El mundo que nos rodea es complejo e inabarcable. Para poder conocer algunos de sus aspectos, es necesario hacer modelos, simplificaciones que permiten analizar la relación entre algunas de las variables que intervienen en un fenómeno determinado. Los elegidos para recibir el premio Nobel de Física de este año hicieron justamente eso.
Los ganadores de la mitad del premio -y por tanto de la mitad del dinero a repartirse entre ambos-, que hicieron sus contribuciones en modelos que permitieron entender algunos aspectos del calentamiento global, fueron el alemán Klaus Hasselmann y el japonés Syukuro Manabe. Hasselmann, actualmente investigador en el Instituto Max Planck de Meteorología de Hamburgo, Alemania, desarrolló en la década de 1980 –ya lo dijimos ayer, pero aquí vamos de nuevo y lo haremos como tantas veces sea necesario: junto a su equipo- una forma de eliminar el “ruido” de la variabilidad del clima para poder analizar las tendencias a mayor escala del cambio climático. Posteriormente, también desarrollaría junto a colegas una forma de ver las “huellas” de la actividad humana, tanto en los modelos como en las observaciones registradas, pudiendo entonces allanar el camino hacia entender que éramos los seres humanos los responsables de la suba de la temperatura media mundial observada.
Manabe, actualmente investigador de la Universidad de Princeton, Estados Unidos, propuso en la década de 1960 un modelo que, contemplando la incidencia del vapor del agua y del dióxido de carbono en una columna de la atmósfera, permitió establecer que el calentamiento global de la superficie del planeta se debía al aumento del dióxido de carbono atmosférico y no a otras posibles causas.
El tercer laureado, el italiano Giorgio Parisi, investigador de la Sapienza Università di Roma, Italia, se llevó la otra mitad del premio por sus contribuciones -¡y las de su equipo!-, un poco menos sencillas de apreciar por todos que las referentes al cambio climático, pero igual de relevantes. El comité del Nobel resume que le dieron el premio “por el descubrimiento de la interacción del desorden y la fluctuación en los sistemas físicos, desde escalas atómicas a planetarias”. Vayamos, entonces, a ver un poco en qué consiste la ciencia que hicieron, hace ya varias décadas, y que hoy es galardonada.
CO2 y calentamiento
Hoy estamos familiarizados con el concepto del calentamiento global y de una de sus consecuencias, el cambio climático. Ese calentamiento se debe a un aumento del efecto invernadero de la atmósfera. Por “efecto invernadero” nos referimos al hecho de que parte de la energía que llega del sol y nos calienta -radiaciones de onda corta- y que es reflejada por nuestro planeta bajo radiación infrarroja -de onda larga-, queda atrapada por determinados componentes de nuestra atmósfera al igual que el calor queda atrapado en un invernadero (facilitando así que las plantas que necesitan calor se desarrollen mejor).
Ese efecto invernadero es necesario para la vida en el planeta, y aquellos planetas y satélites sin atmósferas apropiadas nos lo recuerdan. Pensemos en la Luna, que está prácticamente a la misma distancia del Sol que la Tierra, y por tanto recibe casi la misma energía. En nuestro planeta, con su fabulosa atmósfera, hoy la temperatura en Uruguay rondará los 22 °C, y al caer la noche no bajará más allá de los 12 °C; mientras que en la Luna, sin atmósfera que retenga el calor en ambas direcciones, fuera de los polos habrá una temperatura máxima cercana a los 200 °C y una mínima de unos -180 °C. De no haber tenido atmósfera con gases de efecto invernadero, tal vez la vida no se hubiera desarrollado nunca aquí, como no lo ha hecho en la Luna.
El asunto es que ese efecto invernadero deseable en nuestro planeta se ha salido de los límites en los que nos beneficia y empieza a ser preocupante. ¿La razón de este desequilibrio del efecto invernadero? Los seres humanos venimos liberando cantidades enormes de gases que justamente lo producen. El más famoso de ellos es el dióxido de carbono, o CO2, pero también están el metano y hasta el vapor de agua. Cerquita tenemos a Venus y su infierno ardiente como un ejemplo de lo que pasa cuando la atmósfera tiene elevados niveles de CO2.
Todo eso que hoy sabemos y conocemos, en realidad llevó años de investigación, modelos, cálculos e hipótesis, algunas tiradas a la papelera, otras que forman el acervo del conocimiento científico actual. Demostrar que un aumento de la temperatura no se debe a la variación natural del clima, sino a un fenómeno constante a escalas temporales mayores y que, además, la causa de ese fenómeno es la actividad humana, requiere ciencia de la buena. Los dos premiados por el Nobel de Física de este año -¡y sus equipos!- fueron parte de quienes la vienen haciendo desde hace décadas.
En 1961, Syukuro Manabe -y su colega F. Möller- publicaron el artículo “Sobre el equilibrio de la radiación y el balance de calor en la atmósfera”, en el que comenzaban a analizar las diferencias entre el calor recibido por la Tierra, el eyectado al espacio y el retenido por la atmósfera. Unos años después, en 1964, llegaría uno de los trabajos que se reconocen como mérito para este Nobel y que se tituló “Equilibrio térmico de la atmósfera con un ajuste convectivo”, ya que ese modelo, que publicó con RF Strickler, fue más allá de medir el balance de calor y agregó complejidad al calentamiento atmosférico. Años después agregaría al problema estudios sobre la humedad y el vapor de agua en la columna de aire, pero el otro gran trabajo, que de cierta manera reconoce este premio de 2021, es el que publicó en 1975.
Bajo el título “Los efectos de duplicar la concentración de CO2 en el clima en un modelo de circulación general”, Manabe, esta vez en colaboración con RT Wetherald, dejaba en evidencia que era el aumento del dióxido de carbono el responsable de que la temperatura superficial de la tierra se elevara, ya que si el responsable fuera el vapor de agua, principal gas de efecto invernadero, ese cambio debería verse en toda la columna atmosférica y no sólo en las capas más cercanas a la superficie terrestre.
Según reseña el comité del premio Nobel de Física, “Manabe demostró cómo el aumento de los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera conduce a un aumento de la temperatura en la superficie de la Tierra”, y también señala que “fue la primera persona en explorar la interacción entre el balance de radiación y el transporte vertical de masas de aire” (ey, ¡recuerden que trabajó con Strickler!). “Su trabajo sentó las bases para el desarrollo de modelos climáticos actuales”, agregan a continuación.
Tras la huella humana en el cambio climático
Ya en la década de 1970 estaba claro que la temperatura media de la superficie del planeta estaba aumentando. Tras esa constatación, había luego que ir por la causa de ese aumento. No faltaba quienes sostenían que el aumento de las temperaturas se debía a fluctuaciones que ya habían sucedido naturalmente en el planeta en reiteradas ocasiones (de hecho, aún pueden encontrarse personas que desechan la evidencia y se aferran a convicciones o intereses personales). La Tierra había pasado por grandes glaciaciones y por períodos mucho más calientes que los de nuestros días. Para hacer el tema más complejo, en esta tendencia de calentamiento observada se intercalaban años con temperaturas bajas más extremas. Es difícil convencer a alguien de que el planeta se está calentando en una noche con temperaturas bajo cero. Y como todos sabemos, el tiempo es algo bastante impredecible.
Justamente al problema de cómo extraer tendencias a gran escala -climáticas- de un fenómeno tan cambiante y aleatorio como el tiempo de todos los días, se abocó Klaus Hasselmann, físico interesado en fenómenos oceanográficos pero que en la década de 1970 se vería inmerso en el turbulento mar de la ciencia del cambio climático.
En 1967, Hasselmann, esta vez sí firmando solo -aunque ello no implique que la ciencia no sea una actividad colectiva y colaborativa-, publicó el artículo por el cual, en gran parte, ahora la academia sueca reconoce su trabajo. “Modelos climáticos estocásticos parte 1. Teoría” se llamó el artículo. Y por primera vez en los modelos climáticos se incluyó el azar como algo intrínseco del fenómeno a modelar.
En 1979 volvió a la carga, nuevamente firmando solo, con el artículo “Sobre el problema señal-ruido en los estudios de respuesta atmosférica”. Como dice el comité de los Nobel, “Hasselmann demostró cómo los fenómenos meteorológicos caóticamente cambiantes pueden describirse como un ruido que cambia rápidamente, colocando así los pronósticos climáticos a largo plazo sobre una base científica firme”. Pero Klaus no se detuvo allí.
Ya en la década de 1990 Hasselmann se dedicó a desarrollar formas de encontrar huellas distintivas -fingerprints en inglés- que permitieran apuntar a causalidades en algunos de los fenómenos climáticos predichos por los modelos así como en los registros en los que se ajustaban. ¿Podrían encontrarse marcas distintivas que nos permitieran encontrar explicaciones para lo observado? Hasselmann estaba convencido de que sí, y en 1993, otra vez trabajando como un lobo solitario, publicó el artículo “Huellas óptimas para la detección de cambios climáticos dependientes del tiempo”. En 1997 fue más allá, y nuevamente en solitario, publicó “Método multipatrón de huellas para la detección y atribución del cambio climático”. Hoy ya sabemos el final de la película: el cambio climático es atribuido a la actividad humana desde la Revolución industrial (sino desde un poco antes). Hasselmann fue entones uno de quienes allanó el camino para afirmarlo científicamente. “Sus métodos se han utilizado para demostrar que el aumento de temperatura en la atmósfera se debe a las emisiones humanas de dióxido de carbono”, resume el comité del Nobel.
Desorden y fluctuaciones
La otra mitad del premio Nobel de Física 2021 fue a parar a manos del físico teórico italiano Giorgio Parisi.
“Alrededor de 1980, Giorgio Parisi presentó sus descubrimientos sobre cómo los fenómenos aparentemente aleatorios se rigen por reglas ocultas. Su trabajo se considera ahora una de las contribuciones más importantes a la teoría de sistemas complejos”, reseña el comité sin entrar en muchos detalles.
Parisi estaba interesado en un fenómeno particular, aleatorio, desordenado y “frustrante”, que se da en lo que en inglés llaman spin glass, algo así como vidrio de espín, y que consiste en una aleación de metal en la que átomos de hierro se distribuyen aleatoriamente en una grilla de átomos de cobre. Los momentos magnéticos de los átomos de hierro en ese material, lejos de apuntar todos para la misma dirección, se dan de una forma impredecible, con átomos apuntando en diversas direcciones -por eso se dice que se “frustran” en su intento de alinearse en una única dirección-. Según reseña el comunicado de la academia sueca, en la introducción a su libro sobre el vidrio de espín, Parisi dice que estudiar ese material “es como ver las tragedias humanas de las obras de Shakespeare. Si querés hacerte amigo de dos personas al mismo tiempo, pero se odian, puede ser frustrante”.
Pero la frustración no fue algo que Parisi experimentara tratando de explicar el vidrio de espín. En 1979 publicó, también en solitario, el artículo “Hacia una teoría de campo medio para los vidrios de espín”, en el que ya encontraba una forma de poner orden al aparente caos impredecible. Le siguieron varios artículos más sobre ese material, que luego dieron lugar a trabajos sobre otros problemas que se solucionaban con el mismo abordaje. “Sus descubrimientos fundamentales sobre la estructura de los vidrios de espín fueron tan profundos que no sólo influyeron en la física, sino también en las matemáticas, la biología, la neurociencia y el aprendizaje automático, porque todos estos campos incluyen problemas que están directamente relacionados con la frustración”, señala la academia sueca.
Señales
Es una buena señal que este premio se haya dado a investigadores que han hecho contribuciones al estudio del calentamiento global y el cambio climático. Ya era hora, pues estos trabajos llevan décadas mostrando que vamos mal. Sin embargo, una vez más la academia sueca falla en acompañar los tiempos que corren.
Desde 1901 a 2021 sólo cuatro mujeres han recibido el Premio Nobel de Física: Marie Curie en 1903, Maria Goeppert-Mayer en 1963, Donna Strickland en 2018 y Andrea Ghez en 2020.
De los premios a la ciencia anunciados para este 2021 hasta la jornada, las investigadoras tienen un rotundo cero frente a cinco investigadores hombres. Mucho se ha dicho que alcanza con mirar los retratos de todos los premiados en más de un siglo para ver que la cara de la ciencia que los Nobel proyectan es la de hombres blancos. Parece que estamos más cerca de tomar en serio el cambio climático que los problemas de género dentro de la ciencia.