tipos de corrales, los actores asociados a su uso y el momento histórico”.
Dabezies sostiene que “la confirmación de la hipótesis del uso ganadero era esperable”. Pero en el trabajo van un poco más allá.
Entran los ciervos a escena
Si los primeros corrales de palma se construyeron a fines del siglo XVII o principios del siglo XVIII, en la zona todavía no había asentamientos coloniales. Quienes sí estaban allí eran, según el trabajo, los guenoa-minuanes, para algunos los descendientes de aquellos nativos que desde hace 4.000 años comenzaron a construir cerritos de indios en la zona. Y entonces el artículo sostiene que si estos indígenas “fueron los primeros ganaderos de la Banda Oriental, y responsables de la construcción de al menos algunos de los primeros corrales de palmas, no fue porque adoptasen el modelo de las estancias de rodeo de los imperios ibéricos, sino por el desarrollo de un vínculo humano-vegetal-animal que procedía de época precolombina”. ¿Cómo es eso?
El trabajo recoge la investigación de la arqueóloga Federica Moreno, quien estudió los restos de animales en los sitios arqueológicos de la región este. La carne más consumida por los nativos de esa región de Rocha era la de venado de campo y la del ciervo de los pantanos (actualmente extinto en Uruguay). También reportan que “el registro de consumo de cérvidos es más alto en los tiempos más modernos (siglo XVII), cuando ya abundaba el ganado feral en la zona”, lo que “indica que, a pesar de la presencia de ganado vacuno en ese momento, aún se consumían ciervos de forma abundante”.
La tesis de Moreno, de 2014, muestra “evidencias arqueológicas que señalan una mayor sedentarización, control territorial, manejo de vegetales y complejización social de estos grupos humanos” que “estarían vinculadas a un tipo específico de gestión animal en la que los cérvidos ocuparon un lugar central”. A esa gestión de los animales se la define como “ranchería” y estaría “a medio camino camino entre la caza-recolección y el pastoreo”. Es decir, no domesticaron a los ciervos, pero tampoco cazaban lo que andaba por allí. Había un manejo de estos animales, lo que podría implicar encierros, arreos y otras técnicas. Como dicen Dabezies y sus colegas, “ello propiciaría que las técnicas de gestión de manadas que venían de época precolombina se aplicasen a los nuevos animales por parte de los indígenas guenoa-minuanes”.
“Esa es una de las cosas que más me gusta de este artículo”, dice Dabezies. “En primer lugar permite construir un modelo multiespecie, es decir, palmeras, vacas, caballos, ciervos y personas componían un elenco de seres que fueron construyendo las bases de lo que sería la ganadería nacional. Esa parte se da de frente con el modelo de la ganadería como una industria de cuño europeo, le da lugar al indígena en la construcción de este modelo”. Incluye “toda esa ganadería rural y esas minorías que han sido marginadas del discurso nacionalista uruguayo, porque también está el aporte afro en la ganadería de esta zona del país en esos años, lo cual abre nuevas perspectivas”, apunta.
También adelanta que con Federica Moreno pretenden profundizar esta línea de trabajo. En “estas ecologías históricas de lo humano-animal, las primeras ganaderías, buscamos darles lugar no sólo a minorías humanas como pueden ser los indígenas y los afro, sino también a los ciervos y venados, que pueden haber jugado un rol importante en la construcción de la ganadería de Uruguay”.
¿La ARU está en deuda con los indígenas?
Cuando leí el trabajo enseguida pensé en que podríamos decir, entonces, que los fundadores de la ganadería extensiva en nuestro territorio habrían sido los indígenas, quienes ya en el siglo XVII y XVIII comerciaban cueros con los europeos en la frontera. Por tanto, en cierto tono de broma podríamos decir que la ARU debería reivindicar un origen mucho más antiguo e indígena para este motor del desarrollo del país. Más seriamente, en el artículo dicen que “el reconocimiento de los corrales de palma como el testimonio de una de las primeras ganaderías de la Banda Oriental desarrollada por indígenas es un aporte crítico que cuestiona las concepciones esencialistas del relato sobre el pasado del Uruguay y de la región”.
Meterse con el relato de la ganadería es apuntar hacia uno de los macrorrelatos de lo que somos. Allí hay un terreno de disputa importante que, como antropólogo, no se le escapa a Dabezies. “Con el artículo intentamos hacer una especie de guiño. Es un primer trabajo sobre el tema y por ello nos agarramos bastante de la tesis de Federica Moreno”, sostiene. “Se interpela un poco ese megadiscurso de la ganadería, del imaginario nacionalista uruguayo, blanco, europeo, de la estancia cimarrona y del matadero. La idea es pensar que los animales nativos y las poblaciones que estaban acá, junto con las palmeras, tenían ya una vida interdependiente, que luego se ajusta con lo nuevo, con el ganado vacuno, el caballo y los europeos, y empieza a generar algo nuevo de lo que resulta ese modelo ganadero”, reflexiona.
“Que se pueda empezar a pensar en eso ya es algo valioso. No digo rediscutir el modelo, pero por lo menos ver que no son sólo hombres blancos europeos, vacas y caballos, y agregar a la escena a los grupos indígenas, los afro, los ciervos, las palmeras butiá, el paisaje de las tierras bajas, e ir más allá de ese esencialismo al que suelen recurrir los países para construir un relato hegemónico”. Todo a partir de unas palmeras caprichosamente trasplantadas en círculos.
Artículo: “Encierros ganaderos en la frontera colonial de la Banda Oriental: El caso de los corrales de palmas del sureste del Uruguay”
Publicación: Latin American Antiquity (setiembre 2021)
Autores: Juan Martín Dabezies, Carlos Marín Suárez, Cristina Bañobre, Laura del Puerto, Facundo Rodríguez Iroldi.